miércoles, 12 de enero de 2022

Seco

Desde hace días no tengo ideas. Aunque supongo que sentarme a escribir es un tipo de idea. Pero una idea muy simple y la única idea que se me ha ocurrido en varios días. Todos los demás días han sido automatismos. Comer, trabajar, dormir, cenar, bañarme, transportarme. Movimientos y tareas que no requieren de creatividad, inventiva o nuevas propuestas. No cambio de ruta, no me deslumbra la arquitectura de los edificios como solían hacerlo. No concentro mi mirada en los transeuntes, ni me invento historias de los pasajeros del camión. No se me ocurre tema de conversación con mis vecinos y amigos. Tampoco he cambiado de champú y no tengo ideas para cambiar de corte de pelo. 

Sin embargo, ahora escucho más y pongo perfecta atención a lo que me cuentan, pero me limito a asentir sin emitir muchas opiniones o razonamientos. Y no es porque no quiera, sino porque no puedo. Para opinar se requieren ideas, pero no tengo nada que decir; de hecho, aunque el tema sea sumamente interesante, no logro articular una opinión. ¿Es acaso falta de lucidez? ¿Indiferencia? ¿Ignorancia? No lo sé. 

Las ideas solían brotar, sino a borbotones, pero con suficiente frecuencia para quererlas expresar en cuentos, ensayos o guiones. Antes escribía o platicaba mis fantasías literarias, fragmentos de escenas policiacas o de ciencia ficción que se me iban ocurriendo. Ahora nada. Me rasco la cabeza, camino por los parques, medito, fumo hierba y no sale nada. 

Al principio temí por mi salud mental. Tal vez estoy sumido en una depresión clínica o alguna enfermedad de la memoria. Me hicieron tests, llené cuestionarios, fui a terapia y no hubo una conclusión contundente. Fisiológicamente nada andaba mal. Psicológicamente: falta de motivación, desinterés, falta de propósito. Generalidades para un problema muy específico: ¿dónde están mis ideas?

Antes, voltear al pasado me llenaba de ideas. Escuchar a mi padre contar historias de su niñez era una fuente inagotable motivación para escribir. Quería poner en papel los diálogos, las escenas, los olores que describía. Ahora frente a mi viejo nada sucede. Lo quiero y escucho con atención, pero las historias no terminan por estremecerme de alegría o sorpresa. Incluso se fue también la agudeza mental, esa capacidad para abstraerme y concentrarme en detalles o desarrollar pensamientos más profundos. 

En una ocasión intenté recuperar la habilidad de idear cosas y tomé grandes cantidades de cafeína. Y nada. Mi corazón solamente se aceleró y pasé una noche lleno de ansiedad y malestar estomacal. Esa ansiedad ni siquiera me hizo imaginar cosas, crear escenarios ante semejante desesperación. Fue una ansiedad estrictamente física: cosquillas en el estómago, hormigueo de manos, sudoración e incapacidad para dormir. La psicóloga me dijo que fue una "idea" estúpida.

Esa noche tampoco pude tocar la armónica como solía hacerlo antes de dormir. Reproduje varias canciones y ninguna me pareció estimulante. Revise mis partituras y no logré extraer algún tipo de emoción o ganas de interpretar. Y no necesariamente me sentía triste o frustrado. Sólo sin ideas. 

De hecho, cuando suelo sentirme triste siempre se me antoja un buen trago de alcohol. Me gusta esa sensación de adormecimiento. Irónicamente, me gustaba el letargo que le daba a mi mente. Cuando regresaba del trabajo a casa siempre un buen litro de cerveza amainaba mis ganas de renunciar, quejarme interminablemente con alguien o tragarme mi insatisfacción. El alcohol simplemente me permitía poner las cosas en perspectiva. Un poco más de alcohol me ponía en la cama y a soñar hasta la mañana siguiente. 

Ahora ni siquiera sueños puedo tener. No tengo sueños dormido ni despierto. Antes, siempre soñaba con la última conversación que tenía antes de dormir. Si estaba hablando de peces, soñaba con peces, ballenas, moluscos, altamar, una marisquería, con la película de Nemo o cualquier cosa sobre peces. Si me decían que recibiría un nuevo aumento de sueldo soñaba, mientras iba en el camión, con todo lo que podría comprarme: una nueva mochila, un par de tenis nuevos para correr, ir a cenar comida tailandesa o cenar frente al nuevo equipo de sonido que me gustaría tener. Los sueños eran una especie de idea. Ahora duermo y despierto en blanco, más precisamente en negro. Cierro los ojos y ya es el siguiente día. 

Esas podrían ser las cosas malas de no idear nada. Pero también hay una extraña calma en la falta de imaginación. No es desgano como cuando estás triste y no quieres saber de nadie ni nada. Puedo estar feliz, pero sin ideas claras de por qué estoy así. También me he enojado, pero no hay ideas lo suficientemente grandes para perder la cordura. Me he enojado cuando el jabón de la ducha se me cae en el pie o cuando la lavadora estropeó una camisa, pero sin ideas de por medio, sólo son hechos provocando reacciones naturales. Y es una idea impuesta que la ropa debe importarme, porque al final sin ideas, mi enojo más bien es un rescoldo de mi pasado con ideas sobre el código de vestimenta o el valor de las cosas. 

Sin ideas la vida también va fácil. No necesito acumular nuevas y tampoco cambiar las viejas ideas, porque implicaría tener nuevas ideas. Simplemente estoy a la deriva con lo que ya he hecho durante muchos años. Cualquiera de los modelos de mis zapatos me parece bien y no distingo los detalles de unos sobre los otros. Ya no tengo esa preocupación sobre mi corte de cabello como antes. Me da igual la forma de expresarme, porque todos los sinónimos me parecen indistintos. Saludo a mi portero de la misma manera que a mi jefe o al cantinero de viernes. Y eso de no tener ideas sobre los demás me permite conocer más personas.

Anoche, por ejemplo, fui a una reunión sobre cuidado de felinos. Todos llevaron a sus bonitos gatos y en un círculo, alrededor de un veterinario, auscultaron cada parte de sus mascotas para identificar riesgos y complicaciones de salud. ¿Por qué estaba en esa reunión? me pregunté en algún punto. Pues no lo sé. Sólo salí de trabajar y vi el letrero en un viejo edificio y decidí entrar. No tenía ninguna idea o expectativa sobre lo que hacía, pero tampoco una idea que me dijera lo contrario. ¿Me explico? Al final me tuve que salir porque al preguntarme sobre mi gato, sentí cierta reticencia a mentir o dar explicaciones sobre mi falta de ideas. 

Y de hecho, esa es otra de las ventajas de no tener ideas. Mentir se convierte en una tarea prácticamente imposible y sin sentido. Hace una semana uno de mis compañeros de trabajo me preguntó si iría a su fiesta de cumpleaños. Le dije secamente que no y su mueca de disgusto no se hizo esperar. Me preguntó por qué y sin adornos, ni acertijos le dije que no quería ir porque me quedaría en casa a barrer. Se molestó y no me habló durante dos semanas. Después le expliqué todo esto que estoy escribiendo y no me creyó. La molestia se le pasó y después me dijo que no tenía que mentirle, que él hubiera aceptado la verdad, incluso si simplemente no quería ir a su fiesta de cumpleaños. Le dije que esa era la verdad, que no quería ir porque prefería ir a barrer mi casa. Dejó de hablarme otras dos semanas. Pasaron los días hasta que volvió a preguntarme si todo estaba bien, si me podía ayudar en algo; que había pasado los últimos días considerando que decía la verdad sobre mi problema para generar ideas. Le dije que todo estaba bien, que ya había buscado ayuda. Me pidió que si necesitaba algo, lo que fuera, se lo dijera. Sin mentiras, sin medias verdades, que para eso son los amigos. Lo único que pude contestarle fue: ¿para qué te haces tantas ideas? Todo está bien.

lunes, 10 de enero de 2022

El lugar del miedo y la ambición

Durante los últimos meses ha sucedido algo extraño en mi forma de pensar y se ha reflejado en lo que es este blog y en la idea sobre la que fue concebido. Con un poco de decepción pienso que mi impulso literario ha desaparecido. Las historias que tenía en mi cabeza y que quería redactar en este sitio, de pronto dejaron de ocupar espacio en mi cerebro. Fue un secado creativo, un drenado de literatura. Ya no leo ficción, ya no me obsesiono con personajes y formas de narrar una historia. No busco buenos reportajes, ni las plumas más destacadas en los medios de comunicación me interesa. Ignoro los mails que me mandan las editoriales y mi biblioteca apenas si ha crecido con nuevas adquisiciones de cuentos, novelas, ensayos e incluso ciencia. 

Todo ha sido, poniéndolo en términos informáticos, como un formateo. Se borraron mis viejas programaciones y fueron instalados otros programas que me llenaron de nuevos conceptos y formas de ver el mundo. Y esto no es una queja, es una especie de nostalgia. La literatura me llenaba así como la idea de ser un escritor, no reconocido ni profesional, pero sí reconocido por mí mismo, como alguien que se toma en serio el oficio de sentarse y llenar varias cuartillas con buenas historias. ¿Qué queda de eso? Pues esto, alguien que escribe, pero no de literatura, pero sí de lugares igual de apasionantes que los que leí en mis novelas favoritas. 

¿Cuáles son los nuevos programas instalados en mí? Las finanzas, los mercados financieros, la economía, la especulación y el mercado del dinero. Probablemente los campos más estériles de creatividad, los más vilipendiados en el mundo actual. Lugares que, con razón, y sin toda ella, han sido descritos como poco éticos, superficiales, el pináculo de la frivolidad, el utilitarismo y el materialismo que tiene sumido a nuestro mundo en divisiones profundas y desigualdades irreconciliables entre grupos sociales. El capitalismo en su nivel más extremo. 

Sin embargo, es en estos sitios donde se me ha revelado con mucha nitidez algunas de las motivaciones humanas más importantes y que también la literatura ha buscado plasmar. En los mercados financieros he encontrado un sitio donde los deseos y la esperanza atraen personas de todos los rincones del mundo. Pero sobre todo, los mercados financieros me han enseñado más sobre mi, sobre sentimientos profundos que sólo había experimentado bajo situaciones intensas. 

He sentido una ambición desmedida, ego, orgullo, pero también temor, decepción, coraje, ansiedad, insomnio y muchas cosas más. 

El trading, como se le conoce comúnmente a la tarea de especular en los mercados, creo que es igual al amor. Aunque con sus matices y obviamente guardando toda proporción. 

¿Recuerdas el primer amor? Pues generalmente es el más intenso, inolvidable y es mucho más especial si fue a una edad temprana, como la adolescencia. Ese amor es el que nos hizo cuestionar la existencia misma con ideas como: "sin ella/él no soy nada, me muero"; "si me deja, nunca volveré a amar"; "siempre estaremos juntos"; "tengo miedo de perderte, me paralizaría", etc... 

Ese amor es el que nos hizo recorrer una ciudad de un extremo a otro para reunirnos al menos 1 hora con la persona amada. Nos hizo apartarnos de la familia, amigos e incluso el perro. Nos hizo darle la espalda a todas nuestras pasiones y pasatiempos para dedicar cada minuto a nuestra enamorad@. Absorbió toda nuestra atención, noches y días. Llamadas por teléfono interminables, revisiones constantes del buzón de mensajes o aplicaciones de mensajería. 

Un amor irracional, exuberante, completamente salido del corazón y las tripas. Lleno de buenos deseos, aspiraciones y sueños de vida. Y al mismo tiempo de temor, celos, incertidumbre y volatilidad. El amor juvenil es el más parecido a lo que experimenta el trader. 

Los mercados financieros para el trader son el principio y fin de nuestro día. Nos levantamos esperando que toquen la campana y dormimos echando un último vistazo a los movimientos más recientes; los vigilamos y prestamos atención con devoción, porque los amamos. Estamos con la mirada puesta en la respiración del precio, observamos las figuras que forma y le sonreímos cuando también nos sonríe. Pero nos molestamos si un día no se comporta como lo esperamos, como si nos perteneciera. 

El mercado también nos lleva a límites irracionales, absurdos. Tomamos riesgos innecesarios, dejamos parte de nuestra vida y nos exigimos desmesuradamente. Como el adolescente que suplica por un minuto más de charla al teléfono o que cuenta ansiosamente los minutos para reencontrarse con la pareja. Y cuando no hay mercado nos quedamos sin motivo y razón para levantarnos temprano. 

Y así como comer demasiado postre empalaga, el amor y los mercados también causan repulsión. Pero no porque sean desagradables, sino por nuestra obsesión. El cariño se convierte en enajenación, el respeto se convierte en una valentía absurda que nos hace correr riesgos innecesarios. Como adolescente que empeña su tiempo por un beso; que se priva de reuniones con amigos por estar con la novia, cuando el mercado no nos corresponde con ganancias, le empezamos a culpar de nuestro desazón. Le gritamos a la computadora que algo anda mal con el mercado, que se dirige a la dirección a la incorrecta. Vemos al mercado como la representación del mal y la fealdad. Culpamos al bróker por su ejecución deficiente; maldecimos a la volatilidad. Odiamos a las noticias económicas y despreciamos al trader que hincha sus bolsillos operando en contra de nuestra posición. El amor se acaba. 

Los reproches van y vienen, la luna de miel se termina. El mercado se revela como una fuerza independiente y letal. Cuando perdemos la cabeza, el mercado es el peor sitio para las revanchas, para la adivinación, el ego y el orgullo personal. Porque regresa los golpes con más fuerza de la que podrías tener jamas. En el amor y el mercado no caben sentimientos tan destructivos.

Pero cuando se le respeta, se le escucha, se acepta en todas sus modalidades, la relación marcha con suavidad. Y viceversa, cuando uno se respeta, se conoce en las debilidades y fortalezas, el mercado parece un lugar cordial. 

Amo los mercados. Espero no divorciarme de ellos pronto.