martes, 29 de abril de 2014

Plata

Tomaron el autobús por la mañana, muy temprano. Estaban adormilados porque no pudieron conciliar el sueño una noche antes por la planificación, sobre todo los aspectos posteriores al robo. Tenían el pitazo de un  policía que estaba asignado a la custodia del lugar. Además él era local, conocía bien dónde esconderse en una ciudad laberíntica e inclinada como esa. Todos estaban confiados en la información que había proveído, no había posibilidades de trampa pues en ocasiones anteriores el más viejo del grupo había trabajado con él. Recuperar toda la información posible llevó dos semanas, el policía había filtrado hasta los detalles más pequeños como valor estimado de los objetos, sentido de las calles, escondites provisionales, los casilleros, todo... Lo peor que podía suceder era no robar lo suficiente o ser tan estúpido como para ser atrapado en la etapa de "reposo" como la habían nombrado: permanecer ocultos durante dos semanas hasta que las averiguaciones se asentaran por escrito en algún archivero coordinado por la incompetencia. Lo demás sería como el inicio, tomar un autobús pero de regreso. No importa cuántos pudieran regresar, pero si alguien tuviera que quedarse sería problema individual. El trabajo es colectivo con consecuencias privadas.

Cada uno asumió ese juramento en la forma más civilizada. Todos aunque sabían que no hay garantía entre delincuentes, sin embargo, hicieron espacio para la duda por tratarse de profesionales. No es el mejor término para ser empleado, pero la mayoría tenía un historial excepcional en las actividades criminales de poco impacto. Ninguno había sido detenido una sola vez o siquiera acusados en alguno de estos delitos: Robo a mano armada sin disparar una sola vez (Vaya que se necesitan nervios de acero, es común creer que no son obligatorios por la ventaja evidente, pero en realidad puede ser igual de difícil apuntar que asumirse como muerto). Venta de drogas a domicilio y en la oficina, sin ninguna denuncia debido a un sistema riguroso de elección de clientela, acaudalados con temor para acercarse a un dealer de la calle, bastante sui generis este mercado. Uno de ellos había perfeccionado un oficio olvidado por el cinismo, el robo de carteras en transporte público. La clonación de tarjetas de crédito era la actividad más sofísticada entre todas. El robo de material para reciclar: cables de cobre, tapaderas de alcantarilla y lo que fuera. Cinco sujetos conocidos entre sí con domicilio en la misma zona. Quien no fuera criminal viviendo en aquel barrio es por convicción no por falta de condiciones. 

Se acordó que en la terminal de autobuses nadie hablaría con otro integrante del grupo, todos comprarían a destiempo sus asientos, y aún cuando terminaran sentados uno junto al otro, nadie cruzaría salvo palabras de cortesía. Estaba permitido mezclarse con los demás pasajeros, ser cordial, ser malhumorado, ser torpe, como sea que fuesen, pero en la forma más natural. Evitar cualquier comportamiento que pudiera vincularlos; todos sabían que las personas son poco observadoras, la mayoría de ellas van sumidas en sus propios asuntos como para descubrir una banda criminal por muy obvia que sea. Parte de la logística era hacer contacto con las personas, mientras se pudiera y pareciera necesario, para cuando llegaran las preguntas "¿Usted vio algo raro?" "¿Notó algo diferente?" no hubiera posibilidad de aportar información vital salvo "Pues no, me pareció alguien muy tranquilo" "No le presté mucha atención" "Me invitó un chicle, nada más".

El día de la partida, en el autobús, ninguno pudo conciliar el sueño. Trataron de mirar la televisión sin concentrarse en la narrativa. Pasaron las horas con la mirada sobre el asiento de enfrente o por la ventana. El camino era espléndido, el autobús subía entre los cerros para descender en una pendiente constante donde el motor apenas si se esforzaba. Cruzaron la periferia de Cuernavaca, sin ningún esfuerzo atravesaron la ciudad, las zonas residenciales, los invernaderos, los indígenas vendiendo productos rancios. El más joven de ellos,"El Roba-carteras", no dejó de observar el cambio de color que sufría la flora a medida que se consumían los kilómetros; todo era verde hasta convertirse en un tapete cobrizo por la aridez que se iba ampliando conforme se acercaban a la zona cerril. Observó los esporádicos individuos que caminaban sobre el acotamiento e imaginó lo libre que era estar allá afuera. Si alguien decidiera arremeter contra ellos sólo tendrían que tener la tenacidad para correr y ocultarse entre la sierra; qué son las pequeñas riquezas en un lugar lleno de ellas; de nada sirven las leyes si a cada hombre se le separase por un kilómetro de distancia sobre aquel páramo. Por instantes sonrió a su propio reflejo del vidrio por las reflexiones que había logrado, después sintió nervios, otra vez.

El autobús llegó a las once de la mañana. Descendieron y se perdieron entre la multitud. Nadie le dirigió la mirada al otro, salieron con la inercia de los turistas, era un sábado espléndido. La reunión sería durante todo el día -con el fin de evitar sospechas en el punto acordado- entrarían separados por un lapso de tiempo indefinido, lo único importante era llegar antes de las siete. Podían gastar tiempo entre las calles empedradas, visitar las iglesias o tomar un helado en la explanada principal.

Una vez que se perdió entre el tumulto se dirigió sin rumbo fijo a cualquier calle que le pareciera atractiva. Rapidamente se dio cuenta del calor intenso que tendría que soportar. El sol se extendía por todos los rincones, ni siquiera la sombra refrigeraba lo suficiente. Las personas locales parecían incómodas por el calor, tal vez no por la radiación si no la cantidad de personas que invadían sin respeto el espacio que en otras fechas es apacible. Ningún visitante quería quemar su piel, utilizaban la gorra como abanico para aminorar el efecto de los rayos. Las tienditas estaban abarrotadas por la venta de agua embotellada.

A una de las tiendas entró el joven "roba-carteras", pidió una botella grande agua, pagó con el dinero exacto y salió a un lugar más calmado. Caminó hasta el final de una calle y desde ahí observó la plazuela que habían comentado. Bebió tragos pausados para no provocarse un dolor de cabeza. Se rindió ante el bochorno, sin mayor remedio apuntó su rostro de lleno a la luz del día, cerró los ojos. Piensa sobre qué pasará con todo el dinero, las posibilidades de hacer se multiplican cuando se tiene dinero. Recuerda la primera vez que robó una cartera. Fue tan fácil como sacarla de la mochila en la que estaba, sin escándalo, sin testigos. Todo ha sido tan simple como causar una distracción y despojar a alguien de todo lo que ganó en tres semanas ininterrumpidas de joda. A nadie le gustan los delincuentes, pero es increíble ser uno. Tal vez con suficiente dinero, piensa, dejaría de hacerlo. Se dice, no creo en la suerte ni en el destino, pero las probabilidades de que algo malo me pase aumentan cuando un suceso se repite indefinidamente durante un periodo de tiempo muy largo, llevo suficiente tiempo, se pregunta en tono de respuesta.  Si sigues cruzando una calle con los ojos cerrados, por muy poco tránsito que haya, serás golpeado. Qué haría con dinero si no sé hacer nada más.

En una ocasión trabajó por dos semanas en una carnicería como repartidor. Después se robó la bicicleta del dueño y no regresó nunca.

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A la casa llegó primero el más viejo de todos, el que roba material de reciclaje. Se acomodó ampliamente por la casa, descargó el contenido de su mochila: una cobija de bebé, dos botellas de agua y un topper con champiñones marinados en salsa inglesa. Se acostó y reprodujo desde su celular una  salsa, una cumbia, una huaracha y un corrido. Las cuatro canciones pasaron al menos dos veces antes de que el sueño lo venciera. Soñó con la película del autobús en una secuencia nueva, el final al principio y extractos de otras películas. No pudo finalizar la cinta porque alguien tocó la puerta a pesar de la instrucción de dónde obtener la llave.

Cuando abrió la puerta no pudo hacer otra cosa más que reclamar

- Qué te pasa. Quedamos donde están las llaves. ¡Pendejete!.-

- No.-

Era el repartidor de droga a domicilio. Un cínico de primera, de todos ellos fue quien su ingreso al grupo costó un pequeño debate, precisamente, por su cinismo. Nadie argumentó algo contra su trabajo; de forma velada apreciaban su manera de ganar dinero, complementaria a una jornada de oficina. No hablaba mucho salvo en forma socarrona. No discutía y eso generaba cierta desconfianza, más allá de eso no había razón para no considerarlo. Sólo dos personas lo habían visto realmente traficando droga, lo demás era pura mitología que se convertía en chiste. El traía una maleta en forma de salchicha gigante, también desempacó. Desenrolló sobre el piso una bolsa para dormir, se quitó los zapatos, los calcetines y se metió en ella. Pronto comenzó a sudar, pero no pareció importarle, ni a los demás.

Media hora más tardé llegó un sujeto grande, sus manos que parecían pies tomaron la perilla y la giraron lentamente. Entró con una gran sonrisa y preguntó si los había asustado. Nadie entendió su presentación. Le devolvieron el saludo. Lo invitaran a buscar un espacio para esperar a las otras dos personas. No encontró un lugar los suficientemente amplio sin incomodidades. Tuvo que tenderse a la mitad del cuarto contiguo. En esa parte el foco estaba fundido, no se veía nada salvo una gran silueta acomodándose. Tres minutos más tarde estaba dormido. (Asaltante a mano armada)

Pasaron un par de horas y la charla comenzaba a florecer entre ellos, quedaron desconcertados por un suceso que no tendría mayor relevancia.

Los dos miembros restantes cruzaron la puerta. Observaron a todos desde la entrada y sonrieron simultáneamente, a todos les recorrió una sensación de incertidumbre, de qué reían, porqué llegaban juntos, qué posibilidades habían de entrar al mismo tiempo si las instrucciones no habían sido propuestas de manera ambigua. Todos aceptaron la regla de no mezclarse en público con los demás miembros, no ser vistos comunicándose de ninguna manera. Mucho menos entrar haciendo pareja en un lugar donde se supone nadie vive, ni nade sabe quién es el dueño, donde cualquiera que entre con naturalidad podría pasar por el casero. Todo parecía confuso, irritante. Nadie reclamó, todos callaron para dar paso a una tranquilidad llena de hostilidad. El grandote se metió al sleeping bag como una oruga en su capullo. El otro cerró sus champiñones. Todos observaban su comportamiento a detalle, inspeccionaron su ropa  y prestaban atención a nimiedades que podrían decir absolutamente nada o ser una avalancha de especulaciones. Pensaron que si los zapatos significarían algún tipo de código, qué cosas podrían traer en su maleta, habrían estado en otro lugar antes de llegar aquí; tantas preguntas que inundaban toda la casa, nadie podía caminar entre la densidad de la traición.

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Terminó la botella con cinco tragos gigantes, pronto se le infló la panza. Caminó algunas calles hacia abajo esperando que el líquido estorbara menos. Mientras avanzaba entre el empedrado analizó lo fácil que sería llevarse al menos una docena de carteras mal colocadas por la confianza que representa falsamente la provincia. A pesar de ello no se animó, lo pudo haber hecho pero si alguien se enteraba lo botarían del plan y se convertiría en una paria regresando a la ciudad. Además su ánimo no era sólido esa tarde, pensaba demasiadas veces en lo que pasaría mañana. Le sudaban las manos y las ponía sobre el cofre de un auto incandescente para que se evaporara el rastro de nerviosismo. Qué me pasa, se preguntó. Avanzó más metros hacia abajo, se detuvo en una farmacia, pidió una pastilla para el dolor de cabeza. Las bebió con una botella pequeña de agua y salió para quedarse nuevamente parado bajo el sol. Tardó algunos minutos en resolver si ya era tiempo de ir a la casa o esperar un poco más. Creyó que lo mejor sería comer algo antes de encerrarse hasta mañana.

Cuando terminó de comer preguntó por la calle que había memorizado días antes. Le indicaron cómo llegar ahí a pesar de encontrarse hasta el lado opuesto. Caminó cerca de quince calles o un poco más, cuando observó la casa exactamente como la habían descrito dudo un instante. Cuando se animó a regresar por donde vino uno de sus compañeros estaba doblando la esquina. Le sonrió con mucha cortesía y recompuso su trayecto hasta la casa que le causaba tanto terror.

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- ¿Qué? No me extrañaban o porqué las carotas. Además aquí huele a patas - Dijo "El Clonador" con mucho entusiasmo. - Yo me los imaginaba más animados. Pues qué aguacates -

- Qué onda - Su oración sonó tan tímida que nadie la tomó como una prueba de camaradería. "El carteras" levantó los pies tanto como pudo y se acomodó hasta el final del cuarto obscuro.

Mientras se acomodaba la pareja recién llegada el más viejo soltó el latigazo - No chingados habíamos quedado en un acuerdo, que no podíamos entrar acompañados. ¿Por qué vienes con ese cabrón casi agarrados de la pinche manita? -

- Bueno, abuelito. Me lo chingados encontré en la pinche puerta sin que yo lo supiera. ¿Querías que lo dejara entrar para luego entrar yo en un chingado teatro innecesario? Además la chingada calle estaba chingadamente vacía. Relájate.- Parecía que nada le importaba cuando contestaba en ese tono de menosprecio. Sólo atizaba la discusión, a nadie le parece tolerable escuchar las escusas de alguien mucho menor.

- Estás bien pendejo. Si no es porque alguien te vea entrando con él, sino porque yo no tengo necesidad de ser expuesto por alguien con tu idiotez. Te invito a que sientes tu culo por allá donde no te pueda ver y la próxima vez que hagas algo así te voy a romper la madre.-

- Para empezar el plan yo lo propuse. El que lo haya hecho no es por sentirme chingón, sino que tenía bien medido lo bueno como lo malo. Hay cosas que deben seguirse al pie de la letra y otras son precauciones, si no sabes distinguir entre ellas mejor no opines y observa nada más.-

- Ya, ya estuvo - Nadie supo en qué momento "El manotas" se paró entre los dos. Los abrazó con semejantes extremidades, tenía alcance de más. Con la mano derecha ofreció de los champiñones en salsa inglesa. Aceptaron y nadie se hablo otra vez durante la noche.

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Por la mañana los cinco estaban tan nerviosos que ninguno de ellos notó - o no quisieron mencionarlo - su entrada en grupo a una cocina económica a dos cuadras de donde durmieron. Nadie tomó el desayuno completo. Una jovencita delgada como un trozo de madera sirvió cinco platos de huevos revueltos con jamón, totopos, frijoles y dos salsas, pero nadie siquiera un poco. La mamá de la señorita hizo un berrinche atrás del mostrador; al final se quedó contenta por que le pagaron todo más las tazas de café que sí tomaron. 

Una vez que salieron de la cocina caminaron en fila hasta la parte más baja del poblado. Sin que nadie dijera nada la distancia entre ellos comenzó a crecer. Se perdieron entre la multitud ansiosa por comprar y buscar desayuno. Cuando llegaron al árbol que "el poli" les había descrito se acomodaron sobre las jardineras durante unos veinte minutos. Observaron a lo lejos tratando de recordar detalles, escondites, accesos o cualquier elemento del entorno que facilitara el escape. Sentados como observando el tiempo de la plazuela hasta que se sumiera en la incertidumbre por el pánico inevitable. 

El policía se quitó la gorra, recargó su peso sobre la pared con una rodilla levantada, como un flamenco. Esa era la señal. "El Clonador" se acercó hasta él y le dijo que se aguantara. Lo hizo caminar hasta el interior del edificio y lo golpeó con fuerza hasta que se desvaneció.  

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La exposición estaba poco concurrida esa mañana, pero todos los establecimientos se habían instalado ya. Las trabajadoras limpiaban las vitrinas, el personal de intendencia caminaba de un lado para otro simulando que barrían el piso. Los expositores más renombrados se preocupaban más por la apariencia de los vendedores, un encargado pedía a gritos que se cambiara de camisa una señorita, estaba arrugada y con una solapa sucia por el excedente de maquillaje. Las mejores joyas estaban en compartimiento especiales, en cajas de cristal con un mayor grosor, pero aún así accesibles desde la parte trasera, por abajo o con una llave que abría desde arriba. Las piedras más modestas estaban simplemente sobre manteles blancos sin ningún tipo de protección, era evidente el poco atractivo que generaban en comparación a las esmeraldas incrustadas en brazaletes de plata, aretes que engullían pequeños diamantes, anillos pulidos dispuestos en el ángulo exacto para rebotar chispitas sobre los posible compradores. A los empleados se les prohibía tocar la mejor selección sin guantes, mucho menos con esas manos tan callosas que tenía la vendedora con la solapa sucia.

El encargado se ensañó con la vendedora durante un buen rato hasta que sobrevino el estruendo. Todos se tiraron al piso por el sonido, parecía un disparo, todos gritaron y corrieron hacia la salida. Estaba bloqueada, lo mismo que las dos puertas de emergencia, eran cubiertas por dos sujetos con pistola en mano. Giraban sobre sus piernas y apuntaban a la cabeza al primero que osaba responder la amenaza con una mirada. "El Manotas" recorría imponente entre los pocos asistentes, se detenía a observar con paciencia a quien le resultara curioso. "El roba-carteras" llenaba dos maletas azules con todo lo que podía sacar de los mostradores, se abalanzaba sobre las vitrinas, no la bisutería que estaba descubierta. Golpeaba los cristales y con la mano enfundada en un guante de asbesto jalaba cadenas, anillos, diademas, prendedores, estuches, toda aquella mercancía que le parecía valiosa o sus compañeros le señalaban.

"El Manotas" seguía caminando entre las personas que permanecían agazapadas y cada vez más temerosas ante el tamaño del hombre. Entre cada paso soltaba pequeñas patadas a los bolsos y bolsillos como obvia indicación de rendición. Todos entregaron sus pertenencias, al cabo de unos minutos había vaciado a todos los visitantes. En las puertas de emergencia hicieron lo mismo con cada persona. Terminaron el robo al mismo tiempo, cuando ya no había más carteras tampoco vitrinas. "El Manotas" regresó a la puerta principal sin regalar la vista de su espalda, entreabrió hasta ver el rostro de "El Clonador", preguntó desde adentro que ya estaban listos. Ambos asintieron con la cabeza y comenzaron a desplazarse uno a uno entre la multitud. Algunas personas habían notado los movimientos sospechosos, pero sólo observaban desde lo lejos sin atreverse a pedir auxilio. Sólo "El Manotas" salió por la puerta de enfrente, las personas que estaban sentadas en una jardinero lo observaron por un breve tiempo, en seguida quitaron la mirada y pretendieron sumirse en sus asuntos. Los demás salieron por las puertas de emergencia. Se alejaron tan rápido como pudieron. "El roba-carteras" cargó con ambas maletas hasta tres calles más adelante, las guardó en dos casilleros de en un centro comercial. Hubo un momento donde los nervios le deshicieron las manos, no pudo manipular las monedas ni retirar las llaves con facilidad, forcejeó al tratar de meter las maletas. Una señora le ofreció ayuda, él con un gesto arrogante le dijo que podía hacerlo solo. Se esfumó de ahí lo más discretamente rápido posible.

Fue el primero en llegar a la casa, tal como estaba previsto, según con el fin de cortarle la pista a las investigaciones, pues se buscaría a quien llevara entre brazos el botín. Los demás acordaron en regresar durante el día, tal y como se había hecho la primera vez. Tendrían que alejarse en un radio considerable de la zona del robo, pero no demasiado como si tratasen de huir del poblado, además no era una buena idea exponerse como foráneo en la zona conurbada. No hicieron otra cosa más que permanecer ocultos en las iglesias, cines y museos. En la primer tienda de recuerdos cambiaron su atuendo por playeras ridículas, sombreros de palma y lentes obscuros, como cualquier otro turista.

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El cuarto parecía mucho más pequeño cuando llegó, la luz marcaba profundamente la sombra de la habitación que no tenía foco. Permaneció en la luz durante una hora porque después comenzó a sentirse incómodo. La adrenalina había pasado, pero hasta ese momento se detuvo a pensar con detenimiento. Sus pensamientos comenzaban a hacerse lentos, pero tan vívidos que el terror inundó toda la habitación. Corrió la cortina y con una mirada muy discreta barrió la parte de arriba esperando no encontrarse a un policia o alguien esperando el más pequeño movimiento para derrumbar la puerta. Tenía una pistola, pero no la pericia para controlarla en una habitación tan pequeña sin mucho a dónde escapar. En ese momento el plan le pareció irreal, tan absurdo que aventó las bolsas de dormir por toda la habitación. A quién chingados se le ocurre refugiarse en una ratonera, donde no hay escapatoria, sólo una puerta y una ventana con barrotes, maldijo el plan con tanta furia que en breve se arrepintió. Estaba haciendo ruido innecesario, la berreta podría alertar a los vecinos. Pensó que lo mejor sería callarse y permanecer alerta, con suficiente destreza podría adelantarse a sus captores y escabullirse cruzando al predio de atrás.

Tomó su celular, buscó música que ayudara a tranquilizarlo. Encontró algunas canciones, no tan apacibles como hubiera querido. Reprodujo una balada de Joan Sebastian. Las canciones duraron largos minutos, nunca las había escuchado con tanta atención. Se fascinó con el uso del teclado, entendió porque su mamá disfrutaba tanto a ese señor, en verdad era bueno aún cuando era muy empalagoso para su gusto. Iban saliendo más canciones que no recordaba haber metido a la memoria. Mi hermana estuvo usando el celular, pensó. Revisó más a fondo y en realidad era toda la memoria de su mamá, su hermana la había cambiado durante la noche para reproducirla en su celular sin que su madre notara al amanecer que alguien había tomado sin permiso el intocable celular. En la memoria había algunos mensajes de texto, la mayoría eran para amigas del trabajo o vecinas, lo dedujo fácilmente por la temática y la forma de dirigirse coloquial que escuchaba todos los días. Los mensajes más recientes cambiaban de tono, se tornaban lúgubres sin recursos estilísticos, mencionaban que estaba preocupada porque había ido al doctor la semana pasada, en la clínica le dictaron como máximo dos meses de vida a partir de los exámenes que le realizaron hace tres meses por una caída insignificante que había sufrido. Algo sucedía en su cabeza, encontraron una masa que no cedía con el paso de las semanas, todo lo contrario; en los últimos días la pequeña masa no había presionado ninguna región que pusiera en riesgo la salud de sus sistema nervioso, pero era inminente el desenlace. La masa se había anclado cubriendo zonas que a la mínima intervención desencadenarían mayores problemas que soluciones.

Tiró el celular y comenzó a llorar. Habían pasado tres horas desde que llegó al cuarto, como si hubiera resuelto su vida en un instante tomó el teléfono y telefoneó a su casa, pidió con toda la cordialidad del mundo a su mamá que fueran a casa de su tía en el Estado de México, que llevara a su hermana y lo esperaran ahí porque tenía una sorpresa. La señora no dijo nada, accedió sin más preguntas, no era la primera vez que la sorprendían con peticiones así: cumpleaños, día de las madres, salidas al cine, cenas, desayunos...

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Regresó a los casilleros cautelosamente. Antes de acercarse miró desde el estacionamiento por diez minutos, estiró el cuello para mirar más allá donde estaban los empacadores. Sin pensarlo otra vez corrió hasta el casillero y metió ambas llaves, en un movimiento simultaneo abrió las pequeñas puertas y sacó las dos bolsas. Se colgó una en cada hombro y caminó con pasos apretados hasta la salida de taxis. Tomó uno y pidió que lo dirigiera a la terminal de autobuses.

Tomó el primer autobús que encontró de regreso a la ciudad. No se detuvo en todo el trayecto para nada, cuando pisó la terminal de regreso imaginó todo lo que podría estar sucediendo en esa pequeña habitación. Tenía que apresurarse porque era ineludible un regreso violento por parte de ellos. Qué bueno que le había pedido a su mamá que se fuera de ahí. Lo primero que haría sería abrazar a su mamá y buscar una carnicería que estuviera a la venta.

Cruzó la puerta de cristal y buscó con la mirada un taxi. Encontró uno vacío al final de la terminal. Aseguró con fuerza las maletas a sus hombros y se enfiló con rapidez para no hacer esperar al chofer. Cuando pidió que abriera la cajuela para meter el gran trofeo sintió una gran mano detrás de su espalda, alguien lo tocaba con una fuerza perversa que intentaba destrozarle los huesos. Miró sobre su hombro y se encontró con una sonrisa acartonada y unos ojos inflados de ira. "El Manotas" se mordió el labió de abajo y lo embistió con sus gigantescas zarpas, tenía un cuchillo en la mano, lo introdujo en el mismo lugar al menos siete veces con la misma rapidez con la cual se le escapaba la vida en esas dos maletas. "El Manotas" subió al taxi y en un gesto militar con la mano izquierda "El Clonador" le despidió a través del espejo lateral.