sábado, 5 de diciembre de 2015

Recuperando el ritmo

Hace pocos días me di cuenta que ya no había escrito casi nada en este blog. Al menos no con la frecuencia que tuve hace algunos meses. De pronto me di cuenta que estaba más sumido en otras tareas y pensamientos que en atender el ejercicio de escribir.

Se lo atribuyo a muchas cosas: falta de disciplina, falta de emoción, falta de ideas, falta de tristeza. Es como si estuviera vacío en términos de escritura. No quiero que se diluya mis ganas por contar historias, por escribir lo que siento (porque casi no escribo lo que pienso, de hecho reflexiono muy poco sobre lo que escribo, todo es el calor del tecleo). Quiero mantener alimentando este blog. Y en ese sentido, no me forzaré a completar un cuento, un poema, una guión de teatro o cualquier otro género que he publicado aquí. Hablaré de mi vida diaria, sin buscar un principio y fin.

Escribir de esa manera me recuerda a Eusebio Ruvalcaba, por citar a un escritor famoso, o a Samuel Segura, un compañero y amigo mío. Ellos escriben con una soltura formidable, hablan del día al día, sin temor a errar, sin temor a no contar algo relevante; ambos dejan en transparencia lo que ven, lo que sienten o lo que imaginan. Por el contrario, yo hago de mis ideas un tesoro de bóveda. Eso no sirve de nada. Las ideas de poco sirven si no transforman algo, si no pasan al papel o a la acción. Quiero hacer de mi escritura algo más vívido.

Por esas razones, y a propósito del inminente fin de año, actualizaré este blog con mayor frecuencia. Sé que la calidad bajará considerablemente, porque a veces habrán maquinazos, a veces historias interesantes, a veces patrañas, a veces exageraciones o banalidades, pero la suma de una escritura continua y metida al rigor de la disciplina dará como resultado un escritor más ágil, más aventurero y con mucho que contar.

Querido diez lectores, pues ese es el promedio de visitas que tienen mi blog, les doy una calurosa bienvenida a este espacio remodelado - en contenido - que espero disfruten cada día.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Un rostro

No importa mucho quién me lo dijo, pero hasta antes de sus palabras nunca me había fijado en mi rostro.

—Mira qué cara traes, te ves todo demacrado, te ves triste.

Primero pensé que era una interpretación exagerada, yo me sentía bien. No creí que mi cara tuviera algo de triste hasta que la frase llegó de nuevo mientras me bañaba. 

Como siempre me quité la ropa y me asomé al espejo, examiné mis encías, giré un poco la cabeza y vi mi perfil, metí mis dedos entre el cuero cabelludo, me acerqué hasta ver los poros de mi piel y tocaba alguno de mis granos esperando que madurara. Pero esa esta vez escuché el "Mira qué cara traes, te ves todo demacrado, te ves triste". Vi la frase sobrevolando mi rostro, como si fuese un anuncio publicitario. En verdad mi cara lucía triste. Nunca la había visto de esa manera. Fue como asomarme más al fondo, muy por debajo del acné, las cicatrices, el sudor, la grasa y el polvo. Las letras pasaban por mis ojos lentamente y se curvaban cuando llegaban a los pómulos, giraban en torno a mi cabeza. La cabeza no me daba vueltas, sino la frase, la tristeza. 

Las pequeñas letras iban destellando sobre mis ojos y así podía ver que mis párpados estaban más abajo de su lugar, casi entrecerrados, como venciéndose por el sueño y opacando mi mirada. Mis ojos no me parecieron nada penetrantes en el reflejo, más bien desolados, como yermos y cenizos. No me salían lágrimas, porque había constancia de que se habían acabado siglos atrás. Tenía una mirada árida. No sentí miedo, no sentí ira, no sentí sorpresa. Estaba revelándose ante mi una tristeza que nunca se había asomado para mi. 

Y con los ojos se iban revelando asuntos pasados en mi piel: fracasos y condenas. Mi piel me iba contando todos los episodios de egoísmo y desdicha. Una piel erosionada por la indiferencia, de cuando daba la espalda a quienes me querían y cuando me sometía a falsas esperanzas. Pasaron frente a mi, otra vez en forma de letras, los nombres de aquellas personas a las que les fallé, a las que humillé. (No recuerdo haber arremetido contra esas personas, pero mi piel me lo mostraba tan nítido, en colores y texturas; una mancha de cuando mentí, una cicatriz de silencio y una protuberancia por los exabruptos.

Mi rostro estaba mostrando esa tristeza que nunca supe que guardé. Mi infancia, adolescencia y juventud se arremolinaban en pocos centímetros. No me parecía un rostro horrendo, no me quité del espejo, podía mirarlo durante horas, mi vida se presentaba en retrospectiva completa. Aquellos detalles que había olvidado estaban ahí presentes. No sólo cuando yo hice daño, también cuando recibí un par de golpes. Estaba ahí la vergüenza y el temor. Todas esas emociones mezclándose en un gran caldo de tristeza. 

A pesar de todo eso, me sentía más energético que en cualquier otra ocasión. Recuperaba todo aquello que nunca pude sostener y enfrentarlo. Mi historia se precipitaba en el espejo del baño. Me golpeaba como sólo el pasado puede hacerlo. 

Y así como la frase "Mira qué cara traes, te ves todo demacrado, te ves triste" me metió en este laberinto, una frase me regresó a mi lugar, una frase lapidaria durante toda mi vida:

—No llores, no soporto cuando lloras.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Una voz

La voz viene y se va, haciendo figuras con el aire, llevándoselo como corbatín, haciéndolo vibrar en espiral y luego en forma de fuente.

Es la voz más dulce que he escuchado en mucho tiempo. Me dice "te amo". No sé qué responder. No sé si una voz puede escuchar. No tiene rostro y tampoco se exactamente de donde viene, pero ahí está.

Es una voz de mujer, una voz tierna, entrenada para deleitar.

Se va aunque no por mucho tiempo. Regresa como terciopelo. Me canta muy de cerca y me recita historias sólo con notas musicales. Es un poema vocal, si acaso existe algo similar.

Cuando estoy sentado frente a la computadora viene y me hace recordar asuntos que daba por olvidados. La pequeña voz va pescando recuerdos espesos de cuando tenía dieciocho años. Me tararea la música que escuchaba aquellos días. La voz se convierte en un violín, después en un bandoneón y llora. Música que ya no recordaba, que me hacía sentir triste y ahora feliz.

Viene por las noches cuando todo está tranquilo, viene cuando ya no tengo nada que escuchar, cuando ya no quiero escuchar. Quisiera que apareciera más a menudo, pero es caprichosa, se aparece a su voluntad. 

No tengo dominio, traspasa mis pensamientos, se mete en mis razonamientos y juega con mis emociones. Es una voz poderosa que no se va con el ruido. Aunque me estremezcan los relámpagos, me sacuda una muchedumbre de personas, la voz silencia todo y camina conmigo.

La voz me controla, esa voz ajena. Ya perdí mi voz. Esa voz tan bella controla lo que queda de mi, esa voz habla por mi.

Es la voz de mi vida, es la voz que me mantiene y es la voz de mi muerte...


domingo, 19 de julio de 2015

Vivir, sobrevivir y morir

La vida es difícil, muy difícil. Caemos sobre duro cuando quisiéramos caer en blando. No se elige la cuna, mucho menos la mortaja. Todo sería más fácil si supiéramos a dónde vamos a vivir, cómo, con quién y durante cuánto. También se viviría fácil si supiéramos el modo, tiempo y lugar de nuestra muerte. Los más obtusos vivirían con miedo, los más dotados se lanzarían a tomar cada fruto de la desdicha y de la gloria como algo pasajero y disfrutable, porque sabrían que todo va a terminar tarde que temprano, pero no es así. La vida y la muerte son impredecibles. 

Por fin salía del hospital después de largos meses sobre la porquería de colchón. Había abandonado la cama quince con la misma ayuda con la que llegó: su hija como muleta que le ayudaba a incorporarse, ya no sobre las dos piernas, sino sobre una, la que pudo salvar el doctor. Salió con menos fuerzas que cada mes
el hospital le iba arrebatando; salió con la espalda destrozada por las llagas de la espalda que le causó el coma que parecía no querer abandonar.

Cuando por fin se animó a abrir los ojos, su voluntad para vivir se había difuminado como la premonición incumplida, donde ella no viviría un instante más, donde se imaginó muerta, recostada sobre la fosa del cementerio a lado de su esposo.

Gritó -Me muero-. Segundos después de la sensación de su cabeza inflándose como un globo de cantoya.

Lavaba el piso. Su hija corrió desde la cocina y se arrodilló a su costado; tomó la cabeza gris de su madre entre las manos.

-Mamita no te mueras, mamita, por favor-. Gritó, mientra su madre no moría. Todavía logró llegar al hospital consciente en la ambulancia. Atenta a todos los detalles hasta que llegó la tarde.

Su azúcar se elevó por encima de cualquier nivel tolerable para su viejo y huesudo cuerpo. Frente a la histeria de su hija y desesperación de los médicos no paraba de repetir:

-Voy a morir, voy a morir-.

No murió, cayó en coma.

Bajo el escrutinio médico, una vez en la camilla, moribunda, los doctores daban cuenta de una uña del dedo pulgar del pie, enterrada, no atendida nunca por negligencia de la paciente, insistiendo en abrirse paso entre las comisuras del pie. Un pulgar negro, que desprendía un olor fétido y de muerte. Esa misma noche cortaron hasta donde la prudencia médica señalaba, de modo que doña Sara pudiera caminar sin perder el equilibrio. Sin embargo, ese misma semana se supo que el corte no detendría la podredumbre, su sangre seguía resistiendo a formar los coágulos necesarios.

Doña Sara había perdido mucha sangre, pero nunca la compañía de su única hija. Ella cedió toda la sangre necesaria, a pesar de la recomendación de los doctores, quienes la veían delgada y endeble. Laura terca se sometió a la transfusión y se recuperó junto a su madre que seguía perdida en ese gran sueño.

Al hospital llegaron familiares y amigos. Le lloraban en la cama los más cercanos, le oreaban con un movimiento discreto el hedor de la pierna los más indiferentes. Preguntaban cuándo se recuperaría, por qué está dormida, si los podría escuchar, si podría recordar, si la putrefacción se extendería. Todas las preguntas se respondían con evasivas, medias afirmaciones y medias negaciones. Laurita lloraba todas las noches por la desdicha, pero nunca cerca de su madre. Caminaba hasta la sala de espera y se descocía en maldiciones y súplicas. Dos meses de lamentos, de mensajes celestes.

-No te la lleves, por favor, diosito. No te la lleves. Déjame vivir un poquito más con ella, pero no te la lleves. Te prometo que seré una buena hija, te prometo que la llevaré con la virgencita. Te prometo que todas las noches te lo agradeceré, pero no te la lleves-.

Un día doña Sara despertó. Abrió los ojos con natural respuesta a un rayo de sol que entraba por la ventana. Levantó su brazo y tocó el rostro húmedo de lágrimas que tenía Laura.

-No me morí-. Dijo Sara confundida.

-Claro que no, mamá. Es un milagro. Se lo pedí a dios y aquí estás. Te quiero mamita-.

-Estaba seguro que había muerto. Fue como un gran sueño. Vi a tu padre. Te vi casada, te vi con hijos. Todo estaba muy tranquilo-.

-Pues no mamá. Aquí estamos-.

Las semanas siguientes para Sara fueron duras. Durante su sueño había observado una vida ajena. Un mundo luminoso, pero donde ella ya no estaba. Ahora, su habitación le parecía triste, aburrida: llena de medicamentos, de papelería sobre cómo sobrellevar la diabetes, de fotografías de su esposo recién muerto, de recibos que pagar, de una pensión qué cobrar, de cartas de amor juveniles, de papeles del testamento que firmar. Una vida que ya no quería vivir, ni tampoco compartir. Vio a su Laura sin esposo, sin hijos, vieja y sola.

Sara dejó de comer pese a la reprimenda de Laura. Sara dejó de asearse, Sara apestaba para que nadie permaneciera en la casa. Sara no hablaba, sólo gemía. Sara tenía que ser obligada a terminar su insulina. Sara no moría, se alejaba de aquel sueño de tranquilidad y permanecía oprimida en las manos de su hija. Luchaba para no olvidar los días que pasó en el hospital: Laura enamorada, gran ama de casa, con tiempo para trabajar, un hombre respetuoso, elegante y dadivoso. Sara se amargaba esperando que algo pasara, que un golpe de suerte la fulminara.

Laura no aguantó y menos empeñó dedico. Le gritaba a su madre que esto no podría seguir así, que si ella quería morir sola, fácil lo podría cumplir. Laura abandonó la casa y doña Sara no se inmutó. Un par de años pasaron hasta que Laura regresó.

Sara aprendió a estar sin su hija. El golpe de soledad la puso en su lugar. Comenzó a caminar por un vaso de agua, luego por dos. Luego por un poco de pan, luego para cagar. Levantó la ropa del suelo para transitar mejor. Limpió y desinfectó todo en la habitación. Sara empezó a vivir otra vez, con sus reglas con su forma de ser. Dejó de pensar en la vieja visión, en la vida que vivió mientras moría en el hospital. Hizo de la casa otra vez un buen lugar.

Entendió la molestia de su hija, no se preocupó por ella, ni quiso molestarla. Sabía que una mujer como Laura se abriría camino fácil en la vida. Doña Sara comenzó a vivir sola como nunca lo había hecho. Saboreó la dulzura de la libertad absoluta, de la responsabilidad que no es compartida. Las ventajas de eludir la habladuría ajena; el sabor exquisito de evadir la rendición de cuentas. La casa de doña Sara se convirtió en un espacio de vendimia, de intercambio de ropa como mercancía, un lugar de autosuficiencia. No había pena, pudor, obligación o remordimiento por cualquier asunto que deseara abordar. Doña Sara vivía de vuelta.

Llegaba a los setenta y por fin vivía feliz. Visitas a su casa llegaron con regalos: vecinos y nuevos amigos, principalmente. Los familiares se habían alejado, sólo dejaban mensajes en la contestadora o enviaban postales. Doña Sara vivía plena. Organizó una pequeña fiesta en su honor. Compró pastel, a pesar de la dieta rigurosa que ahora llevaba. Compró vino e hizo agua de jamaica. La mesa llena de viejos y viejas. Rieron, hablaron y hablaron.

Laura tocó a la puerta. Su madre abrió y sonrió y olvidó la pelea. Laura levantó con la mano derecha un regalo y con la izquierda la bolsa del mandado. Traía chicharrón para su madre, un taco que no podría negarse. Madre e hija se abrazaron y el chicharrón extendieron para todos los invitados.

Doña Sara, con una pierna falsa, muchos amigos y su hija, se puso a llorar. Todos las miraron sorprendidos, excepto Laura quien la abrazó como a un niño.

-Tranquila mamita, te amo-.

Doña Sara regresó el abrazo y entró con todo al chicharrón y al vino. Doña Sara no pudo tragar, a pesar de bien haber masticado. El chicharrón no resbalaba por su viejo cogote. Nadie sabía qué pasaba, todo era alarma. Laura gritaba muy alarmada. Doña Sara se desvanecía y por fin moría.



viernes, 5 de junio de 2015

Caminata por la noche

Las noches ya no van a ser iguales porque no se puede recorrer el mismo tiempo, donde todo parecía ligero como las pisadas de los gatos que me rondaban hasta abandonar el sitio. Eran noches profundas y tranquilas. Podía sentirme calmado después de un largo día; la caminata corta, pero apacible. Nunca recuerdo acelerar el paso, nunca escapé en ruinas de tu lugar, y aunque comenzaba a marchar apesadumbrado, en pocos metros me revitalizaba. La frescura de los árboles me alimentaba, me hacía sentirme pleno. Las hojas me dieron consejo más de una vez, ellas caían ligeras para frenar mis pensamientos. Las noches ya nunca serán como antes.

martes, 5 de mayo de 2015

El pollo

Lo sacaron en una conversación de la nada, en realidad no de la nada, fue porque hablaban de su familia, de cómo el terreno de la abuela estaba siendo discordia entre los hermanos. Todos querían apropiarse de algo que por derecho fue divido en partes iguales, en cuatro. Sin embargo, hasta los nietos y familiares de tercer grado quieren parte de la herencia. Lo cierto es que nadie recuerda al Pollo, porque nadie lo ha visto.

El Pollo fue de las primeras personas que se le veía en la calle con la mano sobre la nariz y la boca. Se la pasaba durante horas inhalando e inhalando activo. Casi nunca caminaba más allá de donde terminaba el predio donde vivía. Cuando la gente pasaba se tenía que subir hasta la otra acera porque no nadie quería toparse con él. Era un hombre corpulento, de estatura media, pero que para los niños parecía descomunal y para un adulto ni hablar, el peso del también llamado "Gordo" superaba en buena proporción a todos los hombres grandes de la calle.

El Pollo nunca hablaba y cuando lo trataba de hacer balbuceaba y escurría mucha saliva en el diálogo más elemental. Su saliva era una liga que se prolongaba desde las comisuras de sus labios hasta el final de su playera, que estaba sucia, todo el tiempo, de la parte trasera; dormía en la banqueta cuando quedaba aturdido por el solvente. Si hacía calor el olor se hacía más denso y podía olerse a pocos metros de él.

Nunca nadie le decía nada al Pollo. Claro que había personas que trataban de hacerlo entrar en razón, pero todo intento apenas si traía resultados. Por momentos se alineaba y comenzaba a utilizar unos zapatos limpios, playeras diferentes, cabello aseado y sin ninguna molécula de thinner. Pero esto duraba muy poco, unas semanas o un par de meses, después volvía a obstruir la calle con su cuerpo de pie durante horas en el mismo sitio. Cuando le tocaban el claxón dirigía la mirada hacía el chofer y parecía que su concentración se iba hasta dentro del coche; miraba a los pasajeros, reconocía rostros, reconstruía historias para después levantar una sonrisa de aprobación. Se hacía a un lado y con la mano abierta en el aire saludaba a los vecinos. Regresaba al mismo punto a oler una y otra vez su estopa.

El solvente fue consumiendo rápidamente sus facultades. Cada vez su cara se estiraba más, perdían consistencia sus gestos, la saliva se escurría con más prisa y la ropa comenzó a ser la misma: un pantalón entubado de mezclilla, roto de las rodillas y las nalgas; unas botas de piel con las agujetas desabrochadas, ya no perfectamente atadas como antes; una playera sin mangas rota de un pezón y deshilachada de la parte baja; su moica ya no era perfecta, no se sostenía, los picos del peinado ya no eran afilados, el verde de las puntas se iba perdiendo hasta que las tonalidades amarillas ganaron terreno.

El Pollo un día perdió contacto con la realidad de la calle. Salió al mismo sitio de siempre con un cuchillo en mano. Estuvo tranquilo con el utensilio todo el tiempo. Pasaron horas sin que nadie se diera cuenta hasta que de pronto apunto al cielo con él. Un vecino lo vio a lo lejos y alertó a la familia que vivía con él. Rápido se aproximaron por él, le pidieron que se calmara, aún cuando el Pollo no había dicho nada. Estaba desorientado, pero atenazado al cuchillo. No lo soltaba, no quería y no parecía entender lo que le pedían. Sus hermanos pidieron durante más de media hora que soltara el cuchillo por favor. La hermana estaba en completo drama, el hermano estaba decidido a todo, se iba abalanzar sobre él para poderle quitar el cuchillo. Cuando decidió hacerlo distrajo al Pollo con una mirada, colocó su atención sobre el reverso de su hermano hasta que el Pollo cedió a la curiosidad y miró en la misma dirección; el Pollo no encontró nada, sólo la vieja pared en la que cientos de noches y días había vivido; giró su cuerpo y encontró a su hermano a punto de someterlo con un fuerte abrazo y con la mano derecha sobre su muñeca. El Pollo se inflamó de furia hasta que toda la energía escapó en forma de apuñalada. El cuchillo entró frío hasta el vientre de su hermano y ahí se quedó clavado. El Pollo corrió frenético, nunca regresó por su herencia.  

miércoles, 25 de marzo de 2015

Madre e hijas

Personajes: Dos mujeres en ascenso a los cincuenta y una madre próxima a los setenta.
Lugar: En una cocina tradicional mexicana, de clase media

Bernarda: ¿Vas a comer mamá?

Alicia: ¿Tú vas a comer?

Bernarda: Ay, no puede ser. Si no como yo, tú nunca comes. Tienes que aprender a que no siempre                     te vamos a acompañar. Tienes que comer aunque estés sola. Tienes que cuidarte, si no otra                   vez se te va a subir el azúcar. Aprende a estar solita, mamá. A ver pues, vamos a comer.                       Deja te caliento

                  Por cierto, cómo te fue hoy. Te saliste bien temprano y no dijiste a dónde fuiste. Nada más                   te tomaste un juego y un plato de fruta que había ahí. Cuídate. No vas a andar en la calle                     así nada más, qué tal y si te desmayas. Ay mamá

Alicia: Ya no me regañes, hija

Bernarda: Es que te pasas, pero bueno, no importa...¿Está bien así o te sirvo más?

Alicia: Así está bien. Un poquito más de arroz nada más

Bernarda: Aquí tienes. ¿Cuántas tortillas te comes?

Alicia: Dos, hijita, con dos estoy bien

Bernarda: Entonces ya voy a apagar la estufa, si quieres más me dices.

                   Yo sí tengo mucha hambre, comí muy poco en la mañana y no voy a esperar a mi viejo...

Entra Josefina a la cocina

Josefina: Qué haces mamá. Hola hermana

Bernarda: ¿No quieres comer carnala? Un poquito, ándale te sirvo

Josefina: No hermana, gracias. Estoy bien llena, acabo de comer

Alicia: Ándale, échate un taquito aunque sea

Josefina: No mamá, estoy bien así, no tengo hambre

Alicia: Ándale no seas payasa, nunca quieres comer. Estamos aquí, ya está calientita la comida y hay             tortillas, ándale

Josefina: !Ay mamá¡ eres bien necia, no quiero. 

Alicia: Está bien, siéntate aunque sea. Agarra una silla

             Está riquísimo el molito, nos quedó muy bien, verdad Berna. 

Bernarda: Sí está bien rico, pensé que iba a estar muy picoso, pero no. Quedó muy bien

Alicia: Pruébalo hija. Mira. Un taquito

Josefina: Mamá, que no quiero. Siempre es lo mismo. !Cómo mueles¡ Parece que no entiendes qué                   es no

Bernarda: Ya déjala mamá, si no quiere no importa. Te pasas también tú

Alicia: Ni que la estuviera obligando, nada más la estoy invitando a que coma. Siempre viene y no                 quiere comer...

Josefina: !Qué exagerada eres, mamá¡ Si siempre que vengo como contigo, luego te invito a mi casa                 o salimos a comer, no digas que nunca comemos... No seas mentirosa mamá

Alicia: ¿Entonces por qué no quieres comer ahorita? ¿Qué te cuesta? 

Josefina: Que no tengo hambre, no me cuesta nada, pero no quiero comer

Alicia: Bueno, ya no te voy a decir nada, no comas si no quieres

Bernarda: Ya mamá, no quiere. Eres bien especial, te pasas

Alicia: Bueno pues, está bien

Bernarda: ¿Cómo estás carnala? ¿Cómo estás?

Josefina: Bien, muy bien. Estoy encabronada...

Bernarda: ¿Por qué? ¿Qué pasó?

Josefina: Nada, que este cabrón en las mismas...

Bernarda: Otra vez te peleaste...

Josefina: Sí. Pinche pedernal, ya me tiene hasta la madre

Bernarda: Se pasa de veras, ya ni la friega...

Josefina: Ya sé, cada semana es lo mismo. Pura pinche parranda. Cada ocho días pedo. No se cansa                    el muy idiota. Se chupa todo el dinero y luego está como pendejo pidiendo dinero. Me da                    mucho coraje porque luego veo las fotos que sube a internet, disque con sus amigos en                        Cuernavaca, muy pinche arreglado y de lentes, pero conozco su pinche cara de borracho.                      Me da ganas de escribirle que primero vaya a limpiar todo el pinche piso que huele a                            cerveza... Es que no te conté, pero desde hace dos semanas no se iba el olor a cerveza;                          busqué y busqué, pero no sabía de dónde venía el olor, hasta que me di cuenta que eran los                  sillones, una botella enterrada entre los espacios, toda la cerveza ahí apestando la sala... se                  pasa...

Alicia: Tú tienes la culpa Josefina. Ya sácalo, que se haga responsable. No es posible que no te pueda              apoyar, siendo el hombre. Ya está viejo, pero no le pones un alto. Él abusa porque no le dices              nada...

Josefina: Pero sí le digo mamá, pero no me hace caso. Ya no puedo. El hijo de la chingada no                             entiende. Se gasta todo su dinero y luego ahí está como pendejo pidiendo. De qué le sirve                   andar tan bien pinche arregladito y no se qué, si luego no tiene ni donde caerse muerto.                       Pero sí le digo cosas, y ya no le estoy dando nada. El papel, el papel de baño se lo quité, no                 sé cómo se limpia, pero yo guardo mi papel. Nunca se ha dignado para comprar ni un                           pinche papel.

Bernarda: Sí da coraje. Está bien apoyarlos si no tuvieran trabajo, pero sí tienen. Yo no digo que se                      les deje solos, pero que aporten a las necesidades

Josefina: Este cabrón no pone nada, ni un peso. Si vieras cómo anda como perro buscando en la                         cocina. Yo ya no le hago de comer. Yo comí hoy en la calle, pero llego y ahí está rascando                   la pinche cacerola de la sopa, toda seca y vieja. De verdad, ya me tiene hasta la madre. Ya                   le dije que se saque a la chingada de aquí. No lo quiero ver. 

Alicia: Pero es que tú también tienes la culpa. Primero te enojas y gritas, pero apenas hace algo por ti             y es como si se te olvidara todo. Eres bien pendeja, nada más haces corajes a lo bruto. Ya no              debes permitir que haga eso. Mándalo a la chingada. Sabes qué, agarra todo lo que tu le has                dado y quítaselo. Su cama, hasta las pinches sábanas y verás. Es un hombre y debe hacerse de              sus cosas. Cuánto ya lleva trabajando y no tiene nada. 

Josefina: Ya sé mamá... Y ya lo hice, ya le quité la base de la cama, a ver dónde se duerme

Alicia: Es que sólo así, sólo así. Que se vaya y a ver qué hace

Josefina: Pues no tiene nada, nada, nada. Sí su ropita, pero nada más. Mucha pinche ropa de marca y                 cara, pero ni para limpiarse la cola tiene. A ver si puede dormir encima de su pinche                             saco o encima de su pantalón de piel...

Bernarda: ja ja ja ja

Josefina: Es que, en verdad, se pasa. Yo no sé cómo puede vivir así. Es hasta de risa, me desespera                     mucho. No piensa o qué. El otro día llegó todo pedo, y yo me imagino que perdió sus                           llaves, y se puso a tocar la puerta. Yo no le abrí, no le abrí. Estuvo un buen rato, pero no                       salí. Total que mejor jaló unas cubetas las encimó y se puso a brincar sobre ellas para llegar                 a la orilla de la ventana. Claro, las cubetas se rompieron y hasta por allá fue a dar. Se puso a                 llorar el pendejo por el dolor. Yo nada más lo veía por la orilla de la ventana, ahí como                         menso sobándose la cabeza. Pero no le abrí. Total que no pudo entrar. Salí y le pregunté                       que qué hacía. Me dijo que nada, que estaba haciendo ejercicio colgándose de la                                   marquesina. Me dio tanto coraje, si traía toda la mirada de borracho, la voz, todo... me di la                 media vuelta y cerré la puerta, no lo dejé entrar. Se quedó a dormir ahí afuera. Que se                           chingue, al otro día iba a trabajar. 

Bernarda: ja ja ja ja, ya ni la muela

Alicia: Pues ya tranquila hija. Ya nada más acuérdate de lo que te dije, ya no le regañes, ni le hables, no sirve de nada. Sólo haz las cosas para que no juegue contigo. Así es. 

Josefina: Pues sí mamá...

Bernarda: Así son estos cabrones. Una no hace todo eso por molestar, una quiere que estén bien, que sean hombres de bien, que tengan una buena vida, que sean independientes

Josefina: Sí, pero parece que no quieren. No puedo creer que a sus treinta años venga con su mamá cincuentona y todavía pida teta, no puede ser...

Bernarda: ja ja ja ja

Alicia: Pues ya cálmate hija. Tranquila. Tómate un vacito de agua... o si quieres, puedes comer

Josefina: No mamá, gracias. Después, ahorita no tengo hambre. 

Bernarda lava los trastes

Alicia: Qué rico estuvo, me gustó mucho, pero quedé bien llena. Gracias hija. 

Bernarda: De nada mamá. Sí estuvo muy bueno. Todavía queda un poquito para al rato. Voy a preparar un poco de café. ¿No quieres carnala?

Josefina: No hermana, muchas gracias. Se ve muy rico todo, pero no tengo muchas ganas. 
                Ya acabaron, mejor ya me voy. Sigan con su café. Mañana nos vemos. Ahorita ya me tengo                 que ir. A ver qué hago de comer... a ver si le hago algo de comer, ha de tener hambre ya...











martes, 3 de marzo de 2015

¿Por qué me gusta escribir?

Al menos creo que aquí soy más claro, más lúcido. Las comas y los puntos me ayudan. Todo lo contrario cuando hablo. Ahí se me van las ideas, pierden contundencia o se acentúan aquellas que carecen de calidad. No soy un gran orador, porque no soy un gran pensador. Confundo, engaño y disuado. A veces todo lo contrario, todo al revés. No con las letras, aquí me siento cómodo, aquí puedo admitir que estoy equivocado y borrar la oración, que nadie sepa que lo escribí, salvo yo. Con mi expresión oral aunque ya todo haya sido dicho y borrado del tiempo, mis palabras impactaron como dardos, como salvas o como viento. Aquí no, aquí está lo justo y nada más. Podría borrar todo esto y no pasaría nada; sé extender o minimizar un texto. Por el contrario, no me sé callar, no se editar lo que digo. En las letras encuentro mis sentimiento con mayor intimidad, más nítidos y sin distorsiones. En todo este blog hay confesiones, hay arrepentimientos, hay fantasías... En mi oralidad también las hay, pero en versiones rocosas, incoloras, difusas, poco accesibles. Por eso cuando una emoción nace en mi, lo primero que quiero es ponerla por escrito. ¿Y qué es lo que estoy confesando ahora? Que exista la constancia de mi incapacidad para comunicarme. Que tengo más valor para confrontar por este medio que de frente y a la cara. Que soy una persona burbujeante de emociones, pero inhabilitada para externarlas, la mayoría de las veces. Que mientras camino hay una angustia creciente, una desazón crepitante. Que hay miedo al interior de una sonrisa abierta al público. Que me enamoro en secreto y que engaño bajo el amparo del pensamiento puro. Que sueño con todas mis metas alcanzadas, cuando estoy sin salir del punto de partida. En la escritura esta una parte de mi transparente, ordenada y accesible. En el mundo físico -tangible- hay opacidad, caos y dificultad...  

miércoles, 11 de febrero de 2015

Curso de verano

Esa tarde cambió toda mi perspectiva del mundo, la presión de las miradas sobre mi funcionaron como una especie de cura. Como si mi personalidad hubiera sido aplastada como un tubo de dentífrico; se fue la vergüenza, o mejor dicho, se escurrió por las escaleras del edificio Francisco Márquez. Después de ese día no volví a temerle a las personas, comencé a ver sus ojos, a escuchar cada palabra que me dirigían, a mantener mis manos temblorosas firmes y sin sudor ante mi presentación o exposición de dudas. Aprendí a pedir dónde está el baño.

Apenas duré una semana, ni siquiera tuve tiempo para recordar algún rostro, un nombre o una voz. Sé que los monitores usaban playeras polo, verde botella; shorts caqui y cachuchas con el nombre de la empresa bordado. Todos eran jóvenes, aunque en ese entonces me parecían cuasi adultos, pero puedo calcular que no pasaban los veinticinco años. Los monitores iban y venían corriendo, tomando de la mano en forma de cadena a todos los niños. Me pareció la idea más absurda, yo no quería tomar de la mano a nadie, sólo quería que no me hablaran. Sólo esperaba que llegara el momento de entrar a la alberca. Como si el monitor hubiera leído mi pensamiento, enseguida nos comentó las actividades de la semana, no recuerdo el orden, pero natación sería hasta el viernes. Después de eso corrimos a la cancha de basket ball. Me solté de la mano de los niños que me flanqueaban y esperé a que todos pasaran, caminé a mi paso hasta las canchas.

Jugamos durante media hora. Cuando se hicieron los equipos, los más extrovertidos se apuraron a escoger personas. Fui elegido entre los últimos, me dieron instrucciones para colocarme cerca de la canasta. Pasaron varios balones frente a mi sin que pudiera hacer nada. Estaba pensando en la vergonzoso que sería recibir un balonazo en la cara; nunca pasó realmente, más bien un balón en el aire se acercó directo a mi, no pude controlar la fuerza ni la velocidad, mis dedos se doblaron en noventa grados hacia atrás cuando intenté cacharlo en el aire. Un gemido de dolor salió, pero pronto se apagó al reconocer decenas de ojos en mi dirección. El balón se fue hasta la cancha de futbol rápido, todos esperaban a que fuera por ella. Me quedé parado ahí hasta que alguien más se apresuró.

Para la hora del almuerzo estaba completamente solo. Por fin podía concentrarme en mis asuntos sin tener que dirigirme a los demás. Observé todo el panorama desde las escaleras, conté los escalones, miré a los demás niños mientras corrían en competencia. Pensé que mi mamá tenía razón al decirme que no tenía sentido llevar el traje de baño, pues no sabía cómo se ordenarían las actividades. Después pensé en cómo le haría para cambiarme el viernes, no quería que nadie me viera, busqué con la vista algún lugar que pareciera adecuado para cambiarme. Después mientras trataba de resolver todo ello llegó el monitor, me preguntó algunas cosas que no recuerdo, seguramente no le puse mucha atención. Seguramente me sudaron las manos y seguramente contesté con monosílabos. Después de un rato se fue, se unió a los demás niños en una cascarita. Antes de que terminara su partida yo había acabado con la torta de jamón, la gelatina y un termo de agua de limón. Desde hace un mes no había probado ni una gota de bebidas embotelladas, por regla estricta del doctor y por iniciativa propia. Antes de iniciar el curso de verano había sufrido mucho, mi uretra había sido como un alambre galvanizado por el que escurrían gotitas de sangre al orinar, según recuerdo "por alto consumo de edulcorantes, azúcar, pintura y muy poca agua", dijo el doctor a mi madre.

Cuando terminó el descanso regresamos a las actividades. En esta ocasión entramos a un gimnasio que me pareció espléndido. No dejé de rechinar mis tenis contra la duela por un buen rato, todos los niños lo hacían y reímos mientras nos retábamos para ver quién lo hacía con más estruendo. El monitor esperó a que saliera el otro grupo para podernos organizar. Nos pidió que atendiéramos las instrucciones si no no habría tiempo suficiente para jugar. Nos acomodamos en una rueda, después nos sentamos. Yo no aguantaba mucho tiempo estar en la misma posición, mis tobillos comenzaban a doler después de un rato si estaba en flor de loto y cuando me hincaba mis rodillas se lastimaban aún más contra la duela. Vi que los demás niños estaban más cómodos con pants. Otra vez me equivoqué, mi mamá me dijo que estaría más cómodo con un pants, sobre todo si hacía frío por la gigantesca estructura de concreto que es el gimnasio Juan de la Barrera. "Si te enfermas ya no vas a ir las dos semanas" me dijo a modo de advertencia. Mi madre pensaba hasta en esos detalles porque durante años habíamos pasado tanto tiempo en hospitales, a causa de mi asma, que no quería enfrentarse otra vez a la misma situación.

"Pato, pato, pato, pato, pato, ganzo". Empezó el juego con mucho entusiasmo, durante una larga ronda ni una vez me tocó correr alrededor. Observé con paciencia a cada uno de los participantes, unos me parecían increíblemente veloces, otros muy torpes. Había una niña a la que le costó mucho tiempo y esfuerzo llegar a su lugar, todos se reían de ella mientras corría, o intentaba correr. El monitor sólo aplaudía y gritaba "vamos, vamos". 

Cuando parecía que ya nadie parecía disfrutar el juego y se comenzaban a empujar con los hombros de un lado a otro, el monitor colocó una red de extremo a extremo en el gimnasio, puso en el centro una pelota de voleibol y nuevamente jugamos por equipos. Mi equipo fue derrotado rápidamente, no me movía en toda la jugada, sólo estiraba los brazos y una vez la pierna. No me dejaban hacer los saques y parecía que mi figura se iba difuminando con el alboroto. Al finalizar la ronda de equipos el monitor dijo que teníamos tiempo libre, todos podían jugar a lo que desearan. Todos jugaron futbol. Yo decidí sentarme encima de los colchones para gimnasia, ahí estuve mirando todo el tiempo. De vez en vez tomaba una pelota y hacía dominadas con ella para que el monitor no se acercara a hablar otra vez. Así estuve una media hora.

Cuando me senté en los colchones por última vez, apareció un pequeño dolor en mi estómago. Encorvé mi cuerpo y esperé a que cediera el espasmo. Tragué saliva y no me preocupé más.

El monitor una vez más nos reunió a todos y pidió que nos tomáramos de la mano, era la hora de salida. Nos dio instrucciones de cómo sería todo, dónde colocarnos y qué hacer cuando viéramos a nuestros papás: no griten, no empujen, no se van a ir sin sus papás.

Una vez más me acomodé hasta el final de la línea. En esta ocasión no corrimos, caminamos muy lento por los pasillos. Mientras nos acercábamos a las escaleras principales el dolor volvió. Apreté todos los músculos y caminé un poco más rápido, me adelanté a algunos niños hasta que el monitor volteó y dijo que "todo en orden". Regresé al final de la cola y sólo podía pensar en ir al baño. No veía ningún baño, miré cada puerta esperando ver el dibujo de un hombre, no lo encontré. Faltaba muy poco para llegar a las escaleras cuando de pronto mi cuerpo se estremeció, pude sentir vibraciones hasta las primera vértebras, sentía cómo mi estómago se plegaba sobre sí mismo y el líquido caliente descendía por todas mis piernas. Caminé más lento, ya sólo guiado por la fuerza del niño de adelante. Volteó se cabeza y miró mis ojos llenos de lágrimas, después miró con mayor detenimiento y vio todas mis calcetas llenas de excremento. No dijo nada, siguió sujetándome hasta que llegamos a las escaleras principales. Una vez ahí, soltó mi mano y no lo volví a ver.

Esperé a que todos los niños se sentaran en las escaleras para esperar a los papás. Dejé pasar a otros grupos. Algunos me veían, otros no notaban nada. Estuve parado ahí sin saber que hacer. Me sequé las lágrimas y esperé alguna instrucción. El monitor se acercó a mi y dijo "Qué pas..." Tomó mi mano y  buscó un lugar para mi, me preguntó si me sentía bien, le dije que sí, que sólo no sabía dónde estaba el baño. Me pidió que esperara sentado un instante. En esos pocos minutos sólo vi cómo el rastro café iba descendiendo entre mis piernas hasta dos escalones más abajo.

Después de hablar con otros monitores y señalarme desde la parte más baja de las escaleras, el monitor me acompañó hasta las regaderas y me dijo que me quitara toda la ropa, que la metiera en una bolsa y me colocara una playera gigante que consiguió. Mis zapatos también estaban sucios, los metí en la misma bolsa y caminé descalzo con la playera hasta las rodillas. Pasamos por detrás de todos los niños y me senté hasta el final. Todos volteaban a mirarme, nadie reía, creo que estaban curiosos. No sentía nada, no sentía vergüenza, no sentía miedo, podía mirarlos a los ojos y sentir que no estaban ahí. Nada me importaba, metí todo mi cuerpo a la playera y esperé hasta que llegaran por mi.

Mi madre no pude llegar, en cambio, mi primo fue por mi, por suerte su aquel día traía un short extra en su mochila, con el que patinaba. Me compró una paleta de hielo cuando le expliqué y nunca regresé a un curso de verano.




 


domingo, 8 de febrero de 2015

Cuando la conocí...

Es un hecho que todo mi gusto musical fue formado a través de su enseñanza indirecta. Toda la escuela del blues estaba detrás de ella. La primer época en que la conocí supe que su carácter oscilaba entre la tristeza y la ansiedad, ello nunca me alejó, estaba realmente atraído. Fuera de esos momentos era una mujer con una felicidad gigantesca. Reía a cada rato. La primer semana que pudimos estar juntos fue un tanto extraño, pero recuerdo todo el ánimo que desde el primer día dedicó a nuestra relación. Yo estaba asustado, indeciso, impulsado por la irreflexión; al contrario, ella se mantuvo razonable ante mi duda. Me decía que si no era el momento para iniciar algo juntos no habría ningún problema. En algún punto se desesperó, porque a la primer semana decidí alejarme de ella sin dar explicaciones salvo evasivas. Años después no puedo explicar qué es lo que quería. Ahora sé que la quería a ella, pero tenía miedo. Ella no, por lo menos no durante las primeras semanas donde fuimos más que novios, amigos.

Entre clases nos sentábamos sobre la banca con las piernas abiertas, frente a frente, y nuestros pechos entregados en la misma dirección. Para esos días yo estaba absolutamente perdido. Algunas tardes antes nos besábamos durante los espacios de tiempo que teníamos. No hablábamos, sólo nos rozábamos con los labios y decíamos la misma frase que habría de durar varios años: Te amo. Después se volvió más difícil controlar la distribución del tiempo, comenzamos a ocuparnos de nuestra relación más de lo planeado. Hicimos de las bancas el espacio para compartir nuestro cuerpo y anécdotas. Ahí le dije que la amaba, le dije que no sabía besar, (a decir verdad era una burda y falsa autoafirmación) cuando en realidad yo nunca había besado a ninguna mujer. Ella me enseñó lo básico del beso. Se acercaba hasta que faltaran pocos milímetros y proyectaba sus labios suavemente, me llenaba de microbesos, después se apartaba y sonreía. Mi cara hormigueaba de placer. Lo único con lo que contestaba era un violento abalanzamiento, apretaba mi cuerpo sobre el de ella, tomaba con mis manos su rostro y escurría mi lengua por toda su boca. Quedaba desconcertada, pero podía ver emoción en ella, reía por mi exagerada forma de besar. Metía mi lengua en todo momento, primero como síntoma de la inexperiencia, después los besos lengua se convirtieron en un sello de pasión y deseo. Aprendí a modular los míos y ella aprendió lo contrario. 

Ocupamos cientos de horas sólo en besos. No recuerdo mucho de lo que hablábamos, pero recuerdo las escenas: nos besábamos en la noche, en zonas obscuras, a plena luz en las mismas calles que recorrimos durante años; nos besamos en los puentes peatonales; la besé entre lágrimas; nos besamos a la orilla de su puerta; frente a sus amigos; en las afueras de un restaurante vegetariano; en el caos inmenso de una avenida transitada; la besé a ella y a un vidrio que se interponía entre nosotros; mientras estaba recostada en una unidad dental la besé; la besé con el aliento a cerveza; la besé después de vomitar; la besé cuando hacíamos el amor; la besé agripada; nos besamos en el trópicos; nos besamos desnudos; nos besamos los pies; besamos el conjunto de cosas que amábamos, los perros, los gatos; la besé después de un concierto; besó mis manos; besé ambos ojos; besó mi pene; besó mi abdomen; besé sus piernas; besé sus fotos...


martes, 3 de febrero de 2015

Cuando la conocí...

Lo primero que se viene a mi mente es esa melena ondulada, desaliñada, deshidratada, una enredadera que se podía ver desde bastante metros a la distancia; un cabello castaño, que por aquellos años estaba pintado de negro. No podía imaginar otro peinado que no fuera aquel despreocupado aspecto. No sólo se reflejaba en el cabello, sino en los pies, en las manos... pero todo era a propósito, era evidente que todo aquello era una imagen perfectamente planeada. Nadie tiene el cabello tan desarreglado, si no es a través del meticuloso ejercicio de lucir diferente; porque lo era, tenía un brillo que la convirtió en la excepcional cantante que es hoy. Ya era actriz antes de que lo pensara. Tenía un carisma desbordante para abordar a las personas y entablar conversaciones. No conmigo, debo ser honesto, pero iba por aquí y para allá repartiendo sonrisas y buenos deseos. Por supuesto que estaba la parte irascible que no buscaba ocultar. Se largaba de una reunión o sin más meditación dirigía insultos para aclarar un punto en discordia. Esa era la manera en la que hacía las cosas, en la que cuidaba su aspecto: Natural y espontánea.

Yo no conocí alguna persona que no tuviera una buena impresión de ella. Era una mujer leal, que sabía escuchar y opinaba al respecto. A más de uno le levantó el semblante del piso para hacerlo volver a la realidad, a esa realidad feliz a la que se asía o pretendía abrazar, pero que en realidad le parecía desdichada. Nadie sabía eso, muy pocas personas, los más cercanos, muy cercanos, un puñado de personas apenas. Nadie sabía que por las noches lloraba hasta que sus ojos no podían inflamarse más por circunstancias sumamente privadas, que socavaban la energía que encontraba en el refresco de cola y el tabaco. Era completamente natural que los recuerdos la atormentaran así, su carácter era de seda y algunas rasgaduras jamas lograron difuminarse, sin embargo, urdieron con más resistencia su carácter benefactor. Una filosofía positiva de la vida surgió en ella. Gran parte del tiempo pensaba en cómo obrar bien, ayudar al prójimo, al desvalido. Janis fue una gran equilibrista para no caer en el desánimo que constantemente le atacaba y el impulso lógico de alguien empático, de quien entiende las circunstancias y se apropia la desdicha de los demás. 

No puedo dejar de recordar su sonrisa; la primera vez que la vi de cerca me pareció divertida, una expresión infantil, que casi no veía en las personas de mi edad. Hablar de la risa, es hablar de un tema todavía más grande. El sonido que salía de su boca podía escucharse muy a lo lejos, era agudo y repiqueteaba en pausas, porque energía se liberaba en forma de sonido y energía se comprimía en su estómago. A veces reía tanto que pedía parar, si no la dejaban parar pasaba al enojo. Con Janis no se jugaba con la risa, como no se jugaba con sus ideas. Siempre estaba decidida a defender un punto hasta el cansancio, pero había límites en ella. Se desesperaba con facilidad si no lograba cambiar de opinión a la otra persona. En aquella época idealizaba las perspectivas que hay del mundo, todas le parecían seductoras e interesantes. Podía hablar de temas polémicos sin ninguna censura, si alguna idea no dejaba de manifestarse en sus actividades diarias, se obsesionaba con ella, leía y leía hasta lograr una comprensión total. Devoraba biografías, memorizaba discografías completas, absorbía horas y horas de películas. Aquel sentido de control se hacía presente en las más amplias formas de su vida.

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La primera vez que la escuché cantar quedé sorprendido, no tanto como ahora cuando la escucho en retrospectiva para atender todo su progreso. La única constante en toda su carrera ha sido la verdad que sale en forma de notas; en el sonido de su voz potente se desprendía la fineza de su carácter, se iba esa tosquedad de la que siempre se quejaba, la que aparecía cuando quería pasar por un lugar reducido, cuando quería caminar aprisa sin tropezar, la que le rompió un vestido elegante y fino que esperó ponerse por tanto tiempo. El canto brotaba de ella como las lágrimas prístinas que le descendían por sus pómulos cuando recordaba a algo antaño en una canción. Todas las memorias estaban acumuladas en canciones. Ella podía reconstruir el anhelo, el odio, el amor, el miedo y la euforia en canciones. En esa constelación lírica encontró espacio para hablar de ella sin censura. Jamás decía si algo andaba mal en casa o con sus amigos, simplemente ponía sus audífonos, elegía una lista de reproducción y dejaba que la música armonizara su sentir.

La primer canción fue  "Mercedes Benz". Quedé pasmado cuando terminó la canción, con una doble sensación en mi, sonriente y sorprendido, probablemente una se derivó de la otra. La canción quedó impresa en mi mente como un sello único. En todos los años que pude estar cerca de ella fueron contadas las ocasiones que escuché nuevamente la canción, tal vez diez veces, sobre todo los primeros años. Para todos los que la rodeábamos era una interpretación soberbia, para ella no tenía sentido la petición, decía que era la que siempre cantaba. Así fue hasta los últimos momentos.

Continuará... 

jueves, 29 de enero de 2015

Razones para matar

Autor: César Palma

Personajes:

- Verdugo: Un hombre corpulento, entre veinticinco y treinta años.
- Cinco hombres de rodillas con sábanas cubriendo el rostro, de espaldas a su verdugo.
- Dos hombres armados flanqueando al verdugo.

Época: Actual

Lugar: Alguna zona cerril de México

(Ninguno de los hombres arrodillados emite sonido alguno. Los hombres que los custodian permanecen de pie sin retirar las armas que apuntan en dirección a las cabezas de los cautivos. Se aproxima el verdugo hasta los hombres y permanece de pie en medio de todo el grupo)

Verdugo: !No mamen¡ Las pinches cuatro de la mañana. ¿Qué no tienen nada que hacer? La verdad es que no me los esperaba. No me jodan. Ya estaba durmiendo, estaba con mi mujer. Me encabrona este tipo de cosas, pero ni modo de decir que no. Me llegó la llamada, vi el número y no podía simplemente colgar. Ustedes, en cambio, sí podían simplemente no pasearse por aquí. Qué necedad la suya. No se cansan cabrones, una y otra vez van a caer en lo mismo, nada va a cambiar. Si vienen a pasear las nalgas por aquí van a terminar conmigo. Una y otra vez. La pregunta es ¿Quién se va a cansar primero? Ya van como quince cabrones que nos tronamos en menos de dos semanas. Con ustedes serían veinte. Esto es pura matazón a lo pendejo. No hay de otra, si no mueren ustedes, seguro soy yo... mejor ustedes.

¿Por qué esto no me sorprende? Son la misma gentuza, siempre. Sin conocerlos sé tanto de ustedes. Nada más con verlos a primera vista: brazos frágiles de adolescente, ropa nueva, de la más cara, o de la que les alcanza... ¿Cuánto les pagan? Una mierda estoy seguro. Esbeltos, prietos, puro pinche lángaro jodido. ¿Qué sienten que ahorita les voy a clavar una pinche bala? Peor, por unos pinches pantalones nuevos. Carajo, también los entiendo. Uno se siente lo máximo trayendo lo mejor, no hay duda, pero hasta yo me lo he preguntado ¿Vale la pena? Porque aquí ustedes valen verga.

Sus jefes ya pagaron por adelantado. ¿Me explico? Siempre se sabe si van a vivir o morir pedazos de mierda como ustedes. ¿Cuánto les puso a su muerte? Cinco mil, diez mil, a lo mucho. Yo creo que hasta menos... si ya nos tronamos a quince, el valor tiene que bajar. Puro pinche perro que no vale nada, ustedes no valen ni una bala. ¿Saben cómo matamos al grupo anterior?

(Se inclina ante uno de ellos y busca una respuesta. No obtiene nada)

A puro pinche machetazo. Yo no lo hice, pero vi a estos dos cabrones cortando sus cabezas como si fueran unas piñas, algo así se me figuró. No tengo la sangre para esas madres; una bala es limpia, yo diría que más humana. Con lo otro se me hace un regadero si no sabes cómo hacerlo. La otra vez este pendejo no supo cómo cortar y se le fue el filo directito sobre el hombro de un cabrón, el pobre desgraciado no dejaba de gritar y llorar, el pinche machete metido a la mitad, yo creo que apenas atravesó un poco el hueso. Estuvo muy bueno, pero no siempre se está con el estómago y el humor para esas madres.

¿A poco no es una buena razón para usar una bala?

(uno de los sujetos arrodillados se orina)

!Ah, no mames¡ ¿Por qué mierda haces eso?

(Sale un gemido del hombre orinado y sobreviene un disparo)

Ven lo que les digo. La bala es rápida, ni la sintió. No había razón para que se miara el cabrón. Esto es rápido. No sé qué tanto chingados lloran y piden perdón. Aquí no cabe nada de eso. Además la muerte ni duele... duele más el orgullo y la putiza que les metieron. JA JA JA.

!Quítale la pinche máscara a este¡ Quiero verlo.

Mira nada más, puro pendejito. No tengas miedo cabrón. Pa'qué chingados lloras, ya valió madres todo, hasta deberías sentirte medio feliz. A todos nos toca parejo. A huevo que yo también me abro, no más pienso cuándo me van a torcer, pero no por eso ando chillando. Uno sale a rifarse, a partirse la madre para vivir bien. Tú yo, estos dos cabrones, tus compañeros, tus papás, todos... Ojalá hayas vivido bien ¿Cuántos años tienes? ¿Quince, diecisiete?... a ver dime ¿Cuánto culitos te echaste ya? Si son pocos, qué pendejo. Yo procuro dos o tres veces por semana y trato de mantenerme relajado.

(El verdugo abre una pequeña caja metálica y saca cocaína que después inhala sobre la tapa de la misma caja)

No es fácil darle cuello a varios cabrones. ¿Me entiendes? No porque te importen o te preocupes, o sea difícil, es muy fácil, sino más bien porque sabes que tus posibilidades de vivir disminuyen por cada vida que quitas. No es que alguien los vaya a vengar, a poco crees que tus pinches papás jodidos van a venir a buscarme o alguien más... Pero se que alguien o algo más grande va a cobrar esa deuda. No sé, son asuntos muy complicados que no va a entender un chavo pendejo como tú o como el mión de tu compañero. Pero hay algo importante en todo esto, que aunque se acorte mi vida, voy aventajado por cada cabrón que me trueno. Tú no llegarás hasta donde yo... Vivir más es una razón poderosa.

(Se oye un disparo más)

Recojan a esos dos por favor. No soporto el pinche olor... Rápido, antes de que se orine este cabrón también o se les salga la caca.

(Los dos hombres arrastran los cuerpos y salen de escena)


Ya sólo faltan ustedes tres cabrones.

(Nuevamente inhala más cocaína, más rápido. Retira la máscara del siguiente individuo)


!No me chingues¡ Me acabo de echar a tu hermano y no me dices, por que no dijiste nada. Qué pinche insensible eres, cabrón. Se está jodiendo tu raza frente a tus ojos y te quedas ahí como pendejo. ¿Era tu hermano mayor? Pues le calculo que unos cuatro años ¿Cierto? No importa. Es lo que le decía antes sobre la vida. Que el tiempo vale pa pura madre frente a la muerte; cinco o diez años no hacen gran diferencia. Al menos así lo veo yo. Yo también tengo un hermano, más viejo, pero más chingón. Lo respeto. Ese cabrón se fue de la casa desde bien chiquito, así como tú más o menos, pero se dedicó a trabajar de lleno. Se mantuvo solito desde bien joven. Me intentó echar la mano, pero no es mi giro eso de andar bien cuadradito. Cada quien sabe lo que le conviene. Ni se ha de imaginar lo que hago porque hace un chingo de tiempo que no lo miro, ni a mi madre. Eso es bueno de ustedes, que anden juntos... bueno, andaban. A mi me hubiera gustado andar con mi hermano así. Si no le faltaron huevos para dejar la casa y salir a delante por su cuenta, no me imagino todo lo que hubiera podido hacer conmigo. Aunque tal vez fue lo mejor, así lo respeto más, no que aquí... pura pinche traición. Es normal, digo. Funcionan más fáciles las cosas cada quien viendo por lo suyo. Uno vive y muere por lo suyo. Y a ti ya te tocó cabrón.

(Un tiro más)

JA JA JA. ¿Parece puro pinche regaño, verdad? La verdad es que me gusta platicar. Mi mujer dice que hablo mucho, que no doy chance para los pensamientos de otros, ni los de ella. Me dice que nada más me importa lo que yo digo. Puede que tenga razón, y eso está jodido. Hay que saber escuchar para poder responder. ¿Me entienden? Es como lo que ahorita pasó. ¿A poco no esos dos cabrones son buenos para hacer preguntas? Pero son todavía mejores para sacar respuestas. Espero que ustedes hayan hablado largo y tendido, porque ya no hay marcha atrás, aquí se acabó todo lo que pudieron haber dicho. Si algo me encabrona es que me pidan perdón, que me hablen de sus hijos, sus hermanos, su pinche madre... Las palabras valen madre, las acciones los trajeron aquí ¿No? Y las acciones los van a llevar de vuelta. Si las palabras significaran algo más que sonidos, tu hermano reviviría, pero no. Inténtalo, levántalo diciendo alguna pendejada. ¿Verdad que no? Ésto vale más...

(Un tiro más sale de la pistola. Los hombres llegan con las manos y brazos llenos de sangre)

Dos hermanos, qué desperdicio. Entiendo cuando uno se mete a la mierda y no depende de nadie, pero andar los dos en la misma porquería es demasiado para mi. Como les dije, yo me alejé de mi hermano y lo alejé de mi. No tenía caso. Ahora lo único que tengo es mi mujer y nada más. Y he sido bien claro con ella: Un día me va a tocar. Ni te espantes, ni te enojes, ni hagas nada. Tú sigue tu vida, consíguete otro cabrón y sé feliz. Eso sí, le he dicho que chingaderas ahorita no voy a tolerar. Aunque me cargue la chingada no pasa nada, todo va a seguir igual. Este pinche trabajo cualquiera lo puede hacer. Me he dado cuenta con el tiempo de eso. Si yo me quiebro, cualquiera de estos dos puede hacerlo. Ese cabrón, por ejemplo, está loco. Nada más ve sus pinches manos. Si lo que sobra es gente dañada. Nada más hay que vernos a nosotros, no somos los seres más puros y cuerdos. Tú, otro pinche ignorante jodido, estos dos pendejos igual, y pues yo igual. No hay diferencia, la única es que tú estás de rodillas y nosotros de pie. ¿Me entiendes? Es la relación del poder, bien nosotros pudimos ir a joder allá de donde vienen y ahorita estaríamos en la pinche tierra, cagados y orinados. No fue así.

!Dame tu pinche arma¡.

Mira, lo que quiero decir, es que ahora sin su arma, él no es nada. Al menos hay un equilibrio de fuerzas más justo, cabrón. Yo no sé, pero a lo mejor eres más chingó a puño limpio, o puede ser que no, pero la diferencia es mínima. Con una pinche arma cambia todo. ¿Entiende? Son mamadas que no te sirven de nada, pero que son importantes. No sé, ayer me cayó el veinte de eso. Ha de ser de ver tanta pinche masacre a lo pendejo. Pero saber qué, esto es lo que me gusta...


(Se escucha un último disparo)
























domingo, 25 de enero de 2015

Baño Otaku

Simplemente si uno se toma el tiempo suficiente para observar y pensar las cosas todo cambia repentinamente. Es como si el panorama se fuera ampliando más y más a cambio de tiempo. Cada minuto va prolongando nuestra visión y entendimiento en asuntos que jamás se hubieran reflexionado por la premura de nuestra vida citadina. Hoy por ejemplo:

Caminé por el Eje Central enfilándome hacia la parada del trolebús. A pocos metros de llegar decidí adelantarme al baño, porque aunque no eran muchas las ganas de orinar, creí que no me concentraría en mi lectura si de por medio había unas ganas crecientes de orinar y cagar. Me lamenté, porque no pasé antes en la cafetería donde desayuné. Ahora tendría que pagar cinco pesos en baños no tan aseados. 

Caminé hasta dentro de la "Friki Plaza", subí por las escaleras eléctricas hasta el segundo piso. No vi los baños, ni anuncios, por ninguna parte. Me aproximé a un vendedor de ánime, me dijo que más arriba los hallaría.

En la última parte de la plaza estaban por fin los baños. Me atendió un niño. Me sorprendió que me diera más papel que el que usualmente dan: ocho cuadritos. La textura tampoco estaba tan mal, de hecho me pareció bastante suave. 

Cuando entré al baño había un chavo parado, esperando a que alguna de las tres puertas se liberara. No conforme con lo evidente - las puertas cerradas y el chavo esperando - me asomé. Vi unos tenis blancos, unas botas cafés y unos zapatos tipo escolar. Regresé a la entrada del cuarto de baño y tomé mi lugar. El sujeto que esperaba no sé si ya llevaba un buen rato, tenía las manos detrás de su espalda y parecía no reaccionar ante ningún estímulo. No le quitaba la mirada a la pared azul de fondo.

En los primeros minutos entró un sujeto, antes de llegar al mingitorio, ya con la verga entre sus manos. Apuntó al centro de la porcelana y dejó ir, no sé cuánto en mililitros, pero sí unos veinte segundos de orina. Me pareció excesivo, y a ello le atribuí la presteza con la que llegó. Abandonó el lugar. Me miró a los ojos y se perdió entre los pasillos. 

El hombre a mi lado seguía sin hacer nada. Me imaginé cuánto le debía de andar para concentrarse en esa forma. También pensé que no tenía nada que pensar si sólo estaba esperando un turno en el escusado.

Después imaginé si alguno de ellos había muerto sentado. Me pareció bastante plausible. No había ningún ruido, ni siquiera hedor. ¿Cómo nos cercioraríamos de la muerte de aquellos tres si tal fuera el caso? ¿Cuánto debíamos esperar para suponer que algo andaba mal? ¿Diez minutos sería suficiente? ¿Qué tal quince? Yo no me hubiera atrevido a presionar de ninguna manera. Cada intestino es diferente, y a lo largo de mi vida he conocido a personas con estreñimiento. Esa era una razón poderosa para no interrumpir su concentración.

En verdad era muy extraño que no sucediera nada. ¿Acaso era una broma? Pensé. No había ningún sonido de un sólido precipitándose al agua, ni siquiera un poco de aire. No había nada de ello, pero yo lo comenzaba a imaginar. Los cinco minutos que habían pasado comenzaban a ser desesperantes. Casi me atreví a abandonar el lugar, pero qué sentido tendría. Hubiera caminado hasta el trolebús para al final sentirme estúpido por no haber hecho del baño cuando tuve la oportunidad. No hubiera disfrutado el viaje, no hubiera leído, no hubiera sido rápido el trayecto. Mejor esperé otro rato más, que en realidad fueron cinco minutos adicionales. 

En este lapso llegaron dos chavos más jóvenes que el líder de la fila. Cuando los vi entrar no pude evitar sonreír. Uno de ellos, el más joven, tenía un gorro negro que apenas si podía aprisionar todo el cabello que descendía hasta sus hombros. Tenía lentes de pasta, de una sudadera dos tallas más grande, pantalón negro de mezclilla y una playera de una exuberante mujer en caricatura. Sonreí porque era imposible que ahora esperáramos tres personas por un lugar. Cuando terminé esa idea entró uno más. Estaba vez un chavo regordete con un pants gris entubado. Sus pantorrillas eran descomunales, fácilmente tenían el tamaño de mis dos piernas juntas, su barriga era todavía más impresionante; no pude evitar pensar que también quería vaciar su tripa, dos segundos más tarde lo confirmé. Se paró en el pequeño pasillo donde eramos ya cuatro personas.

Entraron algunas personas más a orinar. Su presencia apenas si sentía, entraban rápido y salían de la misma manera, sin reparar en todo el tiempo que llevabamos esperando. Habían transcurrido quince minutos. En todo el lapso no cruzamos palabra alguna, ni que yo recuerde, alguien me miró. Por el contrario, no dejaba de observarlos, no podía evitar pensar en lo irreal que era que todos queríamos cagar, y que ninguno de los tres sujetos podía apresurarse.

Traté de justificar la demora. Me acordé que en piso donde se encuentran los sanitarios vi la zona de comida. Toda ella japonesa. Cuando subí las escaleras vi a un grupo de personas comiendo un bola de pan rellena con algo negro. A pesar de haber desayunado unos minutos antes quería probar algo de lo que ahí vendían. En el baño se me fueron todas las ganas. ¿Qué tal y si ellos comieron ahí y por eso padecen en el escusado? ¿Se habrán intoxicado con el alimento? ¿Qué habrán comido? ¿Vienen los tres sujetos del mismo restaurante? ¿Cómo pueden tres hombres sincronizar el vaciado? Todo me parecía probable e imposible al mismo tiempo.

El joven gordo salió del baño por un minuto, después regresó con más papel en su mano. Supuse que pago por el extra. En ese momento me entró un asco enorme, era insoportable la idea: ¿Cuánta caca haremos entre los siete? ¿Cuánta caca han depositado los tres de adentro? ¿Por qué pienso en eso?. El estómago se me revolvió.

Era demasiado el tiempo que había esperado. Suelo ser muy paciente, pero creí que no tenía nada de virtuoso hacerlo en este sitio. En ese tiempo pude haber llegado a cualquier otro  baño, pasar directo y sin dilaciones. No que ahora estoy pensando en absurdos. El efecto del baño colectivo se cernía sobre mi: estaba salivando, mi estómago comenzaba a vibrar, olores venían e iban sobre mi nariz, de pronto todo se calmó. Un par de pies se movió y el sonido del agua preparó al primer chavo de la fila. De la puerta salió un joven con camisa color vino, nos miró y se apresuró al lavabo. No pude evitar mirar su trasero. ¿Por qué cagó tan lento?. 

Por un segundo pensé que el nuevo ocupante terminaría rápido y pronto estaría sobre el Eje Central en camino a mi casa. Nada de eso pasó. En su lugar una bomba fétida llenó el cuarto. Pude distinguir entre una jugada ilusoria y la realidad. Estaba vez el baño apestaba a rayos. Mientras los otros dos compartimentos permanecían estáticos, en el primer escusado había una convulsión terrible de sonidos y hediondez. Todo el malestar regresó a mi. Era demasiado, pero en esta ocasión ya tenía ganas de cagar y orinar. Aguanté la respiración por instantes, pero sólo empeoró mi situación, porque al querer recuperar el aliento mis pulmones jalaban con más fuerza las moléculas suspendidas.

Cuando más alterados estaban mis sentidos, la última puerta se abrió, un anciano salió del sitio. Otra vez miré sus nalgas. Traía un pantalón color caqui. Vaya comparación que hice. Me resistí a pasar, tuve asco al pensar que estuvo más de veinticinco minutos sentados. ¿Qué tan caliente estará la taza? Fue lo único que pensé. Me adelanté con un paso largo cuando vi que el regordete quería apañarse el lugar. Para mi sorpresa el espacio no despedía ningún aroma, me sentí aliviado. Lo único que hice fue sentarme sobre una protección de  papel que tendí sobre la porcelana. En ese instante imaginé que podría escribir todo lo que viví, en venganza por la tardanza. Tenía una aplicación de notas en mi celular, podría hacerlo, claro que sí. Relatar en veinte minutos, o en más, todo lo que es esperar. Los demás, pensé. Exacto, los demás no tienen la culpa. Metí velocidad y en seis minutos estaba afuera de la plaza esperando el camión. Con la cola limpia.

martes, 20 de enero de 2015

20 minutos

En veinte minutos puedo morir, eso se piensa cuando vienes dando todo de ti en la bicicleta. Piensas que si te metes en un hoyito todo se va a cabar, dejarás de ver el camino por un instante y pensarás en el automóvil que viene detrás de ti, qué tan cerca está, cuán rápido viene y si el conductor está atento y podrá frenar, o si simplemente dejará ir el auto sobre todo tu cuerpo. Piensas que no vienen atentos, que su atención está cruzando el carril, en la acera, en las esquinas y paradas de la avenida Tlalpan. Las prostitutas deambulan en los cuadrantes en que han dividido la calle, por momentos son más visibles que yo, pienso. Los conductores saben cuándo frenar y cuándo acelerar, si una vale la pena mirar o si no vale nada y mejor pasar a la siguiente. Si acaso son prudentes, me rebasan con un metro de distancia entre su puerta y mi pierna izquierda; si les urge observarlas más de cerca, aceleran lo más pegado posible a mi, para rápido encontrarse con unas piernas morenas y unos senos inmensos. Frenan en seco, prenden las intermitentes y no me queda más que salir al paso.

Vuelvo a pensar que voy a morir, la velocidad es demasiada, o es engañosa la luz, porque sólo veo cómo se pierden en el horizonte las luces rojas. No es como en la tarde que el auto se pierde entre una estación del metro y otra. En la noche las distancias se vuelven más cortas, tanto para frenar como para acelerar. Se tiene que decidir entre aprovechar cuarenta centímetros y fugarse entre la facia del Mercedez y la lámina del microbús, o mejor parar y esperar que el orden se restablezca. Es cuestión de segundos, no hay tiempo para pensar mucho. Cada kilómetro que se van consumiendo queda atrás junto con todas las posibilidades de morir. Se sobrevive a cada calle, donde se incorporan autos sin mirar a ambos lados, y cuando lo hacen no hay cálculo, se meten al carril esperando que la bicicleta frene en dos metros. Si salen con precaución, se detienen a la mitad del carril, ahí estacionado y temerosos de incluirse al torrente de autos, dejan la trompa del coche casi tocando el segundo carril. Pienso que voy a morir si no lo hago bien: ¿Me meto por el espacio, entre la trompa del coche y el flujo del segundo carril? ¿Si alguien me embiste, cómo quedaría? ¿atrapado entre los dos autos o levitando varios metros en el aire? Me pregunto todo esto cuando ya crucé.

Pienso que voy a morir si alguien se le ocurre rebasar por la derecha (la extrema derecha por la que voy). Si alguien lo hace, adiós. No me habré despedido de nadie. Se enterarán, probablemente, hasta horas después que fui arrollado por un taxi - porque son ellos quienes cometen cotidianamente tal imprudencia-. Me imagino que todos los que me conocen van a llorar, y eso me acelera el corazón. Doble trabajo para el corazón, bombear sangre para cada músculo de las piernas, también bombear sangre por la adrenalina que causa la idea de morir. No es que quiera morir, pero no es que me quiera mantener sin montar la bici. Tampoco pienso todo el tiempo que voy a morir. A veces pienso que voy rápido y que tengo el control absoluto. Esta vez no, pienso que voy a morir.

Pienso que la probabilidad de fenecer desciende como una cortina frente a mi. Puedo ver que cada auto es un golpe inminente o no. No sé cuál coche me golpeará, qué modelo, a qué velocidad, desde qué dirección. Sólo se que el río incontrolable de autos pasa y que son un guiño que me dicen cuán frágil soy. No hay manera de saber quién me pegará, quién habrá de matarme, todo es tan incierto: Pasa un taxista con la mirada gacha hacia el celular, y no me pasa nada. Siguen pasando una decena de hombres con los ojos puestos en unas nalgas, y no me pasa nada. Tengo un auto pisándome los talones mientras intentamos rebasar un autobús, y no me pasa nada. Sigo en línea recta desde la extrema derecha,  en una intersección donde autos se quieren incorporar desde el segundo hasta la salida próxima, y no me pasa nada. Subo un puente con cuesta pronunciada, con la presión de moverme del camino porque valen más sus decenas de caballos de fuerza que lo que doy con el estómago vacio, y no pasa nada. De pronto, bajando el puente, el embotellamiento me acurruca con su tranquilidad, su inmovilidad me borra la idea, pienso que no voy a morir, pienso que en veinte minutos he llegado a mi casa.

jueves, 15 de enero de 2015

La vieja, la primera.

Es difícil aceptar que un día están las cosas y en un instante ya no. Hoy salí del metro y mi bici ya no estaba, alguien la tomó, rompió el candado, tal vez, y huyó entre la muchedumbre, que yo creí tontamente, le daría más posibilidades de no ser hurtada. No tardé en darme cuenta lo que había perdido; fue la primera, lo digo en femenino, porque era de mujer. Era una chica. Con ella realmente me solté al mundo, al salvajismo urbano. Me dio seguridad (en un post anterior hablé de ello). Con ella aprendí a ver la ciudad y la noche de otra manera. Incluso temí por ella porque era única, si hubiera desaparecido ya no tendría cómo avanzar. No pasó afortunadamente, siempre estuvo ahí dando de sí con toda fuerza, recorrió mucho tramo conmigo. A veces me fallaba, pero siempre se reponía y quedaba lista para seguir rodando indefinidamente. Me encariñé tanto con ella que no pude aceptar lo inevitable: necesitaba otra bici nueva, ideal para mis nuevas exigencias. Temía que la nueva fuera robada, o en realidad era mero pretexto para no deshacerme de mi viejo cariño. 

Siempre me respondió, estaba dispuesta a comerse el asfalto, sin importar si era subida, bajada, terracería o en baches. Su carácter me fortaleció; sabía que si necesitaba velocidad, la daría sin chistar; si necesitaba confort, su contextura lo permitía. Tenía todo, aunque al final comenzó a menguar su estado. Le cambié cadena, pedales, manubrio, desviador, frenos... Seguro su tiempo había pasado. Fue muy breve, pero la exploté como nunca. Tal vez fui injusto con ella, no debí exponerla tanto, ni confiarme de esta manera, al grado de dejarla solitaria en un entorno hostil. Dejé de preocuparme, de no exponerla a las miradas curiosas. Como sea, hay cosas que no se pueden evitar. Quisiera tenerla aquí como siempre, pero es imposible. Ya está en algún lugar lejano. Sólo espero que la cuiden.


No compres bicis robadas.