martes, 7 de enero de 2014

Cómo hacer popó

Hoy fue uno de esos días raros. Como ya falta menos tiempo para finalizar mi estancia en el diario todo me comienza a dar igual, y no como reproche por no darme la oportunidad de quedarme indefinidamente, sino porque sin una responsabilidad de por medio me da lo mismo contestar el teléfono que no hacerlo. En la mañana no lo contesté porque no lo escuché, y si lo hubiera escuchado no sé si lo hubiera omitido. En fin. Tuve una mañana libre, me desperté al filo de las 11. Mis papás ya habían desayunado y me dijeron que fuera con mi hermano a probar las tortas de Chayo. Mi papá halagó el café, el jugo de naranja; mi mamá, las sincronizadas y la calidad de todo. Me consta que es buena la comida de la señora. 

Me desperté leyendo una historia sobre tecnología, que la convención más importante de tecnología estaría en Las Vegas. Traté de buscar un pero y lo encontré. En el camino al negocio de Chayo le conté a mi hermano la obtusa concepción que tenemos sobre la tecnología. Hablé de los gadgets y no sé que cosas más, él iba diciendo, sí, ajá, pues sí, tal vez. No sé si me ponga atención, si lo hace o no, no me molestaría porque es una persona especial para mi, me da ganas de hablar de todo con él. 

Pedí una torta de jamón con todo y un jugo de naranja. Mi hermano dos sincronizadas especiales y también un jugo. Fue una mordida tras otra de Roberto y como siempre yo terminé al final. Compartimos comida, el me dio sincronizada y yo le di torta. Sorbo de jugo y más plática sobre la educación en México. Lo mediocre que es nuestra Máxima Casa de Estudios, lo grandiosa que es, lo jodido que es vivir en México, lo grandioso que es estudiar en una pública. Pagué ochenta y cuatro pesos. Regresamos a la casa.

Toda la mañana la gasté sentado en la orilla de mi cama tratando de animarme a salir de mi casa, ir a ver a mi novia, decirle que la quiero y pasar la tarde con ella. Me hice tonto como siempre, terminé saliendo de la casa a eso de la una. Tuve un retraso de diez minutos porque olvidé dónde dejé mis lentes, los busqué por toda la casa como si fuera el celular, dije: Voy a marcar. Roberto me preguntó ¿Estás buscando los lentes o el teléfono?. Qué chinga, siempre me pasa esa clase de cosas, como que dos ideas se mezclan y ninguna tiene coherencia. He llevado el teléfono al refrigerador, he vaciado el cereal en la tarja, subo doy una vuelta por la azote y bajo sin haber hecho nada, voy al baño abro la regadera cuando lo que quiero es orinar....

No fui con Lidia porque se me ocurrió inscribirme en el Inglés. Era algo que ya tenía contemplado, pero sólo me decidí hasta que me di cuenta que nunca me decido a hacer nada. Estuve esperando con paciencia hasta que me informaron sobre los costos y horarios. Pagué, Supe que no es tan mala mi construcción gramatical, que puedo entender un texto y que necesito ser más fluido. Esperé más tiempo para pagar porque yo no lo iba a hacer, mi papá es quien pondría el dinero. El estar ahí sentado columpiando las piernas y resolviendo un rompecabezas en el celular me hizo sentirme como una larva. Tan pequeña, juguetona, irresponsable de sí misma, que espera a su padre. Me sentí aún más apenado cuando ambos nos sentamos frente al vendedor de cursos, incluso, para él era confuso, no sabía si vender al señor o al que ya no es un niño, si al interesado o al otro interesado. Al final optó por informarme a mi y sólo cambiar la mirada cuando hablaba de costos. 

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No me acordé hasta la tarde que era día de reyes, escuché a mis primos corriendo y arrastrando carros de plástico. El día de reyes también trae consigo el cumpleaños de mi papá. Planee comprar un pastel para él, le llamé a mi mamá para preguntar sobre el sabor y el dinero. Lo terminó pagando mi papá. Tomamo el carro, fui con mi hermano y su novia. Escuchamos música  todo el camino, Tlalpan realmente parecía una avenida eficaz para conectar el sur con el centro. Cruzamos hasta Isabel la Católica y buscamos un lugar en Fernando Ramirez para ver a mi novia antes de comprar el pastel. La colonia Obrera es una zona difícil para los automóviles, las marisquerías y el negocio de cualquier cosa hace difícil estacionar un auto compacto. Recorrimos algunas calles sin éxito. Después de un ratito vimos un lugar frente a una peluquería, dude en estacionarme ahí porque no me agrada obstruir el frente de un negocio, pero no habiendo más opción lo hice. Apagué el auto, pero segundos más tarde vi un mejor lugar. Llevé el coche hasta la otra banqueta y lo coloqué de la mejor forma para no invadir la entrada de dos predios. Aún con la duda, mi hermano se bajó y me pidió que recorriera el auto unos centímetros hacia atrás. El coche ya no pudo encender, se murió dejando un olor a quemado que yo no percibí, pero sí Sara, la novia de mi hermano. Intenté durante unos minutos arrancar el auto, pero era imposible, me dio la sensación de que la batería se había agotado, como si la carga fuera insuficiente. Nadie parecía preocupado porque era irremediable la situación. O el carro se reparaba automáticamente o llamábamos al servicio de grúa que presta el seguro vehicular. Luego divagamos sobre qué sabor de pastel elegir, si comer tacos o ver a Lidia. Yo opté por la tercera opción sin perder de vista las dos primeras, a lo mejor ella podía asesorarnos, pensé. Fuimos con ella. Estaba decaída, su humor no era el mejor, pero son detalles que no quisiera dar. 

Fuimos por el pastel sin Lidia y Sara terminó eligiendo el sabor. Le pregunté a mi hermano y él no supo que decir más que atribuirle a tanta azúcar una catástrofe. Es que el no come cosas dulces. Dos mordidas de chocolate y al piso, a la basura. Nos llevamos un Beso de Ángel, una ridiculez con mucho merengue, pero centro de flan y leche. Llevamos el pastel al coche descompuesto. Volvimos a intentar el arranque del auto, no pasó nada, ya era bastante evidente que estaba jodido, pero seguí girando la llave. No es como en las películas, pensé. Ya teníamos el pastel y Lidia se había sumado. Por fin nos animamos a llamar a la grúa, me animé yo gracias al pragmatismo de mi hermano. Todo escuchamos en el altavoz el menú del seguro, nos reímos por las voces, las grabaciones y otras minucias. Dijeron que en una hora llegarían por el coche y sólo dos de nosotros. Decidimos que Lidia y yo viajaríamos en la grúa y Sara y Beto en metro. 

Para matar el tiempo comimos tacos. Dos ordenes para comer en grupo. Un alambre y uno que se llama Braza. El lugar olía mal, tenía la seguridad de que algo estaba pasado, no sé qué, pero en la cocina algo estaba descompuesto mezclado con mucho jabón. Después de un rato ni siquiera se notaba el hedor. Lidia no dejó de señalar las faltas de ortografía. Sara insistía en algo para beber. Roberto permanecía callado. Y yo le daba vueltas al asunto de los precios. 

La grúa llegó antes de lo esperado (45 - 1 hra.) En cuarenta minutos preguntaron por el señor Ángel. Le dije que iría en cinco minutos. Cuando saludé al chofer me recordó a mi profe de matemáticas de la secundaria, una persona bonachona, morena, desvelada, indiferente. Sin hablar - Gracias!!- ató el coche, lo subió por la rampa, sin indicación nos subimos con el en la cabina y tomamos el camino hacia el sur, por Tlalpan, otra vez. 

Muchas horas después - 4 - llegamos con el pastel. Mi mamá había preparado chocolate e invitó a la familia de mi tío para festejar el cumpleaños 53 - 35 - de mi papá. Se acabó el chocolate, todos querían más, pero la olla estaba vacía. Cada año mi mamá hace una porción mayor y nadie pide rellenar la taza, a lo mejor el frío de este año hizo que todos quisieran otra vez. Mi papá parecía muy feliz. Es que no es poca cosa cumplir esos años y tener una familia reunida. En pocos años uno es capaz de joder la propia y ajena existencia hasta quedar solo, rodeado de hipócritas o lo contrario. La velada se pasó rápida y tuve que irme antes a dejar a Lidia porque no había coche disponible. 

Me acompañó Roberto. Tomamos un taxi sobre la avenida. La luz azul neón sobre Lidia me hizo ver que es muy bonita mi novia. Llegamos a su casa. Caminamos hasta tomar el camión de regreso. En el trayecto otra vez hablamos, le conté mi hipótesis periodística sobre la violencia en México. Me acordé de varios textos sobre el narcotráfico. Otra vez tuve una diarrea verbal. La ciudad de noche es apacible, realmente tranquila por donde vivo. Nos bajamos del camión para terminar andando hasta la casa. Cuando íbamos como a la segunda tercera parte del trayecto algo inesperado pasó en mi estómago. Fue una gárgara intestinal, todo se movió derrepente hasta querer salir. No me alarmé en absoluto y pensé que era la señal natural para ir a sentarse. No le tomé mayor importancia hasta que la llamada de atención era tan fuerte que apreté el paso. Contraje los músculos esperando que la distancia hasta mi baño se redujera. No pasó nada, no avanzaba como yo hubiera querido. Luego vino violentamente el último espasmo intestinal. Grité o susurré, ya no recuerdo: "Ya no aguanto". Corrí envuelto sobre mi mismo hasta una calle obscura, me acomodé en la parte de atrás de una auto-lancha de los años setenta. Hice una gran sentadilla hasta casi tocar el piso y splat splat splat. Todo el chorro café cayó sobre el pavimento, todavía me detuve a verlo, sin dejar de pensar en los vecinos o una patrulla. Estaba realmente aguado. Sentí la misma sensación que con el auto descompuesto, ya no había nada qué hacer más que levantarme y abotonar mi pantalón. Mi hermano seguía ahí parado como tratando de hallar sentido. Seguimos caminando hasta la casa. Me dijo que me bañara. Estaba manchado como hace 16 años cuando terminé sentado en las escaleras principales del gimnasio Juan de la Barrera, ahí donde compitieron por una medalla olímpica. Aquella mañana la vergüenza era tanta por hablar con la gente y preguntar la ubicación del baño que mejor me hice en los pantalones; terminé con una playera gigante a modo de vestido hasta que alguien llegara a recogerme. Hoy mejor me hice en la vía pública. 

Procuren no comer en la calle.