miércoles, 21 de agosto de 2019

Escritura breve 1

Hoy nadé.

Se puso a prueba mi respiración. Cuatro brazadas y una respiración. No había nada más. Mi mente concentrada sólo en cómo entraba el aire y salía por mi boca. Mi atención pasaba de la respiración al movimiento de las piernas. Sincronía en cada movimiento.

lunes, 22 de julio de 2019

Dibujando, cantando y bailando

Can I tell you a story of a lady so meek?
Fought her battle alone with love
Had no armor, no weapon, no desire to flee
But a power so deep inside, preside to us all
I see a star, how strong it was
And still, somehow, we seem to fall

Kamasi Washington

La mayoría de las veces estábamos sentados en el piso con la televisión encendida y el volumen a todo lo que daba. En esa sala estaban regados por doquier los zapatos, faldas, vestidos y mini accesorios que traían consigo las muñecas de su hermana. 

Las recogía donde quiera que estuvieran botadas. A su hermana no le interesaban tanto como a él; ella las aventaba detrás de la lavadora, bajo la cama, en macetas, en el baño o donde fuera. Él, todo lo contrario, las trataba con cariño. Sentado en la esquina del sofá, tomaba un pequeño cepillo y les arreglaba el cabello sintético, nudo a nudo; con mucha paciencia, suavemente para no lastimarlas, colocaba pasadores o amarraba con una liga la cabellera hasta que pudiera manipular los cuerpos sin dificultades. 

Despojaba una a una de los accesorios color pastel. Ponía los juguetes de niña en el piso y ahí permanecían desnudas durante horas haciendo fila hasta que llegara su turno de vestir un nuevo atuendo. 

En ocasiones el cambio de ropa era improvisado, otras veces era muy bien planeado y bosquejado en sus cuadernos de la escuela, tal como lo haría un diseñador profesional. Los dibujos daban origen a prendas muy ceñidas, escotadas en la espalda y en el pecho. Él no tenía más ayuda que una vieja pluma de tinta negra, la cual era suficiente para revelar texturas, pliegues, cortes y todo lo que requería el vestido. 

Provocadores, sensuales, sexuales o atrevidos son adjetivos que hoy utilizaría para describir sus dibujos, pero en aquellos años sólo veía ropa obscura y dibujos muy bien ejecutados. Una imaginación que se desbordaba en el papel y que no conocía a alguien más que lo hiciera con esa facilidad. 

Por supuesto, eran trazos que había aprendido de las caricaturas, de Sailor Moon y otros animes japoneses. Líneas suaves, narices pequeñas, ojos grandes, mentones angulares, frentes pequeñas. Elementos que habrían de estar siempre en cada página de los cuadernos que llenó de princesas y modelos con piernas inmensas y cintura diminuta. Su arte se alimentaba todas las mañanas de aquellos programas de televisión, que miraba con un plato de cereal en las manos; consumía capítulo tras capítulo de Sailor Moon, su serie favorita. 

Y no sólo en el cuaderno capturó toda la esencia de aquellas mujeres ficticias. Las postura, el juego de manos sobre la cara, los movimientos de cabeza, los tonos agudos de las voces; también la seducción de Tuxedo Mask, la elegancia y el porte para vestir pulcro, fueron características que pasaron a ser parte de él. Tomó la estética del ánime y la replicó en su apariencia cuando llegó a ser mayor. 

También yo disfruté de aquellas mañanas de ánime; comí cereal, lo observé dibujar y vestir muñecas. Me quedé fascinado con la cantidad de proyectos que emprendía y todos eran finalizados con éxito y creatividad. 

Nunca le pidió ropa para vestir a las muñecas a su mamá —aún no tengo claro si era por pena o porque no existía ropa que reflejara lo que a él le gustaba—, pero lo resolvía con el material más simple, que nunca se me hubiera ocurrido a mi: cinta de aislar. 

Tomaba a las muñecas por la cintura con una mano y con la otra comenzaba a desenrollar y luego enrollar la cinta negra por toda la figura. Por debajo y por arriba, donde fuera necesario cubrir, lo hacía. Cortaba, apretaba o rehacía el recorrido de la cinta hasta que el nuevo vestido quedara como ya lo había visualizado. Confeccionó faldas, pantalones, vestidos de noche, ropa de verano, blusas con mangas, sin mangas, guantes y decenas de diseños más que nunca había visto en mi corta vida (ocho o nueve años, tal vez). 

Las muñecas cobraban otra personalidad, de pronto eran mujeres con más edad, que provenían de otros sitios, que iban a otros lugares. No sé si tenían una historia, nunca me lo expresó, ni yo le pregunté. No interactuaban entre sí, no conversaban, no simulaban situaciones, no hacían nada; esas muñecas no eran los juguetes que había visto cientos de veces en manos de mis otras primas. No eran juguetes, eran modelos o maniquíes solamente. 

Para mi no era extraño, pero no faltaban los familiares sorprendidos al ver las muñecas ataviadas de negro. Otras personas sonreían; otras reían por lo novedoso; otras reconocían el talento de mi primo. Otras le decían «pinche puto». 

En ese entonces yo no comprendía del todo el concepto de puto; sí como un insulto, pero no con la connotación que cuestionaba a mi primo. No intenté entenderlo, ni me preocupó. Continué cerca de él, mirando sus dibujos, las muñecas y todas las demás manualidades que realizaba. 

Su creatividad no terminaba con las Barbies se extendía a la plastilina y la pasta epóxica. Eran esculturas, cuerpos de mujeres del renacimiento. Algunas más voluptuosas que otras, pero todas muy reales y heladas por las horas que pasaban en el refrigerador, junto a la carne, hielos y el pozole congelado. 

Su casa era un taller donde florecían todo tipo de expresiones. También había mucho baile y canto. La música era el complemento de las manualidades, pero de un modo más estruendoso. Lo que eran movimientos de mano suaves sobre papel; con la música, los movimiento de mi primo, eran frenéticos, saltaba de un lado a otro y se sacudía con fuerza. 

Imitaba como podía las notas agudas de Sarah Brightman, los fraseos de Ana Torroja, de Aqua, Britney Spear y otros ídolos pop. 

Las coreografías era emuladas en los detalles más finos: los brinquitos, las vueltas, los dedos de las manos, el movimiento de pelvis y cadera. Todo lo que veía mi primo era reproducido como espejo. Con el tiempo su coordinación mejoró y los movimientos se fueron acumulando en su colección de pasos. A la fecha, cuando lo imagino bailar, estoy mirando al niño de aquella época con quien pasé horas disfrutando de mi infancia, de una forma que no conocí con otros niños, primos y familiares. 

Y como si no fuera suficiente la escultura, el dibujo y la danza, el cine también ayudó a moldear su personalidad. Todas las películas de Gloria Trevi las repitió decenas de veces en aquellos años. No recuerdo si fue mientras él estaba a punto de entrar a la adolescencia o ya estaba en pleno sobre esa edad turbulenta. 

Vi sus películas favoritas en la misma sala de siempre, donde jugamos también juegos de mesa y donde simulamos que era la primera parada en una casona de terror. Recuerdo las transmisiones en televisión abierta y también las copias piratas que había conseguido o había grabado desde su reproductor VHS. 

Las películas de algún modo ayudaron a darme cuenta que había una diferencia entre él y yo, pero no con toda claridad. Cuando él escuchaba, y luego imitaba, la música, movimientos y modos de Gloria, yo era atraído por la minifalda de la cantante, su caderas, piernas y labios. 

Mi primo cantaba «no estoy loca, no estoy loca, solo estoy desesperada» y yo sólo seguía mirándola. Una mujer real, ya no de plastilina, ni dibujada, una actriz guapa y con un bello cuerpo. En formas distintas, los dos queríamos a Gloria. 

Terminó mi infancia y me convertí en adolescente y nos distanciamos un poco, nada grave, lo natural de dos caminos que se van abriendo para después encontrarse con el tiempo. Él ocupado en sus propios asuntos y yo también. 

Y aunque no volvimos a jugar como cuando niños, se creó un vínculo de otro tipo. Conocí a una novia y fueron grandes amigos. Tuve otra novia más y no lo fueron tanto. Una más y nuevamente nació una amistad. Como si su amor hacía mi floreciera en amistad con la gente que me rodeaba. Siempre me preguntaba cómo me iba con ella, cuándo nos íbamos a ver. Siempre atento, las escuchaba, las hacía reír. Todo siempre con energía. 

Me hubiera gustado conocer cómo era su amor de pareja. No lo sé. Hubiera sido divertido. No fue así, pero seguro que amó con intensidad, porque esa es una palabra que bien lo podría describir. Si no gritaba, no cantaba; si no hacía vibrar el piso, no bailaba; si no apretaba los puños y los dientes, no estaba lo suficientemente enojado; si no estaba peinado, colocado en la mejor pose, no estaba capturando una buena foto. 

Ricardo, te voy a extrañar. Y ninguna hoja puede ayudarme decir cuánto te voy a extrañar, cuánto te admiro y cuánto aprendí de ti. 

Me siento triste, pero agradecido de tenerte como primo, como una parte importante de mi infancia, como la persona que veía muy seguido y siempre me regresaba una mirada y un saludo, no importa lo aprisa que fueras. Gracias por haber estado en mi vida y hasta luego.

viernes, 31 de mayo de 2019

La Jefa

La Jefa había llegado hace pocos meses al puesto. Las primeras semanas nadie las olvidará por su actitud recta y disciplinada, que llevó durante todas las horas de entrada y salida. Antes de ella pocos cubrían la posición con semejante puntualidad. Su turno comenzaba a la hora en punto del cambio de turno y terminaba con la misma precisión. Sin mediar palabra con su relevo, abandonaba el lugar sin esperarlo. La falta de responsabilidad sería de él, solía decir. Aunque no tenía ningún tipo de autoridad sobre los cobradores, pero las miradas que soltaba, a quienes llegaban tarde, bastaron para sincronizar a toda el área. Pronto, esos accesos fueron los más eficientes y rápidos.

Aunque aquella puntualidad era admirable, su capacidad de observación era todavía superior. Siempre permanecía alerta y mirando de reojo a los autos que entraban y salían por la garita. Caminaba de un extremo a otro como una pantera que acechaba a sus presas. Los conductores la miraban con un gesto serio ante el andar firme y la mirada penetrante. Algunos intentaban coquetear a través de guiños o pequeños besos al aire, pero su gesto serio terminaba con cualquier iniciativa. No se molestaba, no se sonrojaba, no rebaja su estatus de guardián. Si alguien hubiera insistido más allá de las miradas o murmullos, habría caminado hasta el conductor y su autoridad se habría ejercido sin piedad. De esta forma fue construyendo una atmósfera de orden y respeto entre quienes cruzaban de un lado a otro y entre quienes cobraban el peaje.

 Nadie sabía mucho de ella, pero el respeto que le tenían por su desempeño en el trabajo creó un especie de vínculo entre quienes trabajan ahí. La admiración creció y un especie de amistad fue cultivándose entre el vaivén de autos. Jefa le comenzaron a decir y ella suavizó un poco más su trato. Fue como si el apodo representara lo que había buscado desde que cubrió la vacante. Jefa venga, Jefa le traje esto; Jefa, muchas gracias; Jefa, qué piensa de tal o cual asunto, le preguntaban. La Jefa comenzó a ser la jera no oficial de todos ellos. Era la líder que daba consejo y dirección en la jornada.
A pesar de todas las invitaciones que le hicieron los compañeros de trabajo para ir a comer, para salir de fiesta o como madrina de bautizo, siempre dijo que no. Muy respetuosa explicaba sus razones y todos las aceptaban sin contradecirla. Sin embargo, la Jefa retribuía las invitaciones que rechazaba. A los más jóvenes les enseñó a disparar en un terreno baldío de su casa. La Jefa les enseñó cómo empuñar un arma y perfeccionar la puntería sin necesidad de estar disparando diario, con un tipo de ejercicios mentales y de coordinación. Se trata de enfoque, decía la Jefa.

A los más grandes los escuchó también en momentos difíciles y fue súmamente empática. En una ocasión, uno de los cobradores había regresado después de una semana de luto que le permitió la empresa. La esposa del hombre había muerto repentinamente, fulminada por un paro cardiaco. El cobrador no logró recuperar el ánimo durante esa semana; cobraba lento, daba mal el cambio, perdía la concentración y las ganas de hacer bien su trabajo. La Jefa no lo presionó, le dio más espacio y ella asumió los gritos y el golpeteo al claxon de los conductores. Espérate, cálmate, ahorita te atienden, solía gritarle a los desesperados choferes. Levantaba la mano y dirigía el tránsito a otra caseta de la garita. Iba y venía hasta que el trabajo disminuye a un nivel manejable por el pobre hombre deprimido.

 Ese tipo de gestos se le reconocían. Jefa, eres bien chingona. Jefa, ya no trabaje tanto. Jefa, ojalá tuviera a alguien como usted a mi lado. Todos agradecen cada uno de los favores. La Jefa sólo asentía y sonreía. Regresaba a sus actividades sin ningún tipo de afectación, sin soberbia, sin sentimiento superioridad, pero con un orgullo oculto que trataba de reprimir para continuar sin que le afectara su desempeño. Siempre debía estar alerta, consciente del riesgo que implica estar en un punto muy concurrido.

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 La Jefa no solía hablar mucho durante su turno. Era buena conversadora cuando alguien se la encontraba en el camión. Tenía el don de escuchar, de esperar a que la otra persona plantea la situación y luego ella opinaba o profundizar la conversación. Siempre con preguntas curiosas y rara vez morbosas. Con las otras mujeres cuchicheaban durante el trabajo, pero cuando bajaba ligeramente el tránsito. Con los hombres hablaba de futbol y escuchaba las penas del matrimonio. Se concentraba para darle sentido a las contradicciones de la vida en pareja. Caminaba y regresaba con otra pregunta, que puntualizar exactamente a qué se referían con "la magia", "el amor de mi vida", "si me deja, no seré capaz de volverme a enamorar". La Jefa no comprendía del todo los acertijos del amor, pero siempre curioseaba en los relatos de sus compañeros.

Con quien menos compartía cosas en común era con un cobrador que ocupaba la última parte de la garita. El joven sólo le sonreía cortesmente y después dirigía su mirada hacia la fila de coches o a la pintura del pavimento. No era grosero, ni irrespetuoso, pero tampoco mostraba interés en La Jefa. Ella no se sentía molesta por aquella actitud, pero siempre le hacía pensar sobre lo que el joven pensaba de ella.

Los demás cobradores tampoco hablaban mucho con el joven. Iba y venía al trabajo por alguna ruta que nadie conocía. Nunca lo encontraban en el camión y se percataron de él cuando ya estaba instalado en el banco.

¿Si tiene piernas?, bromeó uno de los cobradores cuando conversaba con la Jefa.

Conforme pasaba el tiempo y todo el personal de la garita sembraba un ambiente de confianza, la Jefa se esforzó más en integrar al joven. No sólo parecía lejano en su lugar de trabajo, sino parecía indiferente a todo lo que sucedía alrededor. Algunos cobradores lo tomaron como una grosería: la falta de comunicación, la seriedad y el gesto seco. Si no está agusto aquí, a qué viene, solían repetirle a la Jefa cuando volteaba la mirada hacia el joven. Me pone de malas, decía otra de las cobradoras. 

En todas las caminatas que la Jefa realizaba trataba de echar un lazo de comunicación más fuerte. Le decía hola y él repetía con un hola más. ¿Cómo estás?, le decía. Bien, respondía. Siempre respuestas escuetas, en las que no encontraba una brecha para ir más lejos. ¿Qué vas a comer hoy?, intentaba de nuevo. Traje comida, decía. Le hablaba sobre asuntos triviales: la cantidad de autos rojos que ha contado en un día; sobre las detenciones que ha hecho en el tiempo que lleva en el puesto. En lo común que son los billetes falsos. En cómo los perros van y vienen por la garita. También en cómo los sentidos se agudizan para encontrar sospechosos y que esa habilidad es un tanto intuición y otra observación de patrones. Pero nada, el joven a todo le respondía con frases que frenaban la conversación: no me imagino; no sabía; está bien; no me había fijado; gracias.

La Jefa finalmente desistió. Se convenció que simplemente había personas que no necesitaban platicar mucho; gente que viene, realiza su trabajo y listo. Tal vez tenía una vida más emocionante fuera de la garita, pero no estaba dispuesto a compartirla con los demás, pensó.

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En una ocasión, durante la noche, cuando la garita bajaba su intensidad, la Jefa fue a su caseta por un viejo radio. Lo compartió entre los cobradores durante ratos. La música variaba, a veces acordeón, a veces timbales, luego sintetizadores. Música de todos los géneros. Las canciones iban y venían con la pequeña radio. La Jefa pasaba el aparato de un lado a otro en sus caminatas. A veces ella lo dejaba en la banqueta y ponía en su turno alguna canción. La tarareaba y aguantándose la risa por su chiflido desafinado, y fuera de cada nota, apagaba la radio.

Con el aparato bajo el hombro, la Jefa caminó hasta el joven cobrador del fondo. Le dijo que si no quería escuchar una canción. Él dijo que sí. Tomó el radio y lo metió a su caseta. La Jefa dio media vuelta y continuó su vigilia en toda la zona. Escuchó como la radio comenzó a sonar y su sonido se perdía a medida que se alejaba del joven.

Los insectos chirriaban y el viento silbaba. A lo lejos el sonido de los autos corriendo sobre la carretera paralela a la garita.

La Jefa recorrió todo el frente de la garita y regresó nuevamente. Caminó mirando sus botas y se hincó para limpiar una mancha de polvo con la manga de su camisa. Se incorporó y siguió el mismo camino. Llegó hasta el joven y le preguntó que qué escuchaba. El cobrador parecía ignorarla, no le respondió y siguió cantando. La Jefa se irritó un poco, pero al mismo tiempo era claro que el joven le cantaba a ella. Tenía los ojos cerrados, pero la voz salía estaba perfectamente dirigida hacia a ella. No sabía cuál era la canción de la radio, pero el canto del joven sí. Cada nota estaba puesta en su lugar. Era como se le silbaran al oído la melodía. Quiso alejarse de ahí, reírse y tal vez molestarse, pero no pudo. Estaba conociendo al joven sin ese gesto adusto y pálido; vio un rostro rojo y unas manos temblorosas.

Qué bonito cantas, le dijo la Jefa al joven nervioso. Él no dejaba de temblar y era claro el esfuerzo por sostener la mirada y articular un frase. Gracias, dijo, esta vez sin la frialdad de otras ocasiones. ¿Desde cuándo cantas?, le preguntó la Jefa. Desde hace varios años, dijo inseguro. Qué padre, de verdad lo haces muy bien, volvió a felicitarlo la Jefa. El joven asintió con la cabeza y le dijo: la canción es para ti. Me gustas.

La Jefa se sonrojó y lo miró con extrañeza. No encontró una respuesta y dio la media vuelta para continuar vigilando. Se molestó un poco, se sintió ofendida de alguna manera, pero no de manera irremediable. Todo el tiempo intenté hablarle y de pronto sale con una frase de estas, pensó. Estaba avergonzada por todas las advertencias que los cobradores de le habían hecho. En cada paso que avanzaba, tres o cuatro recuerdos le venían: cuando respondía secamente, cuando no le contestaba una cortesía, cuando parecía ignorar a todos. Apretó el paso hasta llegar al final del camino. Dio otra media vuelta y se apresuró hasta el lugar del joven cobrador.

Por qué me dijiste eso. No está bien. Tú no me gustas.

El joven bajó la mirada y no dijo nada. La Jefa caminó una vez más.

Recorrió tres veces más el camino, pensando en toda la situación. Fuera de sí. Ignoraba a los demás cobradores y por ratos a los autos que pasaban. Trató de calmarse, pero cuando regresaba al puesto del joven cobrador, se encendía dentro de sí un horno lleno de burla y embuste.

No está bien lo que me dijiste. No puedes tomarte esa confianza. Somos compañeros de trabajo y nunca te he dado esa confianza.

El joven seguía sin decir nada, sin responder con un gesto o mirada. La Jefa se molestaba aún más. Dejó de cubrir la zona del joven y redujo la distancia del camino que vigilaba. Sólo veía la caseta desde lejos y daba la media vuelta. El joven no la buscaba, continuaba con la mirada de frente.

La Jefa, con un poco de calama ganada, caminó hasta esa caseta y le pidió el radio. El joven lo tomó y se lo entregó con ambas manos. Volvió a temblar y le dijo con voz entrecortada: no quería que te molestaras. Sólo quería decirte que me gustas. Me pareces muy bonita. Pareces buena persona. Todos aquí te quieren y te admiran. Eso me gusta mucho, que te respetan. Discúlpame. Pude hablar con todos, pude haber platicado contigo, pero no lo logré. No pude. No hablo mucho, en general. Sólo quería hablarte a ti, pero tenía pena, tenía vergüenza. Me hubiera gustado aprovechar las veces que intentaste hablar conmigo, pero me congelaba. Perdón. No quise ofenderte. Espera...

Un auto se acercó a la caseta. La Jefa retrocedió para que el cobrador hiciera su trabajo. Dio la vuelta y comenzó a caminar en la otra dirección. Un acelerón se escuchó y desde la ventanilla un hombre sacaba la mitad de su torso. Empuñaba una pistola directo a la cara del joven cobrador. Sacudiendola y gritando. Apuntó hacia el fondo de la caseta y soltó un tiro.

El sonido hizo que La Jefa volteara en seguida y sacó su pistola. Disparó: falló el primer tiro, impactó el techo del auto; el segundo voló entre los cristales del copiloto y piloto; el tercero impactó en la espalda del conductor. La Jefa tomó su radio, solicitó apoyo y una ambulancia. Corrió hasta el vehículo y vio en el piso la pistola del conductor. El hombre colgaba sobre la ventana del auto. Escurría sangre sobre toda la puerta y algunas manchas sobre la caseta de policía. La Jefa se acercó al cobrador y le preguntó si estaba bien. El joven estaba sentado en la silla de siempre, con el mismo gesto seco, pálido. Sin hablar, sin responder, sin comunicar nada. Había muerto.

miércoles, 24 de abril de 2019

¿Cómo no dejar algo botado?

Este texto se me ocurrió básicamente porque tenía la necesidad de escribir algo, de ponerme a teclear y dejar que las ideas fluyeran sobre la pantalla. Es algo que disfruto mucho, pero al mismo tiempo es algo que se convierte en una tarea frustrante. ¿Qué escribo? No sé, lo quiero hacer, pero no tengo un ruta clara de por dónde empezar ni a dónde llegar. ¿Cuánto debería escribir? A veces pienso en un cuento, otras veces, en una reflexión, en un recuerdo, en una queja. Pero nunca termina en nada o se extiende por hojas y hojas sin un rumbo claro; también hay textos en los que puse un párrafo y eso fue todo.

Pero hoy hay una excepción. Este texto concentrará aprendizajes acumulados después del fracaso. No sólo señalar las fallas que me han impedido escribir consistentemente, también errores que me han impedido avanzar en otras tareas que me propongo: correr más kilómetros que mi récord habitual; tocar una pieza más compleja en el piano; hablar otro idioma; leer una colección de libros; cambiar mi dieta, etc.

1. Hazlo como puedas. En realidad no importa mucho cómo hacemos las cosas, sino lo que se aprende en el camino. Ejemplo: puedes bailar horrible, pero eso es mejor que ni siquiera levantarse de la silla. Es mucho mejor tener cachitos de textos inconclusos, como claramente se encuentra mi blog, a no escribir y sólo pensar qué me gustaría escribir. Es decir, la acción por mínima, es mucho más valiosa que la inmovilidad.

2. Disciplina vs impulso. Esto está difícil de resolver, porque creo que depende de la personalidad; sin embargo, creo, ambos son estados mentales y mientras podamos propiciarlos y mantenernos ahí, excelente. Es decir, está bien cumplir al pie de la letra nuestros planes, con rigor y autocontrol, pero también está bien arrojarnos sin pensarlo. Por supuesto, la disciplina te da herramientas, pero es temerosa y lenta. El impulso es poderoso.

Así lo veo. ¿Cómo sería más efectivo vencer el miedo a las alturas? ¿Subir escalón por escalón, en una escalera que va acrecentando la distancia hacia el abismo al cual nos queremos lanzar; saltar primero desde el escalón más bajo y continuar así hasta poderlo hacer desde el escalón mil? ¿o sería mejor pararnos en el borde, sin necesidad de la escalera, tal vez llegando por un elevador, y enfrentar el miedo ahí, en el instante? ¿Qué es más liberador después de lograr el salto? ¿Conquistar el miedo por el paso meticuloso o enfrentar el terror de una vez y darle un puntapié?

Insisto. Es un asunto de personalidad. Yo a veces me encuentro disciplinado, a veces impulsivo. Mi escritura es impulsiva, en el ejercicio soy más disciplinado. ¿Qué me funciona más? Ninguno, de ahí el origen de este texto. A veces desearía tener el impuso de correr hasta que las piernas no me den más.

3. La excelencia no existe. Es la peor barrera que podríamos ponernos, porque es puro ego. Hay un ego soberbio, es gigantesco y nos inhibe crear, porque asume que siempre se puede hacer mejor. Falso, ninguna versión de nosotros es mejor, sólo es diferente. Por otro lado, está ese ego diminuto, que nos roba las ganas de probar el éxito y despierta la inseguridad.

Hay que hacer malabares con el ego. Cuando te sientes incapaz, decir nel, yo puedo. Abrir un pinche blog que nadie lee, pero escribir con honestidad, con pasión, con impulso o disciplina. También al revés, cuando lograste un par de metas y la gente lo reconoce o tu crees que todo salió muy bien. Alto. Comienza a evaluar tu trabajo, compáralo y ve más allá de tus actividades (ego). Trata de mirar los horizontes de los demás. Tú quieres ser un escritor bien vergas, pero eso vale madres al lado de un chef o un mecánico automotriz extraordinario. Lo tuyo no es el mundo de los demás.

4. Disfruta. Esta es como una máxima en toda la historia creadora de la humanidad. No hay cosa sublime sino está motivada por el placer. (Supongo que sí hay cosas sublimes, productos del dolor, pero no suelo acumular muchas referencias o datos históricos) Sentir chingón es una sensación poderosa, es como una especie de hebra que si la jalamos va sacando todo tipo de cosas. Es más, puedes estar decaído, muy triste, o enojado, pero cuando haces algo que te gusta surge esa hebra que va desanudando todo. Algunos le llaman terapia ocupacional, otros como autoayuda, otros teología de la superación. No sé, puede ser que haya gente sumamente deprimida que nunca logrará extraer ese hilito que va revelando cosas. Tal vez no tienen ese hilo que permite crear.

Pero que el placer se convierta en el combustible de: correr, escribir, cocinar, fotografiar. Seguro se va agotar, no hay fuentes renovables de energía. Pero mientras dure, hay que sacar provecho de ello.

5. El asunto con terminar algo o lograr una meta, y no hacerlo, es que ponemos cosas muy irreales de frente. Si yo me hubiera propuesto escribir 10 puntos, este texto ya se habría quedado archivado. Pero no es así, llegué al final y no porque así lo haya planeado, sino porque siento que debo darle el cortón a este texto. No debo forzarme más, sino continuar con el flujo impulsivo. Aprovechar el estado mental mencionado en el punto uno y sumar este texto como un logro, pequeño, pero consistente.

Si mi escritura fuera del tipo disciplinada, pues tendría que ajustar el tipo de meta, a lo mejor diez puntos para este texto o seis, pero de cierta extensión. Es decir, un objetivo compatible con lo que busca la disciplina: medición, rendimiento, calidad... métricas.

El impulso es un chingue su madre. Termina y dale publicar.