lunes, 30 de diciembre de 2013

Capítulo 1

No sé si sentado, parado o en movimiento es más irritante esta sensación. Y no sólo para mi ánimo si no para toda la articulación. Es un ardor insoportable por su permanencia más que por la intensidad de la molestia. No es gran cosa, parece una exageración vista desde afuera, pero sólo quien experimenta la invalidez puede comprenderlo. Porque los movimientos cotidianos de pronto brotan en el panorama de la imposibilidad. Uno comienza a hacer valoraciones sobre el gusto de poder sentarse durante horas sin que la ingle quede infestada por una marabunta o caminar a los abarrotes sin petrificarse a la mitad del trayecto por una inservible pierna. Es fácil concluir que el dolor más pequeño puede convertirse en una carga inmensurable, porque altera la perspectiva del tiempo y el espacio No es el mismo dolor el que siente él al que siento yo, aún cuando se tratase del mismo síndrome o lesión. Por supuesto que tales percepciones son circunstanciales, dependen de otros factores: del clima, las horas de sueño, analgésicos, ocio, entretenimiento, compañía, soledad y minucias que pueden obsesionar como las fibras textiles del pantalón o el resorte de las bermudas. En mi caso llegué a un punto donde puedo ignorar un poco, y tan sólo un poco, la molestia.

Me siento a observar por la ventana durante la mañana, veo cómo cambian las sombras, primero son gigantescas, a la mitad del día son realmente obscuras y durante el atardecer son difusas, melancólicas.  Pero hay algo que me ha quitado el dolor, es un sustitutivo bastante entretenido. Si bien el dolor regresa apenas lo recuerdo, pero puede aliviarlo o logro ignorarlo mientras observo por la ventana. Lo que hay a través de la ventana es sorprendente de extremo a extremo, desde donde comienza mi calle y hasta donde termina obstruida por la pared de un cementerio donde reposa mi abuelo, más abajo en el mismo hoyo, sus sobrinos, algunas tías y no sé cuántas osamentas más. En la pared del cementerio siempre están las mismas personas, pasan más tiempo sobre la banqueta que yo observando por la ventana. Lo sé porque me levanto y están ahí, desayuno, me asomo, y siguen ahí, voy a pasear al perro y siguen ahí, en la tarde, en la noche, en la madrugada. Es bastante fácil inferir a lo que se dedican. Quién desearía cuidar la banqueta o una calle. Los vagabundos las usan como hotel de paso, pero ellos custodian la banqueta como si fuera su propia casa. Es su pequeña mina de oro, venden grapas, marihuana, piedra, cristal y todos sus derivados y mezclas. Ellos no son la sorpresa para mi, sé que son personas con una historia particular que los hace arriesgarse de esa manera por dinero fácil, muchos de ellos crecieron toda su infancia metidos en el barrio sin mayores oportunidades, otros heredaron el negocio, unos más fueron instruidos por su madre y hay otros que nunca he visto por aquí, aunque es seguro que se sumaron a la pequeña empresa por invitación o como inversionistas de capital. Todo ello no me importaba, incluso aumentaba mi dolor cuando los veía ahí sentados con una expresión de desprecio por la vida y por los demás transeúntes. En más de una ocasión vi cómo se abalanzaban a golpes sobre algún infeliz que decidía sostenerles la mirada. Habían compuesto un lenguaje de señas, miradas, gesticulaciones y tronidos con la boca para decidir a quien machacar, entre ellos mismos o externos. Lo anoté en una libreta, ahí hay registro del código.

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La primera vez que la vi fue una tarde bastante calurosa. A mi lado tenía un vaso lleno de agua de limón bastante agrio, un híbrido, con olor a lima. Iba a retirarme de la ventana porque la radiación estaba con toda su intensidad y el reflejo del sol sobre el toldo de los coches comenzaba a lastimar mi vista. Me bebí casi todo el vaso, pero interrumpí el último sorbo cuando vi que una gran sombrilla se acercaba desde el extremo poniente de la calle. Una mujer hermosa, que bajo una observación más rigurosa parecía de treinta y cinco años, incluso menos, pero en realidad era mayor, cincuenta y cinco, después lo supe. La primera vez, con esa sombrilla sobre su cabeza, no asumí mucho, salvo lo evidente. Un tallo trabajado con paciencia y disciplina. Me pareció envidiable desde el punto de vista de cualquier mujer, porque ella siendo vieja, más no anciana,  tenía las energías para trabajar una buena silueta y sobreponerse al tiempo, igualar a una señorita o superarla en musculatura, postura, seguridad....fantasías mías. Como contemporáneo no tenía nada que agregar. Era una joya andando sobre el asfalto caliente. Corrí un poco más las cortinas y saqué mi cabeza, desde luego ella lo notó y retiró el paraguas para regalarme un saludo risueño. "Buenas tardes" nos dijimos. Al final de la calle los de la banqueta siguieron con la mirada el estampado de mariposas del vestido, la forma de caminar era la de un jardín con movimiento. Un marea sensual incluso para seres con el cerebro bastante frito por tanta piedra. No  hubo rechifla. Todos callados y observando pasar a excelsa mujer.

Golpeé mi cabeza con el marco de la ventana cuando quise regresar al interior de la sala. Mi mujer había gritado algo, no supe a qué se refería, pero asumí que no estaba del todo contenta por mi nueva actividad. Espionaje, ella decía cuando trataba de exagerar. Estuve inmóvil durante varias horas aquella tarde, mi cadera no me dejaba acomodarme con facilidad. Tuve que colocarme varias bolsas de hielo para que se adormeciera la zona. También tragué dosis triple de medicamento. Cenamos más tarde de lo común, entre cada cada hora me asomaba por la ventana para ver si algo cambiaba en el paisaje, ellos seguían ahí inmutables y si rastro de la bella mujer. Pensé que si a la luz del día me pareció exuberante, casi mágica, de noche debería ser un espectáculo mejor.

 La carne estaba dura por razones desconocidas, como si no hubiera sido tomada con delicadeza, lo atribuí a Claudia, parecía molesta. Sabía exactamente porque, siempre lo sé; para mi no existe la idea generalizada de la complejidad de las mujeres. Son sumamente explícitas, desde luego, nos confunden las negritas y el marcador que colocan sobre las frases y actitudes.

— Estás molesta porque no dejo de asomarme por la ventana —.

Abrió las pupilas. — No —.

Insistí  — Oh sí, desde luego que sí —.

 — Bueno, es que no ayudaste para nada hoy, a veces te quedas inmóvil por el dolor, pero para asomarte por la estúpida ventana echaste todo el cuerpo sin ninguna queja o esfuerzo. Creo que estás jugando conmigo — Trató de recomponer.

 Comí el bistec sin los cubiertos, despedacé la carne con las manos y la metí a mi boca sin detenerme a beber agua. Me levanté hacia la ventana.

Comencé a incomodarme tanto por la ausencia de la señora como por mi exageración. Nunca la había visto, ni siquiera en las salidas matutinas al mercado cuando la pollería, los vegetales y la carne está acaparada por señoras de todo tipo. Invariablemente todas van al mercado, sean amas de casa de tiempo completo o no. Pero no tengo registrada a tan bella dama. Se me ocurrieron varias: una preciosa de ropa deportiva, la señora con una pronación graciosa, y que aún con ello luce unos hermosos pies sobre tacones de un decímetro; la melena de la pollería, la voz delgada de la paletería, la muchacha que va tarde al trabajo todos los días. Recordé decenas de mujeres sin identificar a la señora de la semana pasada. Era algo indigno, a mi edad, estar obsesionado con una mujer cuando son miles las que valen la pena admirar. A lo lejos, supuse que parecía un viejo ridículo rabo-verde, pero podría refutar cualquier pre-juicio sobre mi comportamiento. Disfruto las mujeres en toda su composición histórica, quiénes son, de dónde vienen, soy amante de su biología, me han hecho llorar y emocionarme con sus caricias, disfruto de su prosa cuando caminan, cuando cantan, cuando se maquillan; sé dejar que se marchen, sé amarlas, sé respetarlas, sé intercambiarlas, sé sustituirlas y sé ignorarlas. Esta última, no pude. Y lo que más cala es que sólo tenía un recuerdo de apenas unos segundos, las mariposas de aquel vestido que cubría una escultura perfecta.


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Pasé dos días más esperando en la ventana. No la volví a ver, pero encontré algunos distractores interesantes. Aprendí las rutinas de cada uno de mis vecinos y los que viven más allá del cementerio, pero que usan la calle como camino diario. Por las mañanas hay un viejecito con menos energías que las mías, pero voluntad suficiente para transportar cartón de todas las abarroterías de la colonia. Muy temprano comienza con dos cajas de huevo, por la tarde, y con la espina más erguida que en la mañana, lleva una pila inmensa que supera su tamaño por medio metro. Es una hormiguita desde mi ventana. Un pequeño reloj, que da varias vueltas por la calle. Me pregunto si ha de vivir del reciclaje o solamente es un anciano hipnotizado por la repetición, de esas obsesiones que florecen cuando la vida está apunto de terminarse (como mirar por la ventana).

También me enteré de alguien que asoma, menos sistemática, pero ansiosa por descubrir un nosequé; la señora de la tienda, que a cada rato, gira la cabeza cuarenta y cinco grados y sale por algunos segundos entre los barrotes que protegen la tienda, como esperando algo que suceda en cualquier momento, una explosión, un asesinato o mucho peor, con toda la intención de armar juicios y rumores espléndidos. Es una chismosa. Y luego veo en las madrugadas llegar una camioneta con instrumentos musicales: percusiones, metales, teclado, un cencerro, una guitarra y algunos amplificadores y ecualizadores. Siempre antes de meterse a dormir saca un poco de mariguana, la enciende con la mayor calma, la fuma y mete los instrumentos a casa. Entre todo es vaivén no he logrado si quiera una vez ver pasar a la señora.

Mirar por la ventana me ayudó a conocer mejor la vida de mi calle, sus momentos más lánguidos. Sé que la madrugada es sensual de extremo a extremo. Que los vecinos se hacen el amor entre veinte y treinta minutos, y que los jóvenes se masturban durante toda la noche; que los amantes lo hacen en el auto y tiran las servilletas en el contenedor de alguien más. En las azoteas los gatos maúllan en coro hasta que son interrumpidos por alguien que sube y fuma un poco de piedra. Los perros desentonan un poco más el errático ritmo de la noche. El amor, la adicción y los animales en un mismo sitio cubiertos por un firmamento que no logra iluminar a la mujer que estoy esperando. Se han acabado cuatro películas y la mujer no aparece. Espero que se presente aunque sea en forma de sombra. Comienzo a desesperarme hasta que recuerdo que así se pierden las batallas. Jalo la mayor cantidad de aire y pienso en el día de mañana donde las probabilidades repitan el suceso. Que venga sólo un día más. Camino de puntillas hasta mi habitación donde mi mujer tampoco logra dormir, está calculando la cantidad de horas que han pasado desde que terminamos de cenar, vimos la televisión y me senté a observar por la ventana. Sólo hace un cálculo porque no quiere enterarse de las horas que he desperdiciado a solas mientras ella está postrada en la cama.


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El café estaba aguado, bastante mediocre y con un sabor a rencor. Hace años que no probaba un café así, lleno de celos. El grano, si es que lo filtró, lo echó con furia a mi taza, una taza astillada que no habíamos usado en años. Estaba demasiado azucarado bajo la enmienda de empalagarme y que lo dejara ahí sobre la mesa para gritarme que nunca termino nada. Lo bebí todo de un jalón para no caer en el juego. Ella sólo recogió la tasa junto con los dos platos y las cucharas de plata. Aunque no podía ver su rostro, sabía que se descomponía como una pequeña vela, unas lagrimas pequeñitas bajaban por su mentón, a pesar de que su cuerpo mantenía una postura orgullosa. Era probable que muriera de celos, pero no me importó. Regresé a la ventana.

La calle estaba desierta, los domingos todo se suspende en un acto de recuperar energías. Los malandros de allá atrás no salieron en bastantes horas, no hasta que los nervios se restablecieron un poco, pues toda la noche fume y fume. Casas más atrás sólo veía una pequeña escoba tratando de barrer lo imposible, el polvo interminable de una calle asquerosa, que los vecinos no saben cuidar. Doña Ny parecía no importarle barrer todos los días el mugriento piso que dejaban los niños y borrachos del fin de semana.

Me puse los mocasines y bajé a platicar un rato con ella. No recuerdo exactamente de qué hablamos, porque era irrelevante almacenar esa memoria. En esa charla nada era más importante que la bella mujer acercándose a nosotros. !Eran conocidas¡ Muy educada se presentó - Noemí -, tendió la mano y me permitió rosar su mejilla, olía a crema dental. No puse atención en el diálogo, tampoco sé que dijo Noemí, pues me parecía más emocionante estar tan cerca de aquella mujer que cualquier otra cosa. No podía dejar de asentir y mirar directamente sus ojos, no sé si se incomodó.  En un acto reflejo giré la cabeza hacía mi casa, y en la misma ventana donde asomé durante semanas estaba el rostro más desencajado que jamás había visto en mi esposa. Me vino a la menta aquella vez que su madre murió, sólo existía un comparativo para esa mueca. Un semblante de decepción y furia como cuando es irremediable un asunto. Pues me quedé ahí sonriendo.

No podía sentirme más feliz aquel día.

En la casa puse un poco de música, se reproducía en aleatorio, según como se había descargado desde hace ya un año. Las primeras canciones era una sorpresa para mi; en formato digital grabaciones que yo consideraba inexistentes. Mi hijo ayudó a conseguirlas y después me mostró cómo obtener música desde Internet. Al principio creí tener material suficiente, fue el cabo de dos meses que ya no cabía la música en mi vieja computadora, compramos otra y hoy tengo más de diez mil canciones. Nada mal para un viejo como yo. Puedo animar cualquier fiesta no importa la ocasión. Y ese día era especial, como si tuviera una necesidad natural por melodías apacibles. Tenía una sensación adolescente que no podía describir. Opté por la música instrumental. East-West de Paul Butterfield. Qué canción. El bajo haciendo sintonía perfecta con mi corazón, la lira haciendo mover mis dedos sobre la clásica guitarra de aire, luego la armónica. Una explosión perfecta de juventud. Me sentí varios años atrás, claro, sin la barba blanca, con más cabello sobre la frente, sin el dolor de cadera. Al primer solo de guitarra cerré los ojos y terminé de escuchar la sesión pensando sobre otros posibles momentos de encuentro. Tenía mayor información. Sabía que conocía a mi vecina de años y nunca la había visto en la zona, seguramente a penas cambió su domicilio, pensé. Ideé un plan para contactarla nuevamente, pensé en buscar a la vecina y pedirle su teléfono o dirección para nosequéestupidez.

Ese noche dormí muy poco, no fui a la cama, estuve sentado sobre el sofá con la ventana abierta y el viento de bruces sobre mi vieja cara. Fueron y vinieron las canciones para darle color a mis nuevos planes. Salir con ella, pasearnos en algún bosque periférico de la ciudad. Pensé sobre lo que haría temprano, encerar el coche, aromatizarlo, usar un saco especial, dejar los lentes sin motas de polvo, acomodarme el cabello para el lado contrario.

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No imaginé lo grave de la situación hasta que caí en cuenta  que se había ido de la manera más inesperada y violenta. Mientras dormía en el sofá ella debió tomar lo mínimo y largarse. Sólo fueron algunas prendas, pero todo su dinero. No tomó el mío. En un gesto socarrón, así pensé, dejó tendida la cama del lado izquierdo, donde ella dormía, la otra parte quedó corrugada. El tocador se quedó prácticamente vacío, porque todo lo que había ahí era una colección de cremas, polvos, cepillos y peinetas. Se quedaron algunos zapatos, desde luego, aquellos que le regalaba en navidad, cumpleaños y aniversario. Vistos fuera del conjunto que ella había coordinado parecían añejos pasados de moda. Ella debió permanecer despierta toda la noche para vaciar el guardarropa sin que le faltara tiempo. Porque eran muchas las prendas que compactó, hizo cuadrito y metió en tres maletas grandes.

No supe qué hacer en por lo menos dos horas. Estuve caminando hacia el teléfono para marcar su número, el de su hermana o simplemente esperar a que me gritara desde afuera para que le ayudara a abrir la puerta que nunca cedía con facilidad a su llave mal esmerilada. Al final no hice nada porque era parte de lo inevitable, si mi determinación consistía en salir y escaparme con la vecina no había ninguna posibilidad de seguir con mi mujer. Tarde que temprano tendría que enfrentarse a mi legítima decisión, no importa si gritara, implorara o amenazara, yo seguiría por el camino señalado y su desgracia no formaría parte de mi nueva vida. Sí lamenté que treinta y cinco años se escaparan por la puerta sin que yo pudiera hacer algo, pero los resultados espontáneos no existen, son la suma de muchos factores, y si mi matrimonio habría de podrirse no pudo ser en mejor momento, en aquel donde he visto a la mujer más perfecta desde hace décadas. No puedo negar que amé a mi mujer como pocas personas, pero es un hecho conocido por muchos que los últimos años fueron agrios. Ya no había peleas, no caricias, tampoco mucha charla, se estaba evaporando frente a nosotros el compromiso que supusimos duraría toda la vida. Fuimos viejos que pensamos estaríamos fundidos para siempre. En alguna ocasión le conté que si ella moría primero en la casa, me tendería a su lado con alguna pastilla en mano esperando que mi corazón se calmase; después nos reímos pensando en el olor que saldría de la habitación y cómo los vecinos se alarmarían por dos ancianos descompuestos; además de que alcanzaríamos la primera plana de algún periodiquito.

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Hice la llamada a mi vecina. Con toda amabilidad me dio el número telefónico. Al cabo de quince minutos no pude formular ningún plan, me arriesgué esperando que la improvisación diera respuestas. Contestó en el segundo intento, sin muchas explicaciones la invité a salir, no agregué líneas de presentación, tan sólo un buenastardes. Me dijo que no podía salir esta semana, tenía actividades programadas hasta el fin de semana. Simplemente colgó. Después de la llamada una sensación extraña circuló por todo mi cuerpo, escalofríos intermitentes y debilidad generalizada. Me sentí rechazado, profundamente, y luego solo. No me quedó otra opción más que dejar de pensar y sentir mi lengua tratando de mojar los labios secos y partidos. Preparé un vaso de brandy con muchos hielos. La tristeza me hizo pensar sobre mi actual situación: había sido abandonado. La soledad no es una sensación que me disgustara del todo, es más, la disfruto, pero tenía ganas de estar con alguna mujer, aunque sea mi esposa. Hubiera llorado pero.... pensé que estaba siendo realmente ridículo. Cuando me siento ridículo alivio la sensación pensándome desde fuera, me pregunto cómo me veo sentado con las manos apretando la cara y gimiendo sin que nada se pueda hacer, qué sentido tiene permanecer sentado sin hacer nada; cómo me veo de estúpido llorando mientras todo sigue en marcha. 

Llevé los vasos a la cocina, acomodé la botella en el trinchador, tiré los ganchos de su ropa a la basura, sacudí los muebles, aspiré la alfombra, limpié las manchas de grasa del vidrio de la ventana, barrí el azulejo de la cocina, me quité los pantalones, la camisa y los calcetines, me tendí en la sala y pensé dos horas más sobre qué haría. Se hizo noche muy rápido, la brizna se clavaba por la ventana sin que yo resolviera qué hacer. Miré el reloj y esperé a que sucediera algo donde yo no formara parte activa, que supiera a través de una llamada dónde está mi ex esposa, o lo más fantástico, que hablara Noemí pidiendo retomar la salida. Nada sucedió.

El piso comenzaba a sentirse realmente frío, no quise levantarme, me arropé en posición fetal sobre mi costado derecho. Antes de acomodarme grité. El dolor de mi cadera se extendió por toda la nalga, la espalda y la pierna. Estiré las piernas con delicadeza, giré hasta tener el pecho hacia el techo y jalé todo el aire que pude, cerré los ojos y exhalé esperando que el aire frío de la madrugada tuviera un efecto analgésico, algo que me pareció estúpido porque las pastillas estaban a dos brazadas sobre la mesa de centro. Quise incorporarme, pero mis nervios estaban comprimidos, podía sentir los músculos de mi cadera endureciéndose como protección para evitar más movimiento. Lo único que logré fue arrastrarme con mis brazos hasta alcanzar las pastillas. Tomé cuatro sin agua y esperé a que hicieran efecto.

La intensidad del dolor bajó como tres escalones en menos de una hora, pero quedaron remanentes sobre todo en mi lado derecho, me di masaje durante unos minutos. No podía concentrarme, la pierna estaba infestada de hormigas, ya ni la presión de mis manos ayudaba. Estaba molesto. No pude hacer nada más que dormir sobre la alfombra. La luna no me pareció como en los poemas o películas donde es gigante, desde el piso lucía pequeña, muy pequeña.

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Desperté por el sonido de alguien tocando la puerta. Sonreí por la obviedad: había regresado, tan sólo una noche y ya estaba de regreso. Eso es lo que sucede con los exabruptos. Se gastan tantas energías para obtener resultados mediocres, después uno tiene que recapacitar y admitir el error. Permanecí acostado dejando que insistiera por un rato más. Dejó de sonar la puerta, no pude evitar la curiosidad, corrí hasta la entrada y me asomé. "

— Pensé que no había nadie, Don. Aquí le dejo los pantalones que mandó su esposa a recortar . Dije gracias. Qué pantalones tan más feos, los tiré y fui a darme un baño.

Con el champú sobre la cabeza vinieron una docena de ideas sobre cómo recuperar la senda de nuestro amor. Algunas eran sutiles, teatrales; las otras eran pragmáticas y tradicionales. Al final resolví asearme, rasurarme, emparejar el vello, acicalarme y ponerme la mejor ropa. Deduje que lo mejor sería ir a su casa, confrontarla, apostar todo, esperando a que ella accediera a salir conmigo. Si no lo hacía de ese modo no habría posibilidad de mejorar los resultados. Sin ella no esta dispuesta a salir conmigo en absoluto, me expongo a desperdiciar tiempo y a desgastar mis emociones; si lo hago por la vía directa, el revés dolerá, no obstante, me tendré que resignar y tendré más tiempo para recuperarme. Salí con uno de mis trajes favoritos, gris rata, así le decía mi ex esposa; zapatos negros opacos y un pantalón del mismo sentimiento apagado, pero elegante.

Caminé por la calle tratando de irme por la sombra, el calor estaba pegando directo sobre mi cabellera engominada. A cada cuadra sacaba el pañuelo para quitarme el brillo, si podía me detenía frente a un ventanal y examinada mi atuendo. Desde hace varias décadas no estaba nervioso por una cita. Traté de traer la peor memoria para que mis expectativas se mantuvieran altas, además parecía una buena estrategia saber que las cosas siempre pueden ir peor y aún así siempre se sale avante. Sólo se me ocurrió pensar en la preparatoria.

Lucia y yo estábamos en la misma fiesta, era una reunión de parejas formales o aleatorias que iban acomodándose según la atracción y el número de vodkas. Al parecer ninguno de los hombres de ahí llenaban sus expectativas, pues no bebió ni un sólo trago para complacer, bebía a su propio ritmo y lo interrumpía de una manera tan irregular que parecía estar harta de la fiesta. Al final nadie le hizo caso y todos se liaron con cualquier otra persona. El departamento se lleno de parejas y nones, a ratos unos se besaban, luego intercambiaban pareja, se multiplicaban y crecían exponencialmente sobre la alfombra del departamento. Al final yo quedé esperando que algo sucediera con Lucía. No hablamos en toda la borrachera, pero tampoco nos evitamos. Estábamos sentados uno frente al otro examinando qué hacía cada quién con la mirada, si se perdía en el fondo del vaso, si se exaltaba con los senos, penes y nalgas de los demás o si coqueteaba esperando que alguien tomara la iniciativa: Que lanzara el vaso de vodka y nos fundiéramos con la orgía. Fue después de un rato cuando ella me sonrió y con la misma mano que sostenía el vaso me indicó que me sentara a su lado. Cuando me levanté de mi silla supe que estaba ahogado en alcohol, trastabillé y caí sobre la silla exagerando el movimiento. Ella se río y me hablo sobre las ocasiones que nos habíamos visto en la prepa y nunca hablamos. Argumenté que esas ocasiones habían sido inadecuadas por la premura, la congestión de los pasillos; siempre hubiera querido verla a solas en una ocasión que permitiera decirle lo mucho que me gusta. Hablamos poco antes de besarnos. Caminamos tomados de la mano hasta el cuarto de televisión y nos tendimos bajo una ventana. Tomó la botella que estaba sobre la televisión y le arrebató un trago muy grande, pasó la mitad del licor y la otra parte la pasó hasta mi boca en un beso de alcohol barato. Mi estómago vibro y se plegó hasta mi espina, sentí los ácidos subiendo por todo el tracto hasta la boca de Lucía.

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Llegué al número treinta y tres, apreté todos los músculos y caminé hasta la puerta. Toqué el timbre dos veces, una corta y una larga. De la puerta salió un hombre de cabello cano, mucho mejor peinado que el mío, sonrió y me ofreció ayudarme en lo que pudiera. Le pregunté por Noemí, rápidamente giró la cabeza y la llamó. En un momento viene, me dijo. No me ofreció pasar ni solicitó más información, me extraño tal cortesía sin precaución. Ella caminó por el pasillo hasta la puerta, antes de saludarme sonrió y dijo al aire algo sobre una charola de cerámica. Regresó por el mismo pasillo y entró a una habitación que sin duda era la cocina. Me dijo, qué bueno que vino, aquí está la charola de su esposa, muchas gracias.  El hombre no se fue durante la brevísima reunión. Levanté la voz, no venía por ésto, quisiera hablar un segundo con usted, Noemí. Qué desea. Esos cuatro ojos esperaban observar alguna respuesta, incluso, me pareció que giraron un poco el cuello para apreciar mejor mi réplica. Me pareció injusto tener que hablar de algo privado frente a un tercero, me enervé y opté por dar la vuelta. Ellos se quedaron observando por muy poco tiempo, cerraron la puerta como si nada hubiera pasado.

 Esperé un taxi, le pedí un minuto más antes de subir. Caminé hasta la entrada nuevamente y lancé con todas mis fuerzas la charola. Subí al taxi y le pedí que me llevara a cualquier dirección que no excediera cien pesos. Iba echando humo, me pareció grosero, la actitud más despreciable que puede tener una mujer, rechazar a alguien que se interesa por ella. Ni que fuera besarle frente a su esposo, no tenía intenciones de sobrepasarme, si quiera tocarla. Además regalar una charola con tal de salir del "embrollo", hay formas más sutiles, un no tengo tiempo, una invitación a pasar para luego sacarme con la misma charola, pero con una impresión de cortesía. Qué tal y si sólo hubiera salido hasta la acera y hacerme preguntas de mi esposa, formular algún plan entre parejas... lo que sea, lucir natural.

El taxi recorrió una decena de calles hasta que entramos al centro de la ciudad, después llegamos a un parque bastante aseado. El chofer me recordó que habíamos alcanzado el límite propuesto. Le di las gracias y pagué con un billete nuevo. La ciudad me pareció amplia y grande, tantos kilómetros para recorrer caminando o en auto. El clima estaba inmejorable, ahora podía caminar de regreso. Giré con la cara hacia el sur y caminé por toda la ruta que trazó el taxi. Tenía mucho que pensar, tenía que concluir mi actual situación. No podía quedarme estático frente a mi separación y el rechazo.

Pasaron frente a mi innumerables ideas, muchas de ella vagas e irreales, en todas ellas yo no participaba directamente, si no eran sucesos fortuitos. Que Noemí o mi ex esposa hicieran algo.  Me desesperé pensando que toda mi vida he sido bastante apático. La mayoría de mis relaciones pueden resumirse a una colección de mujeres bastante proactivas, ellas toman las decisiones sin importar el tamaño, elegir la comida, el color de la casa, a qué hora regresar de una fiesta, a quién invitar, qué posición usar. Aquellos detalles ahora parecían meteoros que han erosionado mi carácter.

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