lunes, 22 de julio de 2019

Dibujando, cantando y bailando

Can I tell you a story of a lady so meek?
Fought her battle alone with love
Had no armor, no weapon, no desire to flee
But a power so deep inside, preside to us all
I see a star, how strong it was
And still, somehow, we seem to fall

Kamasi Washington

La mayoría de las veces estábamos sentados en el piso con la televisión encendida y el volumen a todo lo que daba. En esa sala estaban regados por doquier los zapatos, faldas, vestidos y mini accesorios que traían consigo las muñecas de su hermana. 

Las recogía donde quiera que estuvieran botadas. A su hermana no le interesaban tanto como a él; ella las aventaba detrás de la lavadora, bajo la cama, en macetas, en el baño o donde fuera. Él, todo lo contrario, las trataba con cariño. Sentado en la esquina del sofá, tomaba un pequeño cepillo y les arreglaba el cabello sintético, nudo a nudo; con mucha paciencia, suavemente para no lastimarlas, colocaba pasadores o amarraba con una liga la cabellera hasta que pudiera manipular los cuerpos sin dificultades. 

Despojaba una a una de los accesorios color pastel. Ponía los juguetes de niña en el piso y ahí permanecían desnudas durante horas haciendo fila hasta que llegara su turno de vestir un nuevo atuendo. 

En ocasiones el cambio de ropa era improvisado, otras veces era muy bien planeado y bosquejado en sus cuadernos de la escuela, tal como lo haría un diseñador profesional. Los dibujos daban origen a prendas muy ceñidas, escotadas en la espalda y en el pecho. Él no tenía más ayuda que una vieja pluma de tinta negra, la cual era suficiente para revelar texturas, pliegues, cortes y todo lo que requería el vestido. 

Provocadores, sensuales, sexuales o atrevidos son adjetivos que hoy utilizaría para describir sus dibujos, pero en aquellos años sólo veía ropa obscura y dibujos muy bien ejecutados. Una imaginación que se desbordaba en el papel y que no conocía a alguien más que lo hiciera con esa facilidad. 

Por supuesto, eran trazos que había aprendido de las caricaturas, de Sailor Moon y otros animes japoneses. Líneas suaves, narices pequeñas, ojos grandes, mentones angulares, frentes pequeñas. Elementos que habrían de estar siempre en cada página de los cuadernos que llenó de princesas y modelos con piernas inmensas y cintura diminuta. Su arte se alimentaba todas las mañanas de aquellos programas de televisión, que miraba con un plato de cereal en las manos; consumía capítulo tras capítulo de Sailor Moon, su serie favorita. 

Y no sólo en el cuaderno capturó toda la esencia de aquellas mujeres ficticias. Las postura, el juego de manos sobre la cara, los movimientos de cabeza, los tonos agudos de las voces; también la seducción de Tuxedo Mask, la elegancia y el porte para vestir pulcro, fueron características que pasaron a ser parte de él. Tomó la estética del ánime y la replicó en su apariencia cuando llegó a ser mayor. 

También yo disfruté de aquellas mañanas de ánime; comí cereal, lo observé dibujar y vestir muñecas. Me quedé fascinado con la cantidad de proyectos que emprendía y todos eran finalizados con éxito y creatividad. 

Nunca le pidió ropa para vestir a las muñecas a su mamá —aún no tengo claro si era por pena o porque no existía ropa que reflejara lo que a él le gustaba—, pero lo resolvía con el material más simple, que nunca se me hubiera ocurrido a mi: cinta de aislar. 

Tomaba a las muñecas por la cintura con una mano y con la otra comenzaba a desenrollar y luego enrollar la cinta negra por toda la figura. Por debajo y por arriba, donde fuera necesario cubrir, lo hacía. Cortaba, apretaba o rehacía el recorrido de la cinta hasta que el nuevo vestido quedara como ya lo había visualizado. Confeccionó faldas, pantalones, vestidos de noche, ropa de verano, blusas con mangas, sin mangas, guantes y decenas de diseños más que nunca había visto en mi corta vida (ocho o nueve años, tal vez). 

Las muñecas cobraban otra personalidad, de pronto eran mujeres con más edad, que provenían de otros sitios, que iban a otros lugares. No sé si tenían una historia, nunca me lo expresó, ni yo le pregunté. No interactuaban entre sí, no conversaban, no simulaban situaciones, no hacían nada; esas muñecas no eran los juguetes que había visto cientos de veces en manos de mis otras primas. No eran juguetes, eran modelos o maniquíes solamente. 

Para mi no era extraño, pero no faltaban los familiares sorprendidos al ver las muñecas ataviadas de negro. Otras personas sonreían; otras reían por lo novedoso; otras reconocían el talento de mi primo. Otras le decían «pinche puto». 

En ese entonces yo no comprendía del todo el concepto de puto; sí como un insulto, pero no con la connotación que cuestionaba a mi primo. No intenté entenderlo, ni me preocupó. Continué cerca de él, mirando sus dibujos, las muñecas y todas las demás manualidades que realizaba. 

Su creatividad no terminaba con las Barbies se extendía a la plastilina y la pasta epóxica. Eran esculturas, cuerpos de mujeres del renacimiento. Algunas más voluptuosas que otras, pero todas muy reales y heladas por las horas que pasaban en el refrigerador, junto a la carne, hielos y el pozole congelado. 

Su casa era un taller donde florecían todo tipo de expresiones. También había mucho baile y canto. La música era el complemento de las manualidades, pero de un modo más estruendoso. Lo que eran movimientos de mano suaves sobre papel; con la música, los movimiento de mi primo, eran frenéticos, saltaba de un lado a otro y se sacudía con fuerza. 

Imitaba como podía las notas agudas de Sarah Brightman, los fraseos de Ana Torroja, de Aqua, Britney Spear y otros ídolos pop. 

Las coreografías era emuladas en los detalles más finos: los brinquitos, las vueltas, los dedos de las manos, el movimiento de pelvis y cadera. Todo lo que veía mi primo era reproducido como espejo. Con el tiempo su coordinación mejoró y los movimientos se fueron acumulando en su colección de pasos. A la fecha, cuando lo imagino bailar, estoy mirando al niño de aquella época con quien pasé horas disfrutando de mi infancia, de una forma que no conocí con otros niños, primos y familiares. 

Y como si no fuera suficiente la escultura, el dibujo y la danza, el cine también ayudó a moldear su personalidad. Todas las películas de Gloria Trevi las repitió decenas de veces en aquellos años. No recuerdo si fue mientras él estaba a punto de entrar a la adolescencia o ya estaba en pleno sobre esa edad turbulenta. 

Vi sus películas favoritas en la misma sala de siempre, donde jugamos también juegos de mesa y donde simulamos que era la primera parada en una casona de terror. Recuerdo las transmisiones en televisión abierta y también las copias piratas que había conseguido o había grabado desde su reproductor VHS. 

Las películas de algún modo ayudaron a darme cuenta que había una diferencia entre él y yo, pero no con toda claridad. Cuando él escuchaba, y luego imitaba, la música, movimientos y modos de Gloria, yo era atraído por la minifalda de la cantante, su caderas, piernas y labios. 

Mi primo cantaba «no estoy loca, no estoy loca, solo estoy desesperada» y yo sólo seguía mirándola. Una mujer real, ya no de plastilina, ni dibujada, una actriz guapa y con un bello cuerpo. En formas distintas, los dos queríamos a Gloria. 

Terminó mi infancia y me convertí en adolescente y nos distanciamos un poco, nada grave, lo natural de dos caminos que se van abriendo para después encontrarse con el tiempo. Él ocupado en sus propios asuntos y yo también. 

Y aunque no volvimos a jugar como cuando niños, se creó un vínculo de otro tipo. Conocí a una novia y fueron grandes amigos. Tuve otra novia más y no lo fueron tanto. Una más y nuevamente nació una amistad. Como si su amor hacía mi floreciera en amistad con la gente que me rodeaba. Siempre me preguntaba cómo me iba con ella, cuándo nos íbamos a ver. Siempre atento, las escuchaba, las hacía reír. Todo siempre con energía. 

Me hubiera gustado conocer cómo era su amor de pareja. No lo sé. Hubiera sido divertido. No fue así, pero seguro que amó con intensidad, porque esa es una palabra que bien lo podría describir. Si no gritaba, no cantaba; si no hacía vibrar el piso, no bailaba; si no apretaba los puños y los dientes, no estaba lo suficientemente enojado; si no estaba peinado, colocado en la mejor pose, no estaba capturando una buena foto. 

Ricardo, te voy a extrañar. Y ninguna hoja puede ayudarme decir cuánto te voy a extrañar, cuánto te admiro y cuánto aprendí de ti. 

Me siento triste, pero agradecido de tenerte como primo, como una parte importante de mi infancia, como la persona que veía muy seguido y siempre me regresaba una mirada y un saludo, no importa lo aprisa que fueras. Gracias por haber estado en mi vida y hasta luego.