lunes, 30 de diciembre de 2013

Capítulo 1

No sé si sentado, parado o en movimiento es más irritante esta sensación. Y no sólo para mi ánimo si no para toda la articulación. Es un ardor insoportable por su permanencia más que por la intensidad de la molestia. No es gran cosa, parece una exageración vista desde afuera, pero sólo quien experimenta la invalidez puede comprenderlo. Porque los movimientos cotidianos de pronto brotan en el panorama de la imposibilidad. Uno comienza a hacer valoraciones sobre el gusto de poder sentarse durante horas sin que la ingle quede infestada por una marabunta o caminar a los abarrotes sin petrificarse a la mitad del trayecto por una inservible pierna. Es fácil concluir que el dolor más pequeño puede convertirse en una carga inmensurable, porque altera la perspectiva del tiempo y el espacio No es el mismo dolor el que siente él al que siento yo, aún cuando se tratase del mismo síndrome o lesión. Por supuesto que tales percepciones son circunstanciales, dependen de otros factores: del clima, las horas de sueño, analgésicos, ocio, entretenimiento, compañía, soledad y minucias que pueden obsesionar como las fibras textiles del pantalón o el resorte de las bermudas. En mi caso llegué a un punto donde puedo ignorar un poco, y tan sólo un poco, la molestia.

Me siento a observar por la ventana durante la mañana, veo cómo cambian las sombras, primero son gigantescas, a la mitad del día son realmente obscuras y durante el atardecer son difusas, melancólicas.  Pero hay algo que me ha quitado el dolor, es un sustitutivo bastante entretenido. Si bien el dolor regresa apenas lo recuerdo, pero puede aliviarlo o logro ignorarlo mientras observo por la ventana. Lo que hay a través de la ventana es sorprendente de extremo a extremo, desde donde comienza mi calle y hasta donde termina obstruida por la pared de un cementerio donde reposa mi abuelo, más abajo en el mismo hoyo, sus sobrinos, algunas tías y no sé cuántas osamentas más. En la pared del cementerio siempre están las mismas personas, pasan más tiempo sobre la banqueta que yo observando por la ventana. Lo sé porque me levanto y están ahí, desayuno, me asomo, y siguen ahí, voy a pasear al perro y siguen ahí, en la tarde, en la noche, en la madrugada. Es bastante fácil inferir a lo que se dedican. Quién desearía cuidar la banqueta o una calle. Los vagabundos las usan como hotel de paso, pero ellos custodian la banqueta como si fuera su propia casa. Es su pequeña mina de oro, venden grapas, marihuana, piedra, cristal y todos sus derivados y mezclas. Ellos no son la sorpresa para mi, sé que son personas con una historia particular que los hace arriesgarse de esa manera por dinero fácil, muchos de ellos crecieron toda su infancia metidos en el barrio sin mayores oportunidades, otros heredaron el negocio, unos más fueron instruidos por su madre y hay otros que nunca he visto por aquí, aunque es seguro que se sumaron a la pequeña empresa por invitación o como inversionistas de capital. Todo ello no me importaba, incluso aumentaba mi dolor cuando los veía ahí sentados con una expresión de desprecio por la vida y por los demás transeúntes. En más de una ocasión vi cómo se abalanzaban a golpes sobre algún infeliz que decidía sostenerles la mirada. Habían compuesto un lenguaje de señas, miradas, gesticulaciones y tronidos con la boca para decidir a quien machacar, entre ellos mismos o externos. Lo anoté en una libreta, ahí hay registro del código.

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La primera vez que la vi fue una tarde bastante calurosa. A mi lado tenía un vaso lleno de agua de limón bastante agrio, un híbrido, con olor a lima. Iba a retirarme de la ventana porque la radiación estaba con toda su intensidad y el reflejo del sol sobre el toldo de los coches comenzaba a lastimar mi vista. Me bebí casi todo el vaso, pero interrumpí el último sorbo cuando vi que una gran sombrilla se acercaba desde el extremo poniente de la calle. Una mujer hermosa, que bajo una observación más rigurosa parecía de treinta y cinco años, incluso menos, pero en realidad era mayor, cincuenta y cinco, después lo supe. La primera vez, con esa sombrilla sobre su cabeza, no asumí mucho, salvo lo evidente. Un tallo trabajado con paciencia y disciplina. Me pareció envidiable desde el punto de vista de cualquier mujer, porque ella siendo vieja, más no anciana,  tenía las energías para trabajar una buena silueta y sobreponerse al tiempo, igualar a una señorita o superarla en musculatura, postura, seguridad....fantasías mías. Como contemporáneo no tenía nada que agregar. Era una joya andando sobre el asfalto caliente. Corrí un poco más las cortinas y saqué mi cabeza, desde luego ella lo notó y retiró el paraguas para regalarme un saludo risueño. "Buenas tardes" nos dijimos. Al final de la calle los de la banqueta siguieron con la mirada el estampado de mariposas del vestido, la forma de caminar era la de un jardín con movimiento. Un marea sensual incluso para seres con el cerebro bastante frito por tanta piedra. No  hubo rechifla. Todos callados y observando pasar a excelsa mujer.

Golpeé mi cabeza con el marco de la ventana cuando quise regresar al interior de la sala. Mi mujer había gritado algo, no supe a qué se refería, pero asumí que no estaba del todo contenta por mi nueva actividad. Espionaje, ella decía cuando trataba de exagerar. Estuve inmóvil durante varias horas aquella tarde, mi cadera no me dejaba acomodarme con facilidad. Tuve que colocarme varias bolsas de hielo para que se adormeciera la zona. También tragué dosis triple de medicamento. Cenamos más tarde de lo común, entre cada cada hora me asomaba por la ventana para ver si algo cambiaba en el paisaje, ellos seguían ahí inmutables y si rastro de la bella mujer. Pensé que si a la luz del día me pareció exuberante, casi mágica, de noche debería ser un espectáculo mejor.

 La carne estaba dura por razones desconocidas, como si no hubiera sido tomada con delicadeza, lo atribuí a Claudia, parecía molesta. Sabía exactamente porque, siempre lo sé; para mi no existe la idea generalizada de la complejidad de las mujeres. Son sumamente explícitas, desde luego, nos confunden las negritas y el marcador que colocan sobre las frases y actitudes.

— Estás molesta porque no dejo de asomarme por la ventana —.

Abrió las pupilas. — No —.

Insistí  — Oh sí, desde luego que sí —.

 — Bueno, es que no ayudaste para nada hoy, a veces te quedas inmóvil por el dolor, pero para asomarte por la estúpida ventana echaste todo el cuerpo sin ninguna queja o esfuerzo. Creo que estás jugando conmigo — Trató de recomponer.

 Comí el bistec sin los cubiertos, despedacé la carne con las manos y la metí a mi boca sin detenerme a beber agua. Me levanté hacia la ventana.

Comencé a incomodarme tanto por la ausencia de la señora como por mi exageración. Nunca la había visto, ni siquiera en las salidas matutinas al mercado cuando la pollería, los vegetales y la carne está acaparada por señoras de todo tipo. Invariablemente todas van al mercado, sean amas de casa de tiempo completo o no. Pero no tengo registrada a tan bella dama. Se me ocurrieron varias: una preciosa de ropa deportiva, la señora con una pronación graciosa, y que aún con ello luce unos hermosos pies sobre tacones de un decímetro; la melena de la pollería, la voz delgada de la paletería, la muchacha que va tarde al trabajo todos los días. Recordé decenas de mujeres sin identificar a la señora de la semana pasada. Era algo indigno, a mi edad, estar obsesionado con una mujer cuando son miles las que valen la pena admirar. A lo lejos, supuse que parecía un viejo ridículo rabo-verde, pero podría refutar cualquier pre-juicio sobre mi comportamiento. Disfruto las mujeres en toda su composición histórica, quiénes son, de dónde vienen, soy amante de su biología, me han hecho llorar y emocionarme con sus caricias, disfruto de su prosa cuando caminan, cuando cantan, cuando se maquillan; sé dejar que se marchen, sé amarlas, sé respetarlas, sé intercambiarlas, sé sustituirlas y sé ignorarlas. Esta última, no pude. Y lo que más cala es que sólo tenía un recuerdo de apenas unos segundos, las mariposas de aquel vestido que cubría una escultura perfecta.


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Pasé dos días más esperando en la ventana. No la volví a ver, pero encontré algunos distractores interesantes. Aprendí las rutinas de cada uno de mis vecinos y los que viven más allá del cementerio, pero que usan la calle como camino diario. Por las mañanas hay un viejecito con menos energías que las mías, pero voluntad suficiente para transportar cartón de todas las abarroterías de la colonia. Muy temprano comienza con dos cajas de huevo, por la tarde, y con la espina más erguida que en la mañana, lleva una pila inmensa que supera su tamaño por medio metro. Es una hormiguita desde mi ventana. Un pequeño reloj, que da varias vueltas por la calle. Me pregunto si ha de vivir del reciclaje o solamente es un anciano hipnotizado por la repetición, de esas obsesiones que florecen cuando la vida está apunto de terminarse (como mirar por la ventana).

También me enteré de alguien que asoma, menos sistemática, pero ansiosa por descubrir un nosequé; la señora de la tienda, que a cada rato, gira la cabeza cuarenta y cinco grados y sale por algunos segundos entre los barrotes que protegen la tienda, como esperando algo que suceda en cualquier momento, una explosión, un asesinato o mucho peor, con toda la intención de armar juicios y rumores espléndidos. Es una chismosa. Y luego veo en las madrugadas llegar una camioneta con instrumentos musicales: percusiones, metales, teclado, un cencerro, una guitarra y algunos amplificadores y ecualizadores. Siempre antes de meterse a dormir saca un poco de mariguana, la enciende con la mayor calma, la fuma y mete los instrumentos a casa. Entre todo es vaivén no he logrado si quiera una vez ver pasar a la señora.

Mirar por la ventana me ayudó a conocer mejor la vida de mi calle, sus momentos más lánguidos. Sé que la madrugada es sensual de extremo a extremo. Que los vecinos se hacen el amor entre veinte y treinta minutos, y que los jóvenes se masturban durante toda la noche; que los amantes lo hacen en el auto y tiran las servilletas en el contenedor de alguien más. En las azoteas los gatos maúllan en coro hasta que son interrumpidos por alguien que sube y fuma un poco de piedra. Los perros desentonan un poco más el errático ritmo de la noche. El amor, la adicción y los animales en un mismo sitio cubiertos por un firmamento que no logra iluminar a la mujer que estoy esperando. Se han acabado cuatro películas y la mujer no aparece. Espero que se presente aunque sea en forma de sombra. Comienzo a desesperarme hasta que recuerdo que así se pierden las batallas. Jalo la mayor cantidad de aire y pienso en el día de mañana donde las probabilidades repitan el suceso. Que venga sólo un día más. Camino de puntillas hasta mi habitación donde mi mujer tampoco logra dormir, está calculando la cantidad de horas que han pasado desde que terminamos de cenar, vimos la televisión y me senté a observar por la ventana. Sólo hace un cálculo porque no quiere enterarse de las horas que he desperdiciado a solas mientras ella está postrada en la cama.


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El café estaba aguado, bastante mediocre y con un sabor a rencor. Hace años que no probaba un café así, lleno de celos. El grano, si es que lo filtró, lo echó con furia a mi taza, una taza astillada que no habíamos usado en años. Estaba demasiado azucarado bajo la enmienda de empalagarme y que lo dejara ahí sobre la mesa para gritarme que nunca termino nada. Lo bebí todo de un jalón para no caer en el juego. Ella sólo recogió la tasa junto con los dos platos y las cucharas de plata. Aunque no podía ver su rostro, sabía que se descomponía como una pequeña vela, unas lagrimas pequeñitas bajaban por su mentón, a pesar de que su cuerpo mantenía una postura orgullosa. Era probable que muriera de celos, pero no me importó. Regresé a la ventana.

La calle estaba desierta, los domingos todo se suspende en un acto de recuperar energías. Los malandros de allá atrás no salieron en bastantes horas, no hasta que los nervios se restablecieron un poco, pues toda la noche fume y fume. Casas más atrás sólo veía una pequeña escoba tratando de barrer lo imposible, el polvo interminable de una calle asquerosa, que los vecinos no saben cuidar. Doña Ny parecía no importarle barrer todos los días el mugriento piso que dejaban los niños y borrachos del fin de semana.

Me puse los mocasines y bajé a platicar un rato con ella. No recuerdo exactamente de qué hablamos, porque era irrelevante almacenar esa memoria. En esa charla nada era más importante que la bella mujer acercándose a nosotros. !Eran conocidas¡ Muy educada se presentó - Noemí -, tendió la mano y me permitió rosar su mejilla, olía a crema dental. No puse atención en el diálogo, tampoco sé que dijo Noemí, pues me parecía más emocionante estar tan cerca de aquella mujer que cualquier otra cosa. No podía dejar de asentir y mirar directamente sus ojos, no sé si se incomodó.  En un acto reflejo giré la cabeza hacía mi casa, y en la misma ventana donde asomé durante semanas estaba el rostro más desencajado que jamás había visto en mi esposa. Me vino a la menta aquella vez que su madre murió, sólo existía un comparativo para esa mueca. Un semblante de decepción y furia como cuando es irremediable un asunto. Pues me quedé ahí sonriendo.

No podía sentirme más feliz aquel día.

En la casa puse un poco de música, se reproducía en aleatorio, según como se había descargado desde hace ya un año. Las primeras canciones era una sorpresa para mi; en formato digital grabaciones que yo consideraba inexistentes. Mi hijo ayudó a conseguirlas y después me mostró cómo obtener música desde Internet. Al principio creí tener material suficiente, fue el cabo de dos meses que ya no cabía la música en mi vieja computadora, compramos otra y hoy tengo más de diez mil canciones. Nada mal para un viejo como yo. Puedo animar cualquier fiesta no importa la ocasión. Y ese día era especial, como si tuviera una necesidad natural por melodías apacibles. Tenía una sensación adolescente que no podía describir. Opté por la música instrumental. East-West de Paul Butterfield. Qué canción. El bajo haciendo sintonía perfecta con mi corazón, la lira haciendo mover mis dedos sobre la clásica guitarra de aire, luego la armónica. Una explosión perfecta de juventud. Me sentí varios años atrás, claro, sin la barba blanca, con más cabello sobre la frente, sin el dolor de cadera. Al primer solo de guitarra cerré los ojos y terminé de escuchar la sesión pensando sobre otros posibles momentos de encuentro. Tenía mayor información. Sabía que conocía a mi vecina de años y nunca la había visto en la zona, seguramente a penas cambió su domicilio, pensé. Ideé un plan para contactarla nuevamente, pensé en buscar a la vecina y pedirle su teléfono o dirección para nosequéestupidez.

Ese noche dormí muy poco, no fui a la cama, estuve sentado sobre el sofá con la ventana abierta y el viento de bruces sobre mi vieja cara. Fueron y vinieron las canciones para darle color a mis nuevos planes. Salir con ella, pasearnos en algún bosque periférico de la ciudad. Pensé sobre lo que haría temprano, encerar el coche, aromatizarlo, usar un saco especial, dejar los lentes sin motas de polvo, acomodarme el cabello para el lado contrario.

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No imaginé lo grave de la situación hasta que caí en cuenta  que se había ido de la manera más inesperada y violenta. Mientras dormía en el sofá ella debió tomar lo mínimo y largarse. Sólo fueron algunas prendas, pero todo su dinero. No tomó el mío. En un gesto socarrón, así pensé, dejó tendida la cama del lado izquierdo, donde ella dormía, la otra parte quedó corrugada. El tocador se quedó prácticamente vacío, porque todo lo que había ahí era una colección de cremas, polvos, cepillos y peinetas. Se quedaron algunos zapatos, desde luego, aquellos que le regalaba en navidad, cumpleaños y aniversario. Vistos fuera del conjunto que ella había coordinado parecían añejos pasados de moda. Ella debió permanecer despierta toda la noche para vaciar el guardarropa sin que le faltara tiempo. Porque eran muchas las prendas que compactó, hizo cuadrito y metió en tres maletas grandes.

No supe qué hacer en por lo menos dos horas. Estuve caminando hacia el teléfono para marcar su número, el de su hermana o simplemente esperar a que me gritara desde afuera para que le ayudara a abrir la puerta que nunca cedía con facilidad a su llave mal esmerilada. Al final no hice nada porque era parte de lo inevitable, si mi determinación consistía en salir y escaparme con la vecina no había ninguna posibilidad de seguir con mi mujer. Tarde que temprano tendría que enfrentarse a mi legítima decisión, no importa si gritara, implorara o amenazara, yo seguiría por el camino señalado y su desgracia no formaría parte de mi nueva vida. Sí lamenté que treinta y cinco años se escaparan por la puerta sin que yo pudiera hacer algo, pero los resultados espontáneos no existen, son la suma de muchos factores, y si mi matrimonio habría de podrirse no pudo ser en mejor momento, en aquel donde he visto a la mujer más perfecta desde hace décadas. No puedo negar que amé a mi mujer como pocas personas, pero es un hecho conocido por muchos que los últimos años fueron agrios. Ya no había peleas, no caricias, tampoco mucha charla, se estaba evaporando frente a nosotros el compromiso que supusimos duraría toda la vida. Fuimos viejos que pensamos estaríamos fundidos para siempre. En alguna ocasión le conté que si ella moría primero en la casa, me tendería a su lado con alguna pastilla en mano esperando que mi corazón se calmase; después nos reímos pensando en el olor que saldría de la habitación y cómo los vecinos se alarmarían por dos ancianos descompuestos; además de que alcanzaríamos la primera plana de algún periodiquito.

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Hice la llamada a mi vecina. Con toda amabilidad me dio el número telefónico. Al cabo de quince minutos no pude formular ningún plan, me arriesgué esperando que la improvisación diera respuestas. Contestó en el segundo intento, sin muchas explicaciones la invité a salir, no agregué líneas de presentación, tan sólo un buenastardes. Me dijo que no podía salir esta semana, tenía actividades programadas hasta el fin de semana. Simplemente colgó. Después de la llamada una sensación extraña circuló por todo mi cuerpo, escalofríos intermitentes y debilidad generalizada. Me sentí rechazado, profundamente, y luego solo. No me quedó otra opción más que dejar de pensar y sentir mi lengua tratando de mojar los labios secos y partidos. Preparé un vaso de brandy con muchos hielos. La tristeza me hizo pensar sobre mi actual situación: había sido abandonado. La soledad no es una sensación que me disgustara del todo, es más, la disfruto, pero tenía ganas de estar con alguna mujer, aunque sea mi esposa. Hubiera llorado pero.... pensé que estaba siendo realmente ridículo. Cuando me siento ridículo alivio la sensación pensándome desde fuera, me pregunto cómo me veo sentado con las manos apretando la cara y gimiendo sin que nada se pueda hacer, qué sentido tiene permanecer sentado sin hacer nada; cómo me veo de estúpido llorando mientras todo sigue en marcha. 

Llevé los vasos a la cocina, acomodé la botella en el trinchador, tiré los ganchos de su ropa a la basura, sacudí los muebles, aspiré la alfombra, limpié las manchas de grasa del vidrio de la ventana, barrí el azulejo de la cocina, me quité los pantalones, la camisa y los calcetines, me tendí en la sala y pensé dos horas más sobre qué haría. Se hizo noche muy rápido, la brizna se clavaba por la ventana sin que yo resolviera qué hacer. Miré el reloj y esperé a que sucediera algo donde yo no formara parte activa, que supiera a través de una llamada dónde está mi ex esposa, o lo más fantástico, que hablara Noemí pidiendo retomar la salida. Nada sucedió.

El piso comenzaba a sentirse realmente frío, no quise levantarme, me arropé en posición fetal sobre mi costado derecho. Antes de acomodarme grité. El dolor de mi cadera se extendió por toda la nalga, la espalda y la pierna. Estiré las piernas con delicadeza, giré hasta tener el pecho hacia el techo y jalé todo el aire que pude, cerré los ojos y exhalé esperando que el aire frío de la madrugada tuviera un efecto analgésico, algo que me pareció estúpido porque las pastillas estaban a dos brazadas sobre la mesa de centro. Quise incorporarme, pero mis nervios estaban comprimidos, podía sentir los músculos de mi cadera endureciéndose como protección para evitar más movimiento. Lo único que logré fue arrastrarme con mis brazos hasta alcanzar las pastillas. Tomé cuatro sin agua y esperé a que hicieran efecto.

La intensidad del dolor bajó como tres escalones en menos de una hora, pero quedaron remanentes sobre todo en mi lado derecho, me di masaje durante unos minutos. No podía concentrarme, la pierna estaba infestada de hormigas, ya ni la presión de mis manos ayudaba. Estaba molesto. No pude hacer nada más que dormir sobre la alfombra. La luna no me pareció como en los poemas o películas donde es gigante, desde el piso lucía pequeña, muy pequeña.

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Desperté por el sonido de alguien tocando la puerta. Sonreí por la obviedad: había regresado, tan sólo una noche y ya estaba de regreso. Eso es lo que sucede con los exabruptos. Se gastan tantas energías para obtener resultados mediocres, después uno tiene que recapacitar y admitir el error. Permanecí acostado dejando que insistiera por un rato más. Dejó de sonar la puerta, no pude evitar la curiosidad, corrí hasta la entrada y me asomé. "

— Pensé que no había nadie, Don. Aquí le dejo los pantalones que mandó su esposa a recortar . Dije gracias. Qué pantalones tan más feos, los tiré y fui a darme un baño.

Con el champú sobre la cabeza vinieron una docena de ideas sobre cómo recuperar la senda de nuestro amor. Algunas eran sutiles, teatrales; las otras eran pragmáticas y tradicionales. Al final resolví asearme, rasurarme, emparejar el vello, acicalarme y ponerme la mejor ropa. Deduje que lo mejor sería ir a su casa, confrontarla, apostar todo, esperando a que ella accediera a salir conmigo. Si no lo hacía de ese modo no habría posibilidad de mejorar los resultados. Sin ella no esta dispuesta a salir conmigo en absoluto, me expongo a desperdiciar tiempo y a desgastar mis emociones; si lo hago por la vía directa, el revés dolerá, no obstante, me tendré que resignar y tendré más tiempo para recuperarme. Salí con uno de mis trajes favoritos, gris rata, así le decía mi ex esposa; zapatos negros opacos y un pantalón del mismo sentimiento apagado, pero elegante.

Caminé por la calle tratando de irme por la sombra, el calor estaba pegando directo sobre mi cabellera engominada. A cada cuadra sacaba el pañuelo para quitarme el brillo, si podía me detenía frente a un ventanal y examinada mi atuendo. Desde hace varias décadas no estaba nervioso por una cita. Traté de traer la peor memoria para que mis expectativas se mantuvieran altas, además parecía una buena estrategia saber que las cosas siempre pueden ir peor y aún así siempre se sale avante. Sólo se me ocurrió pensar en la preparatoria.

Lucia y yo estábamos en la misma fiesta, era una reunión de parejas formales o aleatorias que iban acomodándose según la atracción y el número de vodkas. Al parecer ninguno de los hombres de ahí llenaban sus expectativas, pues no bebió ni un sólo trago para complacer, bebía a su propio ritmo y lo interrumpía de una manera tan irregular que parecía estar harta de la fiesta. Al final nadie le hizo caso y todos se liaron con cualquier otra persona. El departamento se lleno de parejas y nones, a ratos unos se besaban, luego intercambiaban pareja, se multiplicaban y crecían exponencialmente sobre la alfombra del departamento. Al final yo quedé esperando que algo sucediera con Lucía. No hablamos en toda la borrachera, pero tampoco nos evitamos. Estábamos sentados uno frente al otro examinando qué hacía cada quién con la mirada, si se perdía en el fondo del vaso, si se exaltaba con los senos, penes y nalgas de los demás o si coqueteaba esperando que alguien tomara la iniciativa: Que lanzara el vaso de vodka y nos fundiéramos con la orgía. Fue después de un rato cuando ella me sonrió y con la misma mano que sostenía el vaso me indicó que me sentara a su lado. Cuando me levanté de mi silla supe que estaba ahogado en alcohol, trastabillé y caí sobre la silla exagerando el movimiento. Ella se río y me hablo sobre las ocasiones que nos habíamos visto en la prepa y nunca hablamos. Argumenté que esas ocasiones habían sido inadecuadas por la premura, la congestión de los pasillos; siempre hubiera querido verla a solas en una ocasión que permitiera decirle lo mucho que me gusta. Hablamos poco antes de besarnos. Caminamos tomados de la mano hasta el cuarto de televisión y nos tendimos bajo una ventana. Tomó la botella que estaba sobre la televisión y le arrebató un trago muy grande, pasó la mitad del licor y la otra parte la pasó hasta mi boca en un beso de alcohol barato. Mi estómago vibro y se plegó hasta mi espina, sentí los ácidos subiendo por todo el tracto hasta la boca de Lucía.

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Llegué al número treinta y tres, apreté todos los músculos y caminé hasta la puerta. Toqué el timbre dos veces, una corta y una larga. De la puerta salió un hombre de cabello cano, mucho mejor peinado que el mío, sonrió y me ofreció ayudarme en lo que pudiera. Le pregunté por Noemí, rápidamente giró la cabeza y la llamó. En un momento viene, me dijo. No me ofreció pasar ni solicitó más información, me extraño tal cortesía sin precaución. Ella caminó por el pasillo hasta la puerta, antes de saludarme sonrió y dijo al aire algo sobre una charola de cerámica. Regresó por el mismo pasillo y entró a una habitación que sin duda era la cocina. Me dijo, qué bueno que vino, aquí está la charola de su esposa, muchas gracias.  El hombre no se fue durante la brevísima reunión. Levanté la voz, no venía por ésto, quisiera hablar un segundo con usted, Noemí. Qué desea. Esos cuatro ojos esperaban observar alguna respuesta, incluso, me pareció que giraron un poco el cuello para apreciar mejor mi réplica. Me pareció injusto tener que hablar de algo privado frente a un tercero, me enervé y opté por dar la vuelta. Ellos se quedaron observando por muy poco tiempo, cerraron la puerta como si nada hubiera pasado.

 Esperé un taxi, le pedí un minuto más antes de subir. Caminé hasta la entrada nuevamente y lancé con todas mis fuerzas la charola. Subí al taxi y le pedí que me llevara a cualquier dirección que no excediera cien pesos. Iba echando humo, me pareció grosero, la actitud más despreciable que puede tener una mujer, rechazar a alguien que se interesa por ella. Ni que fuera besarle frente a su esposo, no tenía intenciones de sobrepasarme, si quiera tocarla. Además regalar una charola con tal de salir del "embrollo", hay formas más sutiles, un no tengo tiempo, una invitación a pasar para luego sacarme con la misma charola, pero con una impresión de cortesía. Qué tal y si sólo hubiera salido hasta la acera y hacerme preguntas de mi esposa, formular algún plan entre parejas... lo que sea, lucir natural.

El taxi recorrió una decena de calles hasta que entramos al centro de la ciudad, después llegamos a un parque bastante aseado. El chofer me recordó que habíamos alcanzado el límite propuesto. Le di las gracias y pagué con un billete nuevo. La ciudad me pareció amplia y grande, tantos kilómetros para recorrer caminando o en auto. El clima estaba inmejorable, ahora podía caminar de regreso. Giré con la cara hacia el sur y caminé por toda la ruta que trazó el taxi. Tenía mucho que pensar, tenía que concluir mi actual situación. No podía quedarme estático frente a mi separación y el rechazo.

Pasaron frente a mi innumerables ideas, muchas de ella vagas e irreales, en todas ellas yo no participaba directamente, si no eran sucesos fortuitos. Que Noemí o mi ex esposa hicieran algo.  Me desesperé pensando que toda mi vida he sido bastante apático. La mayoría de mis relaciones pueden resumirse a una colección de mujeres bastante proactivas, ellas toman las decisiones sin importar el tamaño, elegir la comida, el color de la casa, a qué hora regresar de una fiesta, a quién invitar, qué posición usar. Aquellos detalles ahora parecían meteoros que han erosionado mi carácter.

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domingo, 11 de agosto de 2013

Belén

El sol queretano desplomaba en la forma más despiadada, sobre las ya curtidas pieles, gruesas, tostadas y agrietadas por el frío de las noches. Estaban jugando sin que el sol menguara el ritmo del pequeño partido. La partida estaba pareja tanto como reñida. La meta occidental estaba dispuesta con ropa; tenía el mejor portero que se hubiera visto en varias generaciones, se tiraba sin arrepentimiento y con una técnica aprendida por la repetición sin fin de los videos de futbol que vendían en el mercado. En el otro extremo había un delantero que arremetía con fiereza a cada pase bien colocado sobre el área. Era un duelo trabado, el marcador se resumía a cada encuentro desde que comenzó la rivalidad en el cuarto año; ya para el quinto se habían formado dos equipos vitalicios, este último año tenía arrojar un resultado definitivo pues sólo faltaban tres meses para las vacaciones.

La pelea futbolera había saltado a las clases. El salón estaba partido en dos piezas antagonistas, sólo las niñas, como diáspora, lograban ocultar a los profesores y visitas la rabia que iba creciendo de un lado para otro. Todo parecía normal desde la plataforma donde el profesor dictaba. Un grupo promedio, ligeramente encima de la media, en habilidades de análisis y razonamiento. Activo en todos los bailables, pastorelas y con un representante abanderado, que era la joyita en bruto. Si la inspección acudía de manera sorpresa, todos se apresuraban a colocarse en orden alfabético y poner delante del rayo de luz que se filtraba por la ventana al pequeño lábaro. Desde cualquier ángulo sobresalía y por momentos creaba la ilusión de un salón en orden, sosegado, atento, con disciplina.

Con este grupo la profesora podía deslizarse hasta la sala donde el café hervía toda la mañana; caminaba arrastrando los dedos por los arbustos mientras con la otra mano llevaba un cigarro a los labios. Estaba más preocupada sobre las formas menos sugestivas de abordar al nuevo profesor. Un hombre recién llegado de la ciudad, naturalmente agradable y con un interés sin precedentes por los niños. La mayoría de los colegas eran obtusos con el peor sentido de cordialidad. Machos que consideraban a las maestras como pilmamas necesarias para tratar con las niñas o en asuntos que requerían hablar con los padres de familia. Pero, el profesor nuevo se distinguía por mantenerse atento en las reuniones, lanzar puntos de vista meditados y probablemente organizados en un cuaderno de notas. Hacía más notas sobre los enunciados de otros compañeros. Salía con seguridad a enfrentar a papás que recriminaban la ignorancia de sus hijos "Es que mi hijo reprueba porque no sirven para enseñar" A lo que respondía "Sí, señor, es muy probable, pero nuestra responsabilidad es una parte que debería estar complementada por el trabajo que realiza su hijo en casa, solo, y en compañía de ustedes. Si bien, nos podemos equivocar al seleccionar métodos de enseñanza, ustedes son responsables por la disposición que tenga el niño al presentarse aquí, con tarea, iniciativa y ganas de aprender" Más de un padre tragaba la espuma y concluía el encuentro con un "Gracias".

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Cuando la maestra salió el cuchicheo se convirtió en una gran tormenta de gritos. Todos cambiaron de lugar y se agruparon en círculos. Jugaban canicas sobre el piso, con el celular grababan a un compañero que grasnaba. Alguien estaba lanzando la barra de pegamento al techo mientras todos contaban cuántos segundos duraría ahí en el techo. La barra cayó sobre la cabeza risada de Belén y todos soltaron una carcajada que atravesó la pared del otro salón. Todos bajaron el volumen porque sabían que vendría la profesora a callarlos, pero no fue así. Belén sólo sonrió y señaló a uno puro uno, comenzó  a correr detrás de cada compañero y soltaba manotazos cada que se acercaba un poco a ellos. Las niñas alentaban a Belén para que corriera más rápido, mientras los niños daban instrucciones sobre cómo evitar la embestida. Para esquivar a Belén dos de los más espigados subieron al escritorio, Belén los rodeó como felina. No había escapatoria salvo con un salto de longitud, más o menos un metro y medio de distancia hasta la mesa más próxima. El primero llegó ovacionado por la agilidad, el segundo aplicó una fuerza ridícula que apenas le hizo pisar la esquina de la mesa, la mesa cayó y  el pequeño guiñapo cayó sobre el piso sin amortiguación alguna. Su ojos se hicieron grandes y una bocanada de aire salió de su boca. Todos rieron por semejante mueca. La risa no hizo lo levantó, si no permaneció ahí durante un minuto sin aire, sofocado por las miradas. No pudo fijar la mirada sobre algún punto hasta después de un minuto. El aire era insuficiente, sus pulmones lo pedían  desesperadamente. Nadie hizo nada, sólo sonrieron con menos alegría cuando notaron que su cuerpo se compactaba como hule ardiendo. Pasaron diez segundos y sus músculos mejoraron su tono. Empezó a reír nerviosamente hasta que todos, incluso Belén, lo hicieron.

No sabía cómo manejar el asunto de abordar un hombre. No es tan simple cuando gran parte de tu vida "productiva" eres asediada por todos los hombres del área, primero por ser un trofeo inconquistable de belleza, por tener ojos líquidos y tes arena; luego porque eres un símbolo de poder, una mujer que estudió para ser maestra, letrada entre analfabetos es un ornamento que nadie con suficiente dinero puede desdeñar.  La historia de su corazón era un camino impoluto, tenía lo que quería: resistirse a capricho y obtener lo que fuera. Por eso él sobresale, porque no intenta siquiera ignorarla, está ahí por otras circunstancias; enseñar, tal vez, pero no robarle un beso o comprarle un combinado de ropa. Si tuviera que acercarse tendría que ser con ligereza, caminar de puntas con gracia disfrazada de interés profesional, con sábanas de fantasma que buscan hacer reír.

- Hola -

- HoOoOo LaaaAaa PrOooFeeEeeSoooRaaaA

- Gracias, niños. Siéntense.... voy a tomar a su profesor un momento -. Abrió los ojos hermosos como una invitación cordial y jaló los músculos de la sonrisa en la forma más infantil que encontró. - Por favor, profesor, sólo un instante -

Caminó hacia ella en una resolución poco vista por estos lugares, una marcha puntual y varonil. Sin esa presunción fálica.

- Sí, profesora -

- Bueno, no quiero molestarlo mucho, pero me parecía importante decirle que en el descanso efectuamos la reunión semanal los profesores para planear las actividades.... de.... lo que consideramos es necesaria para realizarse en la semana - Hizo una pausa para analizar lo que no había dicho - O bien podemos fumar un cigarro atrás en la huerta -

- Le agradezco mucho maestra, gracias por la información, pero ahora debo seguir. Estamos a la mitad de un ejercicio. Gracias. Con su permiso..... Nos vemos en el descanso o en la huerta para un cigarro - Dio media vuelta y continuo dirigiéndose a los niños

Pensó que era la forma más absurda de acercarse. No significó nada, ni siquiera logró sacarlo de esa zona de concentración. "Estamos a la mitad de un ejercicio bla bla bla..." Cómo debería acercarme, controlar por un instante su mirada, llevarla con una ganzúa hasta donde quiero y durante el tiempo que me plazca. Controlar la conversación y reducirla si me parece. Desaparecer cuando quiera. Dejar en vilo sus emociones. Que me vea maldita sea.

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Después de la caída todo se convirtió en un caos. Ya iban más de quince minutos sin supervisar, el libre albedrío se apoderó del salón, pero en formas inteligentes, para que nadie llegara a reprenderlos. Después de años de castigos habían controlado la forma de juego. Bajar la voz por más gracioso que sucediera un evento porque el castigo sería inevitablemente la clausura del partido de futbol. Ríen hacia a dentro, con el aire apretado hacia el diafragma o dando manotazos en el regazo, pero bajo ninguna circunstancia gritos. El balón se usa dentro del aula sólo envuelto en una playera para ahogar el sonido. Y si además toca el suelo viene una lluvia de golpes en la cabeza por la incompetencia para dominar la bola. No hay goles en el salón, pero sí muchos trucos a una o cuatro extremidades. El último récord fue de ciento cincuenta dominadas sobre la cabeza y hombros, algo extraordinario y que hay dudas sobre su repetición en el futuro. Las niñas permanecen calmadas la mayor parte del tiempo, como una grupo de ardillas, ríen con los dientes amplios y asienten con la cabeza para todo, se abrazan mucho más y giran en conjunto hacia los niños, después regresan la cabeza y sigue como ardillas.

Luego salió volando una mochila por la ventana del segundo piso. Da para el sur donde está un pequeño huerto con jitomates, zanahorias y algunas calabazas. La mochila salió suave por el marco de metal, sólo vieron los tirantes de la mochila flotando como estela. Las pequeñas ardillas movieron la cabeza sin perder de vista el proyectil. Era de color negro con los cierres abiertos, los colores salieron regados por todo el piso, las gomas, los sacapuntas y el pegamento líquido. También unos cuadernos se despedazaron por la velocidad, sobre todo porque eran de espiral delgado, unas verdaderas baratijas escolares. El libro de geografía chocó en el borde de la ventana, pero terminó sobre la tierra de cultivo. El de español aplastó las pocas zanahorias y el de biología dobló la rama de los tomates. La mochila quedó desparramada y anónima. Era difícil señalar a su dueño porque desde arriba era un modelo realmente genérico, pero todo indicaba que era de Belén.

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Encendió otro cigarro mientras columpiaba las piernas en la banca. Faltaba poco para el descanso, así que no tenía caso volver a columpiar las piernas en la silla del salón. Fumar era una de las actividades más tranquilizantes que había descubierto en años de enseñanza. La primera vez fue un intento por crear una identidad, ser menos provinciana. Luego supo que en el tabaco había sensaciones comparables sólo con la comida o tener sexo. Es algo que tranquiliza los nervios, que te hace sacar un poco de presión. O simplemente te hace mecer mejor las piernas. Sin embargo, la sensación de tranquilidad sólo alcanza niveles incomparables si se está a solas. Un cigarro, un momento a solas. No importa si eso fuera un escándalo, una mujer resoplando humo como una prostituta.

Salió del salón en dirección opuesta al edificio administrativo y  no se dirigió al baño. Pasó por todos los salones, buscando algo. Después de revisar las pocas aulas repasó la explanada. Sonrió desde lejos y se acercó a ella con el pecho notablemente inflado. El carácter de profesor había sido abandonado en algún lugar, los gestos cambiaron cuando estaba parado frente a ella. Su composición física ahora quedaba descubierta porque él mismo la mostraba con encanto. Su rostro se hizo más flexible y las miradas que soltaba eran calurosas. El tono de sus voz se hizo amable sin los matices con que se dirigía a los niños, era una voz redonda.

- Hola profesora. ¿Tiene un cigarro para mi? - Esperó sin la menor duda recibir un tabaco.

- Sí, aquí tengo uno extra - Bajó unos centímetros la pequeña liga de su ropa interior y sacó la pequeña caja de metal. La abrió con dos dedos, sacó un cigarrillo blanco y lo colocó en los labios del nuevo profesor.

- Eres un encanto, te lo agradezco - Sus nervios permanecían en la misma frecuencia, aquel gesto del tabaco en la boca pareció afianzar su seguridad. - Eres muy amable.  Faltan cinco, siete minutos para el descanso, deberíamos regresar con este último cigarro - Consumió un tanto más de tabaco y el sobrante lo tiró a una maceta. Se acercó a ella y dejó en sus oídos una confesión.

Caminaron hasta el último extremo de la escuela, la profesora quitó el candado de una reja que conectaba a la parte de atrás de la escuela, luego cerró nuevamente con llave. Todo en instantes, sin desperdicio de tiempo porque los minutos estaban en contra, la chicharra sonaría en cualquier instante y la marea de niños inundaría todos los rincones de la escuela. Nadie podría pasar la reja sin la llave, pero en más de una ocasión alguien saltó la reja para ir por una pelota o simplemente para robarse unos tomates y lanzarlos cruelmente sobre alguien solitario en la explanada. Los minutos se iban entre el deseo buscando que se alargaran un instante. Todo se hizo con la mayor premura, con la ropa ajustada en su lugar, con la falda levantada y el pantalón de mezclilla sonriendo con la cremallera abajo. Se asomó, salió de la oscuridad y la embistió durante pocos minutos, después con su rostro hacia la pared. Todo iba a terminar tan rápido como empezó, pero de súbito se interrumpió el momento, una mochila cayó del cielo a unos pocos centímetros. La profesora palideció y se arrancó de un sólo movimiento. Él dio un ligero paso hacia atrás y dirigió la mirada hacia arriba.

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Todos corrieron a la ventana. Usaron el pie de ladrón para llegar más alto mientras otros alineaban las bancas para asomarse y saber si la mochila pertenecía a Belén. Belén sabía que su mochila fue el proyectil que lanzaron por la ventana. No estaba contenta por semejante agresión. Siempre soportó las travesuras porque sus respuestas eran con la misma intensidad, pero si algo le molestaba era la mofa a escondidas. No hay nada más vil que un compañero jugando en las sombras, donde no pueda ser visto. "El que se lleva se aguanta" decía en los momentos de riñas ya subidas de tono. Y ahora esto. Su mochila despedida por un anónimo. Estaba realmente molesta cuando subió para sacar la cabeza por la ventana, pero pasó a un estado de conmoción y vergüenza en segundos. Lo primero que vio fue un grande y rojo trozo de carne. Después su mochila sobre la tierra, los cuadernos, los lápices y todo arrumbado sobre los vegetales. Otra vez la carne, pero con menos volumen ya siendo recogida entre dos manos temblorosas. Y la profesora con su vestido blanco como rebelándose contra ella. Los dos profesores desde arriba no parecían profesores, si no como dos bichitos que miran intimidados el firmamento, una sensación de escudriño total. Belén se quedó mirando sin decir nada, sus compañeros rápido regresaron la cabeza adentro del salón. Comenzaron a reir ya sin importar un castigo, porque sabían que no habría. Acababan de ver a dos profesores fuera del salón en un momento confuso para todos, pero no menos gracioso.

Todo el asunto cambió a una dirección inesperada. Los profesores apenados intentaron ocultar sus emociones bajo una actuación mediocre de ira. Sentenciaron a los niños por haber lanzado una mochila en forma peligrosa, pudieron herir a alguien, lastimado a un compañero, omitieron explicar porque estaban atrás en la huerta, pero asumieron que alguien más podía estar y haber sido descalabrado, fracturado por el peso de la mochila. De quién es la mochila, preguntaron, quien la aventó. Gritaron hasta que más cabezas se asomaban de otros salones, luego más profesores y la chicharra sonó.

Todo quedó interrumpido. El torneo de futbol eclipsó aquel evento, pero para los profesores era impredecible lo que sucedería. Todos habían visto claramente a los profesores atrás sin ninguna razón aparente, no con las manos sucias de una práctica grupal sobre vegetales, tampoco alumnos recogiendo tomates. En cambio estaban pasmados sobre el huerto, pero nadie dijo nada. En la sala de profesores todos bebieron café e intercambiaron chistes sin detallar o preguntar lo sucedido. Entre ellos las miradas eran de gelatina, aguadas y llenas de pavor. Era evidente para él que alguien había visto algo. Para ella sucediera lo que sucediera iba a negar categóricamente y se aferraría a cualquier argucia: chantaje, sabotaje, lo que fuera necesario. Era inconcebible estar frente a toda la plantilla de profesores y ser percibida como una extrañeza, un ser infecto, no sólo para las mujeres que la creían una pirujilla engreída, si no por todos los profesores que alguna vez intentaron cortejarla sin éxito, y ahora con las enaguas mojadas cubiertas de tierra de cultivo frente a un recién llegado.

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La profesora vio a Belén en el patio antes de ir a la sala de profesores. Le entregó la mochila sin reprenderla verbalmente sino con una mirada afilada. Con esos grandes ojos una mujer con el doble de edad le recriminó a Belén su imprudencia, su estúpida necesidad de arrogar una mochila por la ventana. Podría terminar su estancia en la escuela como la mochila salió disparada. Una niña estúpida, que no tiene la capacidad de entender las ideas científicas más elementales, que arrastra el lápiz hasta asquear la gramática con semejantes faltas de ortografía, la risa nerviosa interminable aún cuando pones en evidencia su estupidez.

- Aquí está tu mochila -

- Gracias, maestra - La toma del tirante sonriendo.

Se va a la sala de profesor murmurando entre el griterío de los niño.

Belén desliza los cierres para cuantificar las pérdidas. Los colores están incompletos, dos de tres gomas se perdieron en la tierra, las tijeras no están en donde deberían estar, los cuadernos están destripados y embarrados de tierra y un poco de tomate, la regla ya dejó de medir treinta centímetros, el forro de casi todos los está maltrecho. Van a castigarme, piensa. Algunos sin televisión, hacer tarea supervisada por mi papá, dormir temprano. El forro impermeable de la mochila acumuló algo dentro, algo frío y espeso. Su mano revuelve con los dedos intentando adivinar antes de formular una hipótesis sobre quién vació yogur. Acerca la cara hasta el interior de la mochila y huele su mano, huele a metal. Es sangre. También supo que estaba sobre un cuchillo de cocina.

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Lo tuvo toda la mañana metido en el calcetín. El filo le había cortado ligeramente la pierna, más un rasguño que una verdadera herida. Desde la mañana supo que el resorte del calcetín no era lo suficiente seguro, podía resbalarse o por el movimiento se saldría el cuchillo; por eso lo aseguró con cinta canela, varias vueltas sobre la pierna flacucha. No se detuvo a pensar si funcionaría, si podría caminar sin lastimarse, tampoco se imaginó que su pierna se cortaría. Las manchas no eran muy grandes, pero sí alguien decidiera inspeccionar la tibia podría verlas sin ningún problema. Antes del descanso ya era demasiado incómodo por el sudor y el goteo intermitente. Aún cuando sangraba no había dolor como usualmente pasa con todas las heridas. Una vez se cortó con un alambre que sujetaba el esqueleto de metal con el respaldo del asiento de un camión y la sangré salió animosa toda el viaje, se manchó el tubo tanto que una señora  se alarmó innecesariamente porque una cuadra más adelante se bajó con la mano aún sangrando. Más valía acelerar la marcha del plan antes de que la pierna supurar un chorro bastante obvio. Todo el esquema era bastante simple: Llamarlo, hablar, distraerlo, picarlo.

Destapó su pierna de toda la cinta canela que había en su pierna. Lo hizo con la mayor calma, sin ninguna presión, recargado sobre la pared exterior del salón. Todos estaban atentos al juego de dominadas con la pelota y las niñas como ardillas. El pasillo estaba desolado con las puertas de los salones bien selladas para evitar que alguien que se dirigiera al baño saboteara la lección de aritmética o hiciera sonar confusa una fábula sobre el bien y mal porque el atolondrado de afuera pasa bailando Moon Walk de Michael Jackson. Retiró toda la cinta canela en tres minutos. La pierna había sufrida una herida considerable, pero la presión de la cinta evitó una mayor hemorragia al mismo tiempo que favoreció una coagulación digna de alguien sano. Caminó hasta el bebedero, lavó el cuchillo repetidamente hasta eliminar cualquier rastro de sangre, tasajeó el aire para eliminar las pequeñas gotas de agua, arrogó vapor por ambos lados de la hojas de metal inoxidable y lo pulió con el suéter azul marino. Escribió "Ven wei al patio ya casi empieza el recreo". Fue un mensaje simple y directo con la convicción de alguien que suelta una verdad incontrovertible. Ya faltaban pocos minutos para el recreo. Veinte segundos más tarde "Si". Sententa segundos más tarde estaban parados en el patio bajo el rayo del sol. Todos los profesores en los salones correspondientes - o no todos - los conserjes acicalándose en el cuarto de servicio que está bajo las escaleras principales, los administrativos escuchando y haciendo peticiones a la radio local, los directivos llenando papeleo con una frecuencia interrumpida por sorbos de café y movimientos en cualquier juego de Internet.

- Vamos a sentarnos donde haya más sombra, ahí en la jardinera abajo del árbol. Está chingón" -

- Va. Además ya creció el pinche pasto. Casi todo el año se la pasó seco porque nunca había agua. Si no le bajáramos la llave al baño a lo mejor tendríamos más agua para tener más pasto -

- Pero el baño estaría asqueroso y apestoso -

- Pues sí, pero tendríamos pasto para sentarnos bajo el árbol y no estar chingados por el pinche calor -

- Pues ya vamos -

Se tiraron sobre el pasto grueso. Vieron cómo la luz diagonal de las 10:20 pasaba entre las hojas del árbol. Así como si no tuviera la decencia de pedir con permiso. La luz pasó indefinidamente alumbrándolos con bastante calor, pero tolerable por la gigantesca sombra, sumado a ello, la frescura del pasto recién regado bajo sus espaldas.

Giró en seco sobre la cadera de su compañero, lo inmovilizo en un movimiento profesional de pancracio. Todo su peso lo concentro en el centro de equilibrio de su víctima. Primero forcejeó como si se tratase de un juego de fuerza con los brazos, una presionando al otro, el de arriba machucando a su oponente contra el suelo y el otro tratando de despegar los brazos hasta retirar al contrincante. No pudo siquiera levantar sus brazos un centímetro, estaba pegados al pasto. Notó un brío inusual en su compañero, como si intentase castigar en lugar de restregarle una victoria de juego. Aplicó tanta fuerza que tuvo que responder con el mismo vigor sin éxito alguno. A los pocos segundos sus fuerzas mermaron primero. Él estaba entero impulsado por inexplicables razones. Cedió con la esperanza de que él se retirara de encima y comenzara de una buena vez la mofa. En lugar de eso, lo golpeo en tres ocasiones, todas perfectamente colocadas en la mandíbula, una tras otra hasta que la vista perdió enfoque y control. Los odios zumbaron y un sonido seco vino de alguna parte. La presión ya no estaba en los brazos, ni en la mandíbula, todo estaba concentrado en el pecho, luego, ya no había nada dolor, se extendió una debilidad nunca sentida. Después nada.

La sangre apenas si salió, no es como que haya explotado un chorro, fue una implosión porque se retorció para jalar aire, un movimiento concéntrico que extinguió la vida de su compañero. El cuchillo salió simple, sí bañado en sangre con grumos y trozos de carne, pero en general impoluto, el mango de madera igual, todo igual, el sol, las hojas, el pasto, la escuela, la pierna con coágulos de sangre, la chicharra a punto de sonar, el concurso de dominadas.

Cuando llegó al salón todo seguía igual, una repetición de la misma escena. El balón pasando de pierna a pierna y en ocasiones sobre los hombros y cabeza. Belén corriendo a través del salón con la esperanza de alcanzar a dos molestos niños de siempre. Era ridícula la forma en que corría intentado alcanzarlos. Era imposible dado su tamaño y destreza física. Nunca dejaba de intentar nada, todo era un reto para ella aún cuando era un hecho que quedaría en vergüenza, como probarse en sprints, dar vueltas de carro, salto de longitud, ejercicios de flexibilidad, todos intentos que no se sabe si son expresiones forzadas de atención, o intentos legítimos de éxito. Para la mayoría Belén vale la pena por ese humor permanente, porque sonríe siempre y enternece al más obtuso de los compañeros. Si alguien viene con el rostro apachurrado por un sermón indeleble, Belén está ahí para burlarse de esa cara e invita de alguna de las golosinas que siempre trae con ella. Sonríe con esa cara regordeta que rodean una mirada melancólica. Y ella siempre aguanta, bromea por cada broma que recibe, nunca se queda atrás.

La mochila estaba ahí tendida en el piso junto con otras, pero era la única abierta, como siempre desordenada y atascada de galletas o chocolates. El cuchillo entró fácil hasta la base de la mochila, por debajo de algunos libros y cuadernos. Lanzó la mochila inmediatamente, sin dudar un instante, por la ventana.

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Rápidamente creció el número de personas al rededor de la jardinera. Todos mudos y pálidos. Los profesores se acercaron cuando una niña de segundo año gritó con tal estruendo que la onda expansiva subió hasta la sala de profesores. El cuerpo estaba ahí tirado sin que nadie se atreviera a tocarlo. Algunos murmuraban chistes. También algunos comenzaron a llorar a falta de una mejor forma de expresarse. Ningún profesor intentó acercarse al cadáver, tan sólo con los brazos apartaron a los niños, algunas profesoras ordenaron que todos regresaran a los salones, pero ya. Los conserjes estaban iracundos y el más calvo se jalaba el poco pelo que tenía atrás de la cabeza. La portera se acercó con una sábana de la cama donde dormía, cubrió el cuerpo y sin decir nada se hincó y comenzó a orar.

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Cuando vio que todos estaban arremolinados sobre el cadáver, Belén tiró el cuchillo al piso. Se quedó ahí pasmada bajo los rayos del sol. Palideció y su semblante tomó las formas más obscuras. Sintió un pánico terrible. La iban a culpar, lo sabía, no había forma de escapar de una trampa así. Desde siempre lo supo, que terminaría metida en un problema mayúsculo, porque esa era la forma en que ella debería vivir. Una persona tonta, con ninguna habilidad para la escuela o los deportes. Era parte de sus destino, caer en una vileza de ese tamaño. Cómo iba a explicar el cuchillo, la sangre, el cadáver. Aunque ella no fue, pero no existían razones para que alguien creyera en su inocencia. No después de la forma en que su profesora la trató. Pensó en su mamá gritando y abofeteando su cara frente a todos. Asesina.

Caminó hasta el segundo piso, subió las escaleras sin la mochila. El cuchillo seguía ahí en el patio sin que nadie lo viera. Todos seguían arremolinados en la jardinera sin que hicieran caso a las instrucciones de regresar a los salones. Avanzaban cinco pasos, pero después volteaban y se quedaban parados otra vez observando el cuerpo y a la portera hincada sobre el pasto. Muchos profesores iban y venían sobre los pasillo de la dirección con los celulares pegados al oído y llorando. Belén desde arriba podía ver todo. Una vista que le trajo buenos recuerdos, pero apenas dirigía la mirada al al oriente y el cuerpo le estremecía, le hacía recordar lo insignificante que ha sido su vida. Entró al salón y se asomó por la ventana donde salió disparada su mochila, vio los tomates y pensó que se veían más rojos que nunca. Bajó de la ventana y colocó una silla encima de la mesa. Sacó primer los brazos, luego se levantó sobre las puntas de los pies y llevó la mitad de su cuerpo afuera de la ventana, despegó las piernas de la mesa y dejó que su cuerpo se precipitara cinco metros abajo con la cabeza por delante. Mientras caía sonrió una vez más.




















martes, 11 de junio de 2013

Entrevista a Doña Gaby

Es una mujer con gran seguridad, pero que cuando ríe se tambalea como una gelatina mal cuajada. Su risa se diferencia de toda su constitución física, porque ella es grande mientras que de su boca sale un ruido juguetón que termina contagiándote. De hecho, sonrió cuando la abordé en el vagón de en medio de la línea 3 del metro. Estaba sentada en el asiento reservado con un libro pequeño sobre las piernas. Me quedé parado frente a ella, sólo sonrió y regresó a lo suyo en las letras. No me acerqué hasta dos estaciones después, entraban personas que me hacían pesar en lo absurdo de la situación y la probable violación a su privacidad; cuando salieron me dirigí con la mayor cautela. Con toda naturalidad me coloqué en el pasamanos que estaba a su derecha. Otra vez subió la mirada y mandó una mirada indescifrable con una sonrisa todavía más extensa que la anterior. 

- No sé cómo decir ésto, pero usted se me hace conocida. La he visto en algún lugar. No quiero ofenderle, ni molestarla, pero usted es famosa... creo -. Todo el aire del vagón parecía que había sido agotado por mi. Sólo faltaban unos metros para llegar al siguiente andén, tenía el tiempo suficiente para escuchar una respuesta satisfactoria o unos segundos para ser increpado con groserías y salir apenas se abrieran las puertas. 

- Puede ser. Depende - Asintió sin ningún conflicto. Sus pestañas cerraron dos veces seguidas. 

- Bueno, es que, desde que me subí no he podido dejarla de ver. Primero me pareció imposible, pero ahora no tengo dudas cuando estoy frente a usted -. Comenzaba a sentirme tranquilo. Sentía el aire que se colaba por la ventana.

- Pues sí. Me llamo Gabriela Martínez - Cuando se presentó lucía más orgullosa que inquieta o molesta. Acomodó todo su cuerpo con más ganas sobre el asiento reservado.

- En serio, es algo que me causa varias sensaciones, por una parte, y con todo respeto, tengo muchas ganas de reírme, y por otro lado, estoy intrigado -. Traté de ser lo más elocuente posible.

- Pero fue algo muy sencillo, nada que no haría cualquier persona. Sí fue embarazoso cuando me enteré porque mis hijos se molestaron conmigo, pero luego expliqué las circunstancias y todo pareció entendible para ellos -. Tanto su mirada como las oraciones tenían ese sello de confianza.

- Ahora entiendo. Tiene toda la razón, pero no se molestó cuando se vio arriba en la red, con millones de espectadores sobre sus senos, chicharrones, quiero decir -. Pelé los ojos cayendo en cuenta que estaba usando La Palabra.

- jajajaja pues era raro al principio. Me indigné, luego supe que muchos hombres y mujeres veían el video sin ninguna malicia. Ponían comentarios sexuales, que me halagaban; otros simplemente eran juego, haciendo broma sobre lo chusca que puede ser la sexualidad -. Dos veces usó la palabra sexual y ya no podía apartar mi vista de sus chicharrones. Eran dos senos en forma de bolillo, extendidos horizontalmente.

- No sé qué pensar, quién sabe si yo podría verme teniendo sexo, y que todos me vieran, en la Internet -. Cuando terminé la oración mi vista estaba absorta en aquel escote negro. Pensé que, probablemente, son unas de las chichis más conocidas del país. - ¿Cómo maneja todo esta imagen de usted porque en algún punto es un referente sexual en México ? -.

- No es algo que yo hubiera pedido, pero como te dije, no tengo ningún problema sobre lo que piensen de mi. Son meras aproximaciones, nadie conoce a Doña Gaby. Y está bien que sea en juego erótico lo de mis chicharrones. No te vayas con la finta, muchos quisieran estar conmigo. Porque ya me ha pasado. Salgo de la casa y paso frente al sitio de taxis y todos con la mirada sobre mi. Es algo que me halaga -. Me ha convencido porque no deja de mirarme con atención, hace movimientos irreales con los labios cuando se dirige hacía mi.

- ¿Y dónde conoció al hombre de la grabación? Él es realmente la persona que la ha hecho famosa, y me refiero, a quien probablemente subió el video y sobre todo dejó huella en las relaciones de cama -.

- Era encantador. Un gran hombre. Un mejor amante. Le grité de todo y lo amenacé con chantaje porque no creía que subiría el video, me dijo que no, que sólo sería para él, incluso se grabó la cara, ahora sé que no. En caso de que el no lo subiera, fue algún conocido, a lo mejor lo pasó de celular a celular hasta que alguien terminó poniéndolo en línea. Pero sí, era muy bueno en lo suyo... me refiero a los taxis, una persona promedio para el sexo, muchas palabras y poca acción... La primera vez lo conocí en el sitio de taxis del mercado, estaba ahí con unas gafas oscuras, la camisa a medio abotonar y guantes de piel. Era un viejo panzón sin nada que ofrecer, pero era amable; esa vez me ayudó a subir las bolsas al carro y me llevó a mi casa sin cobrarme. Cuando caminé hacia la puerta me dijo, bien claro lo recuerdo: "Adios nalguita". Me llené de una ira ficticia, le grité mientras arrancaba el auto, pero en realidad estaba halagada por un cumplido tan osado y lleno de galantería en algún punto.

Estaba desconcertado por tales afirmaciones, qué de provocativo hay en tal verborrea. Y luego pensé en las parejas swinger, el masoquismo, los pies, los tacones, el latex, los dinosaurios y el hentai. De hecho lo asumí como algo natural en el flirteo.

- ¿Osea que fueron los piropos el inicio de todo?

- Se podría decir que sí. Aunque hubo más. Me paseó gratis en el taxi, me llevaba a la escuela a recoger a mis hijos, al mercado ida y vuelta, al tianguis, al parque, a cualquier lado que le pidiera.

- ¿Y entonces?

- Bueno. Me aproveché de él y a cambio debía retribuir con algo. No bastó que le dejara apuntar con el espejo sobre mis piernas o que me tomara fotos mientras me agachaba sobre la cajuela. Le dejé ver mis piernas un poco más arriba, le daba algunas caricias entre las piernas y cosas de ese estilo.

- Fue un tipo de amante, quiero pensar. No está casada o con pareja, o si.

- No para nada. Si estuviera comprometida tendría que haberme fugado con ese video por todos lados.

- Me dijo sobre sus hijos cómo tomaron el video, pero en su escuela, por ejemplo, sus compañeros, amigos.

- Pues sí fue un error muy costoso en ese sentido, pero parece que ya se apagó la euforia. Aunque la mayoría de las burlas fueron entre compañeros, ninguna queja de los padres. A lo mejor no tenían el valor de confrontarme. Qué podrían decirme si yo no he mostrado vergüenza y por mero morbo van más padres a la firma de boletas. Me voltean a ver con desprecio en ocasiones, pero al final nadie dice más, porque las cosas no se tratan por su apariencia.

- Ya veo, pero su apariencia ha sido el meollo de todo el asunto, tan explícitas las imágenes como florido y lleno de color el recital en el taxi.

- Fue una bobada todo lo que pasó ahí. Estaba feliz y cachonda. Qué más podría decir sobre eso. A lo mejor no son las comparaciones más poéticas del mundo, pero son reales y honestas. No hay un vocabulario para el sexo, son chicharrones, tetas o bubis. Las usan taxistas, jóvenes y estúpidos.Y no deja de ser un halago, cada uno a su manera de ser.

- Sí. Tiene razón. Aunque no creo que sea un lenguaje que todos quisieran usar o recibir en el acto.

- Hay de dos sopas, los que hacen del sexo un rito divino o cuando es por puro placer y desmadre. Ahí las mujeres que se quieren aguantar hasta encontrar el hombre indicado y todo eso; o las que no tienen ningún problema con el sexo casual y ocasional. Y al final la mayoría de las personas terminan en conflicto, porque hacen del sexo una rutina monótona y aburrida o se decepcionan porque nunca encontraron a dios en un pene.

- Vaya Doña Gaby!!! Estoy sorprendido. ¿Y de dónde vienen todas esas reflexiones?

- Bueno, tu eres un chamaco pendejo. Ya me tengo que bajar.

Doña Gaby se hizo camino entre la muchedumbre, bajó del vagón y se perdió entre miles de personas que tal vez la han visto y no se daban cuenta o disimulaban. Personalmente no la vi tan bien como para regalarle tantos cumplidos.

martes, 28 de mayo de 2013

Notas sobre la ignorancia II

La nota del día de hoy es sobre un estudio que publicó la OCDE donde aboran el tema de las horas que trabajan las personas al año y el bienestar con el que viven: servicio médico, educación, empleo, etc... También en el mismo estudio se encuentra un dato curioso: El 80% de los mexicanos está satisfecho con su vida. Por sí mismo ese hecho es atractivo para cualquier análisis. ¿Por qué somos felices con nuestra vida cuando todo parece desmoronarse al rededor? Hay información que demuestra que somos uno de los países más violentos en el mundo, estamos en los primeros lugares en índices de corrupción, no destacamos en educación, producimos poco dinero y decenas de primeros lugares más. Nada de eso parece hacer mutar el carácter estereotípico del Méxicano, un ser jocoso o festivo. Y eso me en lo personal me preocupa.

No es que tenga algo en contra de la felicidad de la población, qué bueno estar rodeado de personas alegres, pero la única respuesta que hallo a este sentimiento es la propia ignorancia. En realidad mucho del actuar del ser humano lo atribuyo a la ignorancia, algo que puede ser repetitivo y reduccionista, pero estoy convencido de ello porque la historia lo ha demostrado claramente: o actuamos buscando un efecto con toda la información a la mano o de plano nos dejamos ir por prejuicios, suposiciones e informaciones irreales. Y el mexicano de hoy en día parece actuar con la menor cantidad de información. Asiste al trabajo sin saber si lo que hace está teniendo un impacto real sobre su economía, ya no digamos la nacional. Si en realidad mi trabajo vale la pena realizarlo durante horas y horas. Acaso los trabajadores se preguntarán cómo se realiza su actividad en otro país o qué tipo de individuo lo hace, cómo hacerlo mejor (citando a Dr. House: Work smart, not hard...) 

En algún punto esas cuestiones requieren tiempo y si el trabajo es agotador a nadie le importa, pero para ello existen profesiones y trabajos que buscan la reflexión. En mi caso como periodista estoy obligado a reflexionar sobre estos puntos e invito a cada trabajador que apachurre un poco más su realidad y la haga cruda. Que trabaje con hechos y no fantasías en las cuales espere un mejor sueldo, que la situación económica mejore mágicamente, que dios lo ponga en el lugar que merece. No. Somos pobres porque somos ignorantes no tenemos idea de cómo trabajar. 

martes, 21 de mayo de 2013

Notas sobre la ignorancia I

Existe la creencia popular que la ignorancia sobre ciertos o muchos aspectos es el mejor camino para lograr la felicidad. Si uno no sabe que morirá a lo mejor disfrutará mejor los últimos días, semanas o meses. Si alguien no sabe los efectos negativos de cierto hábito, no importa porque mientras lo hace está disfrutando la vida como nadie, además, que de algo ha de morir. Que la ignorancia es un sofá muy cómodo donde la vida sólo circula sin más, poco sobre qué pensar, el porvenir se acerca con naturalidad antes que uno se estampe contra él a causa de saber mucho. Y si no fuera poco, el argumento sigue así: Saber no sirve de mucho, si no hay utilidad práctica para qué; si un conocimiento no es materializado no sirve; si está lejano a nuestra experiencia diaria es basura. Así lo gritan: A mi qué me importa si el centro de la tierra es más caliente de lo que pensamos. Acaso debería importarme la relatividad del espacio y el tiempo.  Qué importancia tiene saber que existió un insecto hace millones de años. ¿Matemáticas para qué si con sumar y restar basta?

Debo decir que mi argumento no es nuevo. Defender la importancia de conocer es un refrito milenario, sin embargo, se sigue haciendo porque la ignorancia parece ganar terreno tanto como el conocimiento. Cada que se publica un artículo o alguien culmina una lectura sobre algún pensador otra persona se convence de la existencia de espectros, fuerzas trascendentales o experiencias que tienen otra explicación bastante más precisa e incluso maravillosa. La ignorancia es una condición humana tan natural como el vello sobre los brazos o los caninos haciéndose afilados. No saber es lo más común en la vida diaria e historia de la humanidad, pero intentar conocer es una actividad que necesita incentivos, a veces es espontanea, pero luego inhibida por las circunstancias históricas de cada personas. Hay sociedades que han estimulado la necesidad de conocer en sus ciudadanos, otras - como la mexicana - ni si quieran consideran obligado que la población aprenda a cuestionar, a reflexionar o criticar.

La ignorancia es destructiva y en pocas ocasiones estamos conscientes de ello. No reflexionamos sobre lo que no sabemos, tampoco creamos hipótesis sobre lo que podría suceder con nuestra vida por desconocer todo tipo de eventos y sus explicaciones. Y cuando logramos hacernos de un conocimiento no sabemos porqué llegó ahí, lo tomamos como una consecuencia necesaria de la vida como aprender a manejar, utilizar la Internet, leer y lo reducimos a malabares diarios sin mayor relevancia que pasar el tiempo.

Mientras la ignorancia permanece en sus formas más inocuas los problemas ni siquiera son visibles. Sólo pasa que hacemos el ridículo por no operar bien ariméticamente en el restaurante o calculando los metros cuadrados de nuestra casa. También se ríen de nosotros por ignorar autores fundamentales de la literatura universal, nos repliegan de grupos que no deseamos pertenecer. Luego nos avergüenza un tanto no poder seguir el hilo de una charla entre personas que parecen dominar un tema, incluso nos enojamos o recurrimos a la cerrazón como la mejor decisión "no me importa lo que puedan decir" "están locos". Peor nos sonrojamos cuando no sabíamos que una enfermedad era contagiosa de tal modo, pero reímos porque la gente crédula cree que el limón corta la bacteria.

Al final la ignorancia es fatal en cualquiera de sus disfraces: para quien está convencido que ha llegado al horizonte del conocimiento y se aferra a supuestos y teorías con toda pasión, como para quien no sabe que es ignorante, que vive al día sin preguntar nada. Es igual de nuboso el mundo si se creen todas las preguntas contestadas o agotadas como no hacer ninguna. El tapiz de la incertidumbre es hermoso porque es inagotable y parece diferente cuando se le ve micro como cuando se ve macro. No es sencillo darle cabida a los problemas (quién quiere más tribulaciones en una vida - simple - indefinida) pero sólo quienes se atreven estar con el pie sobre el precipicio, puede ver que lo que hay abajo es maravilloso. 

viernes, 10 de mayo de 2013

Parálisis

Llegué cuando todos estaban ya parados con la lata en la mano, dispuestos en un círculo que custodiaba las botellas que deberían durar toda la noche. Busqué por dónde colocarme, no lograba ubicar un rostro conocido, o mejor dicho, no deseaba estar con las personas equivocadas. Conocía a la mayoría, pero sólo de vista larga y hoy no estaba con el ánimo para mezclarme con personas nuevas. Al fondo estaban los compañeros de borrachera "Hola, cómo van" saludé a todos sonriendo y ansioso por empinarme una cerveza de lata. "Me regalan una"  Estaba helado el aluminio, simplemente perfecta, sudaba gotitas que me parecían sexys "Gracias". El primer trago de una cerveza siempre es el mejor, todas las moléculas son perceptibles, los sentidos no están adormilados y sabe a cebada, la espuma como pequeño oleaje oral y el alcohol infantil, bastante inocuo. Las siguientes son suficientes para beber una tras otra, pero la pérdida de la receta es indicador de una buena borrachera. Por eso termino bebiendo remansos de baba o sobre un florero, no sé. Una vez quedaron chorritos de lager y media botella de tequila. Nadie quería quemarse el estómago con un tequila barato, mejor lo diluimos en cerveza. Sólo disminuyó un poco el asco. 

Pregunté por los usuales borrachos que no estaban todavía. "Llegan en cualquier momento, lo más seguro, es que hayan pasado por chupe".

Nunca hay mucho que hacer en estas reuniones, sólo es pasar el rato agotando toda posibilidad de razón. Reir por recuerdos empolvados, tirar bromas sobre el aspecto de los amigos. Al fin eso es mejor que permanecer en casa recostado sobre el sillón con una mano bajo el pantalón. Esa noche pensé quedarme porque los motivos para ir eran tan patéticos como repetitivos que comenzaba a irritarme sobre mi vida. No puedo encontrar una mujer excepcional en borracheras a las que acudo. Sí, las hay hermosas, pero lo suficiente para permanecer fuera de mi alcance. Feítas, sí, pero consuelo que después me provoca nauseas. No vale la pena salir para hallar una mujer que ha de ser visitante en otro lado, tal vez en un museo, una galería, un sala de conciertos. Quiero una mujer inteligente, que pueda beber tanto como yo porque es algo que no pienso dejar a un lado. Podrían aventarme una piedra envuelta en un papel que dice "alcohólico" y lo seguiría haciendo. Son dos actividades vinculadas a mi felicidad: si me embriago soy feliz, si encuentro alguien con quien pasar la noche hasta el otro día o semana soy doblemente feliz. Quien sabe si deje de beber si me enamoro por un instante.

Ahí venían con las bolsas de plástico. Me decepcionan las personas que piden bolsas de plástico para todo. En los centros comerciales exigen doble bolsa para cachar el papel sanitario cagado, otra para levantar las cacas de perro, una más para envolver las tortillas, una más para asfixiar a su pareja mientras tienen un orgasmo. Ahora cargaban en doble bolsa las cervezas y una botella de whisky; no querían romper nada porque habría sido el fin de la juerga. Más dinero, jamás. En todo caso se fragmentaría el grupo en parejas a buscar otro lugar donde embriagarse. Una botella rota hace pelear a todos, menos colaborativos más neurosis. Pero la botella estaba en el centro y los vasos encima del cuello. Alguna manó cortés sirvió cantidades diferenciadas porque cada uno es cuenta con sus propios humores y disposición. No todos prefieren un golpe directo, prefieren calentar y dejarse seducir de a poco. Yo preferí un buen trago sólo con hielos para abrir el esófago y dejar fluir esa bola de fuego que se siente.

Pasaron varias horas acompañadas de cervezas, mucha cerveza antes de que trabaran en la temperatura ambiente.

La tolerancia ha hecho del consumo una actividad costosa. Luego, invitar tragos para un amigo es algo de pensar dos veces. No puedes llevar a una reunión a alguien que espera regresar contigo a altas horas de la noche, en taxi, o que espera un trago de cortesía  ¿Regalar alcohol? no es una opción. Todos somos cooperativos y contractualistas. Nadie beberá más de lo dispuesto en función del dinero. Y nadie está dispuesto a incluir la parte de un invitado. Siempre somos los mismos. Cuatro hombres y tres mujeres. Siete personas con problemas para beber y con muchas ganas de divertirnos. Al menos, nadie abiertamente se ha declarado en una fase problemática. Todos tienen vidas sencillas, de cubículo, sobre mostrador de tienda departamental, como profesor, cortando el cabello, despachando como arquitecto, abogando y programando en computadora. Somos dichosos en una vida rutinaria que se marchita a cada día y florece los fines de semana o en puentes vacacionales.

Aquella noche la música estaba rancia de verdad. Uno de esos discos de éxitos de antaño en versión electrónica deficiente, una superposición del beat electrónico a los Beeges a Queen. Espantoso. Durante varias horas el estruendo no cesó. Yo dejé de prestar atención a la música algunos minutos antes porque mi mirada se había anclado hasta el otro extremo la fiesta. Tendí unos ganchos invisibles sobre hilos imperceptibles para no perderle ni un instante. Cuando se agachaba me hincaba innecesariamente para tomar la botella del piso, no quería que nadie se diera cuenta de la obvia atracción que estaba sufriendo. Si notaran la forma en que la miraba, iniciarían las indiscreciones. Voltearían a ella, gritándole y señalando mi cabeza. Ella primero se sentiría halagada y con ganas de reír por la ocurrencia, pero ellos no pararían, gritarían oraciones sobre mi, lo ridículo, lo interesante. Datos que no importarían para ella porque habría perdido la atención minutos antes cuando comenzaba a ser irritante el grupo de desconocidos que gritaban y arruinaban todo. Se alejaría para ocultarse de nosotros sutilmente hasta perderse entre la muchedumbre del centro. Bebería tragos que no podría compartir por culpa de estos ineptos.

Mejor me quedé ahí haciendo equilibro entre mi grupo y ella. Aparecía en la conversación a cada tanto con la mayor naturalidad, pero era imposible dejar de mirar aquel vestido pasado de moda. Tenía cuadros ridículos sobre un segundo plano negro. Eran como las baldosas de una cantina salvo por los colores luminosos. Acentuaban una figura desconocida. No podía adivinar si tenía grandes pechos porque se perdía en ese mosaico. Entrecerraba los ojos tratando de enfocar algún detalle, algo que permitiera saber más de ella. Ninguna pulsera, tampoco aretes, ni una pizca de maquillaje. Era bella, pero no excepcional. Ni siquiera intenté ignorarla porque no podía. Quería acercarme a escuchar lo que tenía que decir o ir más allá  y saber lo que pensaba. Me habrá visto. A qué vino aquí. Esperé unos minutos para reducir la distancia e invitar una copa. Pensé en tomar el atajo más usado: pedir fuego para mi cigarrillo. No. Tenía que ser algo especial, que pudiera concentrarse un instante sobre mi voz, mis ojos, mi ropa, lo que fuera. Le pediría que me acompañara al baño.

"Oye podemos ir al baño" Le sonreí con la menor tensión posible sobre los pómulos. Luego solté una carcajada buscando revertir la sorpresa que le causó mi estupidez. No funcionó, había arruinado mi última oportunidad. Caminé de regreso a mi lugar. "Espera. Te conozco" Pretendí no estar sorprendido, giré sobre mis talones. "Tal vez, primero yo pensé que te conocía, por eso te invité al baño, pero no quieres...." Exhalé todos los nervios de una vez. Estaba confiado frente a ella. Era hermosa de cerca. Lo que más me sorprendió fueron sus dientes. Nunca había visto unas perlas así salvo en la televisión; incisivos de muñeca. Quise preguntar cómo los obtuvo, pero sería descortés, mejor me centré en las bebidas. "Qué tomas". Brindé con el viento. "Estoy bebiendo vodka, quieres un poco". Lancé el whisky sobrante. "Increíble. Nunca había probado esta marca. No lo venden aquí, verdad" Negó amablemente con la cabeza. Fue cuando noté el negro de su cabello, en verdad era galáctico su color. Y olía rico, como a frutas. "Saluuud" Estaba vez sí chocó su trago contra el mío. Estaba ruborizada con un color carmín que sospeché fue por el vodka. En verdad estaba fuerte, no me importó calcular cuántos grados de alcohol, sólo tragué un vaso más.

Saludé a los demás. Todos me hicieron señas con los pulgares levantados y dientes horribles, nunca como los de ella. Bebí otro más y ella parecía no estar incómoda por la distancia. Brindamos otra vez. Una vez más. Cruzamos los antebrazos y para ese entonces la botella estaba a menos de la mitad. Toqué su cabello, lo recorrí con los dedos hasta el final sin hallar un solo nudo. Después la tomé por la cintura sin ninguna objeción. Ella hizo lo mismo. Comencé e excitarme rápidamente entre el olor del tabaco, el estruendo de la música y su cintura. No quería arruinarlo, me despegué de ella un poco, quería tener sexo, pero si eso pasaba quedaría arruinado todo. Había probabilidades muy pobres de seguir en contacto; tal vez algunos mensajes por celular, una llamada por teléfono y una salida al cine, sólo una quimera. Cuando nos diéramos cuenta lo reales que somos sin alcohol su cabello dejaría de ser tan negro; el contacto resultaría repulsivo a diferencia de ahora mismo que es sencillo, deseado, eléctrico.  Nos besamos.

Subimos tomados de la mano hasta aquí. Fueron como dos pisos. Desde la ventana se veía todo el panorama, la fiesta estaba realmente en el clímax. Las cabecitas deambulando por todo el espacio. En las esquinas más obscuras las mujeres sentadas sobre los hombres con los vestidos saludando hasta arriba. Sobre el centro de la fiesta alguien estaba vomitando líquido amarillo, de los labios colgaban resortes de baba. Y nosotros observando a través del cristal. Corrimos la cortina a la derecha, ahora las luces difícilmente rebotaban sobre los objetos, pero creaban efectos divertidos. Sobre su cara surgía una línea clara que se extendía sobre el perfil derecho. Luego sonrió cuando las luces se hicieron azules con el cambio de música.

Y sentí la sangre correr por todo mi cuerpo hasta el último extremo, se iba inflando y endureciendo como nunca en meses. Era inmenso, nunca había visto tal tamaño, es difícil lograr algo así con tantas toxinas en mi sangre. Ella permanecía observando esperando que yo tomara la iniciativa. Me acerqué dos pasos hasta rozar su pubis con mi pene, la besé con violencia como lo hace alguien que es una sopa envinada. Mordí sus labios, pero ella con más fuerza los míos  Sentí la presión sobre el filtrum, como iba ganando terreno la hinchazón. Quise arrebatarme mis pantalones de un tiro, pero ella ayudó con el botón y desconectó mi cinturón. Cayó la pana sobre el piso encima del vaso de vodka. Me acomodé sobre mis rodillas para levantar su vestido, ella abrió un poco las piernas y bajé hasta los tobillos el encaje negro. Claramente eran semanas sin afeitarse, humedad de bailarina. Jugué un poco con un nudo de vello, aparté los labios para morder los bordes del clítoris a penas con la fuerza necesaria para estremecer todo. Cerró sus piernas, pero insistí, ahora con suavidad en todo momento. La excitación me señalaba las vías más agresivas para satisfacerme, quería morder sus nalgas, abrir sus piernas dejarme ir con una cinética violenta, hurtarla de pene y causar un llanto. Me contuve.

Sacó su cuerpo del espantoso vestido, lo lanzó en la parte más obscura de la habitación. Desenganchó el brassier y no cayeron dos pechos, permanecieron en la misma posición mirando como dos ojos mis tetillas, eran operados. Jaló todo mi cuerpo encima de ella sobre la cama, mordió una y otra vez mis labios, saboreo con su lengua todo el vodka y whisky que tenía sobre las encías. Llevó mis manos con severidad, las llevó hasta los senos, ella guió el masaje, le dio ritmo y forma hasta lograr dos pezones rocosos, No podía hacer nada frente al control que ejercía. Pensé en felatrices de cine porno, los labios yendo y viniendo hacia mi pelvis, ya no soportaba más... la quería dentro de su boca. Giramos en la cama diez veces, me coloqué bajo ella fallidas ocasiones. Siempre recuperaba la posición, ella abajo con las piernas cerradas a voluntad y con sus manos sometiéndome a placer, manoseando mis manos, llevando mi cabeza hasta sus pezones a su boca. Aumentaba su excitación a través de mi, yo marioneta. Hasta que su cabello escurría sudor me permitió protagonizar; abrí las piernas y lancé todo mi cuerpo con fervor. Un deslizamiento perfecto en la zona más cálida de una mujer,  no hice nada frente a las convulsiones inesperadas, sentía cómo comprimía su cavidad sobre mi, me exprimía como si se tratara de un castigo. Iba y venía la presión sobre mi, Aumenté la velocidad para impedirle el control, salí de la humedad hasta quedar sólo sobre los primeros dos centímetros de ella, me mantenía afuera medio segundo y la embestía con mil pensamientos. Quería deshacerle esa noche  , convertir la noche en un orgasmo compartido, no me iba a detener ni soltaría sus caderas un instante.

Los gemidos iban en aumento paralelamente, el calor se había condensado por toda la habitación, la bulla de la fiesta permitía imprecar obscenidades. Pedíamos lo mejor de cada uno, yo estar más adentro y ella necesitaba más intensidad en el lugar correcto. Por instante sentíamos un leve cansancio, bajamos el ritmo para acomodarnos en una mejor postura. Recorrimos la habitación. Lo hicimos sobre el charco de vodka, sobre el taburete, con las tetas pegadas al vidrio, sentados sobre la cama, arriba abajo, con rasguños, con el pubis sobre las bocas, con dos condones para usos distintos, atrás y adelante anhelando finalizar este martirio de placer. No terminaba, se convertía en un espiral de sensaciones monótono, pero anhelado. Era la noche de sexo incompleta por un orgasmos tímido que no salía de ninguna parte. Placer que asciende a lo más alto y no puede cruzar aquel vértice que se necesita para completar el viaje en la parte más baja donde la excitación muta en un vapor relajante. No pudimos con todo el esfuerzo y tiempo vertido sobre la cama. Alguien había robado el final de las cosas. "No puedo" "Yo tampoco". Dónde teníamos que buscar un orgasmos  no lo supimos. Miramos el rostro de cada uno con vergüenza, sonreímos con educación y jamás dirigimos una mirada sobre nuestros cuerpos. Salimos de ahí amenazados por un placer burlón que vino a juguetear para luego congelarse.

El mejor sexo de mi vida que nunca más quisiera tener. 

jueves, 18 de abril de 2013

A mi abuelo

Si pudiera definir a mi abuelo en una palabra, sería: Calma. No se ganó tal sosiego por medio de prácticas religiosas, metafísicas, tántricas ni mucho menos. La calma surge en él con tanta naturalidad como crecen las hojas en los árboles. Nace en él una paz que envidiamos a veces, reímos de su lentitud ante las adversidades. Una vez no salió de su habitación en pleno temblor porque sus zapatos cafés no estaban a la vista "No encuentro mis zapatos cafés". Cliché de abuelo cariñoso. Abuelito de piel irrepetible durante todo el árbol genético: obscura de cafetal, cuerpo altivo con la espalda ancha como su humor. El mejor repertorio de chistes lo sacaba cuando estaba pasado con las copas; tragaba cerveza como nadie. Levantaba los vasos o embaces de cerveza hasta deshidratar todo. Cantaba tangos, escuchaba marimba. Sonreía esplendorosamente. A veces nervioso como todos tenemos un poco por aquí. En su juventud un casanova, no sé mucho de eso, pero sus hijos lo relatan; todavía se ven rescoldos de esa época. Siempre los zapatos bien boleados, lustrosos como las camisas. Una fedora. Siempre lo veía caminando por el callejón, veía esa silueta robusta; sus manos metidas en la chamarra detectivesca. !Hola hijo¡

Es duro para todos imaginar la vida sin la vida de los demás. Parece una castigo que mi abuelo se esté consumiendo desde dentro. Por eso no se intimida ante el porvenir, porque cree es la consecuencia merecida. Pagar con la muerte parece duro, pero él la espera con ansias. Cuando tuvo energías se tomó de la veloz existencia, se sujeto con todas su fuerzas a los placeres del brandy, la cerveza y la música. Reconfortó a sus hijas contando los mejores días de su infancia, cuando cuidaba vacas. Pescaba en los ríos que hoy parecen imposibles de haber existido.

Tampoco es algo funesto. Es el último paso del ciclo vital. Más abuelos están muriendo al rededor, el de una amiga y de otra. Son la parte dulzona de la genealogía. Los abuelos son reconfortantes porque ya han regañado suficiente a nuestros padres, no lo harán con los nietos. A nuestros padres les lastima el vació que dejarán. Cuando se muere un abuelo piensas en tus padres también morirán, que son los siguientes. Pero nunca se sabe, es posible que hoy muera y mañana mi hermano o quien sea. Si existiera un orden establecido temeríamos lo doble. Mi abuelo está en su momento y reposa con tranquilidad sobre la cama. Sí, lo atacan los dolores; parece un tronco viejo exterminado por las termitas. Y lo sabe. Tiene que entregar el equipo ya, así dijo. 

Hoy estamos angustiados porque habrá de extinguirse y quedar sólo como recuerdo, pero vaya que ha dejado muchos buenos. 

No creo en el cielo. Ni existe nada más. Todo se reduce a nuestra simple y accidental existencia. Su cuerpo dejará de servir, su voz ya no escuchará, no mirará a nadie, no abrazará, ya no se meterá a mi casa, tampoco comerá con nosotros, pero seguiremos pensando en él y burlándonos de su voz "Quién viveeee". Evocaremos sus orejas, sus manos, su cabello, todo. Ahí sigue en forma de recuerdo y con eso es suficiente. 

Adios Beny. 

viernes, 12 de abril de 2013

El cuerno

El cuerno

Sentí un calor instantáneo, un cerillazo en el vientre. Pensé que era un cólico menstrual, apreté ambas manos contra mi ombligo, el calor se iba extinguiendo y el cólico iba creciendo incontrolable. Mis manos estaban empapadas de sangre, rojizas como la res que había visto ayer en una carnicería. No era sangre como la que sale cuando te golpeas por accidente la nariz, era espesa y negruzca. No tenía miedo porque sólo tenía dolor. La última vez que tuve dolor fue una gastritis que me atontó hasta que recibí suero. Este dolor era diferente, expansivo, se iba regando por todo mi cuerpo, excepto por las piernas y la cabeza. Mi cabeza estaba recargada sobre una pared con propaganda; mis piernas sabían que estaban dobladas como espagueti y cada vez menos fuertes.

Luego fue miedo. El dolor no cedía y la gente corría de un lado para otro. Vi al otro extremo de la calle algunas personas durmiendo como niños, en esas posturas tan incómodas para los viejos, pero confortables sólo para bebés. Una señora me miraba a los ojos, luego vi miedo en su nariz, se dilataba por la respiración desesperada, tan grandes las fosas. Aun así no hacía nada, seguía tendida sobre el asfalto con la falda volada sobre ella misma y una bolsa de mercado despanzurrada. Sentí su desesperación viajar hasta mí.

Después un licuado de emociones, no sólo sentía dolor si no angustia, una sensación mayor que el dolor del vientre y la sangre. No pude contener las lágrimas. Siempre me había dado pena llorar en público, pero esa vez no, lo hice sin pensar en nada. Lloré y lloré durante segundos atolondrados. Al segundo siguiente supe que lloraba por mi bebé. Estaba muerto dentro de mí. Lo sabía porque el dolor no estaba compartido. 

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Estoy molesto con él por todo lo que pudo haber evitado con un poco de prudencia. Tampoco creo que haya actuado para entristecer nuestra relación. Cuando lo conocí era el más simpático de todos, obvio. Su nariz parecía un pequeño colguije sobre todo ese cuerpo bien formado por el equipo donde practicaba futbol. Me gustó porque no usaba gel como todos, su cabello natural me parecía increíble. Las cejas. Esa sonrisa sincera que me provocó fantasías todas las vacaciones. Escribí tres poemas sobre el tema. Busqué fotografías en internet de gente sonriendo y nunca encontré una similar. Era para mí esa sonrisa. Y a parte, estaba acompañada de una voz redonda colocada sobre el pecho perfectamente. Se dirigía con educación en clase, con sus amigos era sutil con las groserías como pequeños botones rojos sobre un lino blanco. Todo lo que él decía me provocaba delirio. A veces ni siquiera recordaba las oraciones que salían de sus labios hermosos; me quedaba anclada a esa boca que me propuse colmar de mordidas y besos.

La primera vez que me habló fue por teléfono. Le pregunté quien había filtrado mi número, no quiso contestarme y me juró que había sido mera coincidencia. Unos malabares deterministas. En realidad estaba temblando de la emoción. Era imposible controlar la risita nerviosa o concentrarme...

Me paseaba de su mano un domingo, un día después de ir a una fiesta juntos y cantar, tomar algunas cervezas, ver la televisión recostados uno sobre el otro y él siempre hablándome por mis dos nombres con su voz de tenor.

  - Oye... ya colgaste - me preguntó retóricamente.

.- No, no he colgado, aquí estoy - le dije con una voz pequeñita

-  Pensé que lo habías hecho. Bueno, me gustó hablar contigo, nos vemos. -

No mames. Esa fue la mejor conversación en años, aunque en realidad no dije nada, estuve fantaseando mientras todo me temblaba. Me sonrojé y mordí una almohada de felicidad. Había hablado con él. Fue increíble ese comienzo tan simple. Todo lo que siguió fue lo más sencillo del mundo. Salimos, nos vimos, nos besamos, hicimos el amor, lo hicimos muy fuerte durante horas y días. Fuimos novios de manera formal porque sospecho que siempre nos preocupamos por el otro. Nos veíamos la cara todos los días hasta lograr comprender todo sobre nosotros sin tener que decir nada. Sabíamos si había tristeza o pan con crema y mermelada como desayuno. Deducciones de individuos que se conocen toda una vida sin estar siquiera juntos, en una casa o habitación, me refiero.

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Ya no lo quiero porque no está conmigo en este automóvil que no se puede abrir paso entre el tráfico. Cómo quererlo cuando me opuse y él desacató. Y no soy su patrona, pero merecía respeto como cuando me pedía elegir la heladería o la película en el cine. Incluso, respetó la decisión de yo queriendo ser mamá. Cuando él dudo sobre tenerlo, yo no intenté convencerlo, le pedí tranquilidad. Si en algún momento el dejara de estar conmigo lo respetaría y me encargaría de mi bebé. Lo tendría porque eso deseaba.

Habían inaugurado un hotel nuevo, de paso, donde las copilotos entran con todo el asiento reclinado. Salen con el cabello húmedo, sonrientes como el piloto o no. A veces hay cola para entrar al hotel, tienen que soportar la vergüenza mientras el automóvil hace fila para pagar por unas horas de cama. Esa mañana la cola de coches era algo inusual, creo que era día de pago y el hotel regalaba dos condones. Pensé que íbamos a entrar al hotel también, estaba un tanto ansiosa por imaginar las sábanas pegadas a tantos cuerpos, sudadas. Nunca me había parecido sexy tener sexo en un hotel, porque el hábito me llevó a pensar sobre sexo siempre en mi cama o en la de él, no revolcarnos sobre mixturas ajenas.

 Por alguna razón también él mostraba nerviosismo acalorado. Se desabotonada la camisa más y más hasta llevar los vellos del pecho bailando con el aire de la ventana. Paró el coche fuera de la fila y salió con un cabeceo extraño, buscando respuestas entre todas las personas ansiosas de coger. Se paró de puntitas sin apagar el motor del auto, subió de nuevo para pedirme tranquilidad. Eso me puso más nerviosa, pensé que nos seguían, que estaba enfermo y prefería ocultármelo,  que tenía un amante tres coches más adelante, pensé que me estaba poniendo el cuerno.

Estuve dentro del auto con la puerta del conductor abierta. No distinguía bien el rostro de la otra persona. Tenía un pantalón de tubo y un tenis desgastados, atrás de sus piernas estaba una caguama. Rápido deduje de qué se trataba ésto. No es algo que yo pudiera evitar.

De alguna forma era cómplice y admito que cuando todo aparece ni siquiera deseas preguntar. Si hubiera cuestionado algo tendríamos largas discusiones. Preferí omitir los disgustos y probarme toda la ropa que traía cada semana: vestidos hermosos, zapatos increíbles, maquillaje, libros, computadora, películas. No era gran cosa, pero era un regalo de él para mí. De alguna forma lo material me hacía sentir bien porque cada objeto era una preocupación menos. Era obvio de dónde salía todo, si estúpida no soy.

- Ya te dije wey, que no vengas a vender tus chingaderas aquí -

- ¿Qué? Tú ni mueves aquí... -. Me dirigió una mirada enamorada como diciendo que todo está bien.

- Ya te dije... vete - Parado como un licántropo. Pelando los dientes, vociferando maldiciones.

- No me voy a mover ¿Cómo ves? -

- Va... - Giró el cuerpo en un movimiento exagerado. Se despegó de la pared y tiró la caguama. Su brazo palanqueo para destapar una coladera, jaló la tapadera unos centímetros y sacó de ahí una metralleta pequeña, negra, bastante manipulable, hasta cierto punto graciosa, imaginaria, de película, pues.

 - Órale cabrón... pinche perro vas a valer verga - La quijada se le había bloqueado de tanta ira. Aferraba el mango del arma con el pulso de quien ha matado antes.

Arremangué los dedos de los pies hasta el fondo de los zapatos, sudaban mis manos sin control. Abrí la puerta y bajé.

- No, no, no, no... Súbete al carro, quédate ahí. No bajes - Qué autoridad había en su voz. Supongo que no quería mostrarse intimidado tan rápido. No hice caso, me quedé sobre la acera.

- Ya muévete cabrón. No traigas tus chingaderas por aquí que te vuelo. Es en serio. No vas a vender aquí. ¿Quién te dijo que puedes, eh? Este no es tu pinche casa para venir a pasearte y hacer lo que quieras. Yo vendo aquí y nadie más. Vete. Ya, ya, ya... - La metralleta bailaba en el aire, se iba para atrás y adelante. Era como subrayar una frase, ponerla en mayúsculas y puntualizar todo. 

- Pásame el cuerno, pásame el cuerno –

¿Cuál cuerno? No sé de qué hablaba, pero era una imprecación con mucha energía. Volví hacia el auto y escuché con mayor violencia la misma pregunta que me hice.

- ¿Cuál cuerno hijo de la chingada? - 


Fue como un ligero martilleo. Un pequeño ta ta ta ta ta metálico, una briza violenta parecía empujar los metales, no podía distinguirlos mientras volaban en el espacio entre él y nosotros. Sólo veía desde dónde salían expulsados. La boquilla pronto se llenó de humo y fuego que duró casi nada. También pude ver algo de humo saliendo de su cuerpo tirado y triste. Luego la pequeña arma estaba apuntando hacia mí, escuché tres martilleos más. Levanté la vista y no vi a ninguna persona, sólo autos pasando y la gran fila de coches desordenándose. Al otro extremo de la calle una señora tirada en el piso, mirándome angustiada.