jueves, 16 de enero de 2020

Está en los detalles

El diablo está en los detalles, dice un dicho. No creo que sólo el diablo, más bien todas las personas. Ahí encontramos una manera de expresarnos y de comunicarle sutilmente al mundo que estamos aquí. Los detalles creo que son el eslabón que nos va atando a una comunidad, a un movimiento o a un estado colectivo. Sin los detalles no habría manera de contar nuestra historia y nuestro presente. Me explico: Hay gente que se reconoce con otros por un tipo muy específico de tatuaje, por una marca de zapatos, la mochila de moda o el símbolo de un músico en común. Los detalles también revelan de dónde venimos y lo que sufrimos o hemos llorado. Como la cicatriz de una cirujía, la deformación de una parte de nuestro cuerpo o la manera de caminar y desgastar los zapatos. También se revela nuestra obsesión por la belleza, como un corte de cabello hiper-simétrico o unas pestañas muy erguidas y obscuras que nadie más se atrevería a usar. Sin detalles podríamos extraviarnos en la generalidad. Esa puede ser la razón por la que no toleramos estar desnudos o callados sin expresar lo que pensamos. Hay una necesidad de subrayar lo que creemos y consideramos importante. Detalles. Una forma de hablar, un color favorito, un tipo de cigarrillos, un libro, una canción favorita. De otro modo, somos muy similares. Humanos al fin, sí con detalles en la altura, tamaño de los homóplatos, extensión de partes del cuerpo, pero detalles no realmente importantes como los que sí elegimos mostrar u ocultar para personas especiales. Los detalles son el motivo de crítica y la búsqueda de identidad. Nos irrita y no logramos comprender, porque el gusto por un tipo de comida es motivo de orgullo, mientras que a nosotros nos parece repulsivo. Señalamos y nos burlamos por cómo se viste una persona o cómo se comporta. Y al mismo tiempo pasamos horas refinando nuestros gustos y obsesiones. Hay personas que dicen ser tolerantes y abiertas a todo tipo de personas, pero los detalles arruinan todo: una palabra, un tipo de humor, una idea o costumbre. También hay detalles que pasan inadvertidos, pero que en conjunto construyen una comunidad inmensa: - Los que no toleran la velocidad - Los que traen pelo de gato en la ropa - Los que no soportan el contacto físico en el metro - Quienes saludan de mano a todos sus conocidos - Los que hablan con la boca llena - Los que no paran de hablar de sí mismos - Los que creen en el amor - Los que nunca han lavado sus tenis - Las personas que escuchan la música muy fuerte - Quienes se bañan con agua muy caliente - Aquellos que viven de pensar en el pasado - Los que sólo viven el presente Detalles que va uniéndonos y causando conflicto con las personas. Bueno, hasta hay una canción llamada Detalles de Roberto Carlos. Ahí dice que los detalles son "tan pequeños de los dos, son cosas muy grandes para olvidar". Y tiene razón, pues nadie olvida el ruido que hace alguien a entrar a nuestra casa: nuestro hermano, papá, mamá o pareja. Nadie olvida esa pequeña palabra que nos hizo explotar y nunca reconciliarnos con alguien.

Las palabras son detalles para decirle a alguien que la amamos o que no nos importa. La mirada que soltamos a alguien que extrañamos también es sutil, pero realmente importante. O también dejamos de apreciar los detalles cuando ya estamos enganchados en otro estado mental: un "te extraño", un "qué buen trabajo", dejan de importar.

Los detalles transforman todo. Disfrutemos de esas pequeñas accidentes.

miércoles, 15 de enero de 2020

La costumbre de mirar atrás

Hoy mientras venía caminando a mi casa, me di cuenta, o mejor dicho, volví a pensar en un hecho que a la luz de los años será una curiosidad o síntoma de nuestros tiempos, pero que hoy en día es algo tan natural y tan penoso a la vez: voltear hacía atrás, mirar de reojo para cerciorarnos que nadie nos sigue.

Hoy por ejemplo, bajé del camión y volteé con el reflejo que he desarrollado desde quién sabe qué época de mi vida. Esto lo hacía, según recuerdo, cuando iba a la secundaria. Al salir de noche, caminaba a la avenida, acompañado de mis amigos, y giraba levemente mi cuello para saber que nadie andaba detrás de nosotros.

Había historias de que los ladrones de la colonia contigua se ocultaban entre los árboles del parque y camellones para salir y quitarnos todo lo poco que podríamos traer. Con esa idea anduve varios kilómetros hasta llegar a la prepa. Y ahí tampoco dejé de mirar hacia atrás.

Caminaba tal como le indican NO HACERLO a quien sufre de vértigo y asciende alguna cima: no mires hacia atrás (abajo). Yo sí miraba, sin importar el miedo de que alguien estuviera cerca de mi, a punto de hacerme
no sé qué cosas. Mejor tener la certeza de que no hay nadie, a continuar la marcha y escuchando pasos imaginarios.

Y así miro para atrás a donde sea que voy, en cualquier condición, hora del día o acompañado de quien sea. Miro en el metro, por las mañanas cuando voy a correr, cuando salgo del trabajo, cuando cruzo un puente peatonal, cuando entro al banco, al salir ebrio de algún bar, antes de entrar a mi casa, al salir de ella, al entrar a la casa de algún amigo.

¿Paranoia? Tal vez. ¿Táctica estratégica? Sí. Un comportamiento parecido al que desarrollan los expertos en protección civil; esas personas que entran a un lugar y enseguida ubican la salida de emergencia. O como un policía de investigación que peina a toda la gente de un lugar en busca de algún indicio sospechoso, aún cuando esté en un jardín de niños. Ellos siguen su vida y yo la mía. Pero nunca dejamos de mirar (en mi casa hacía atrás).

Lo más triste es que no solo soy yo. Si nos detenemos a observar a los demás, pronto nos damos cuenta que todo mundo se cuida las espaldas. No echamos las orejas hacia atrás como los gatos o paramos las orejas como un canino, pero concentramos toda la atención de nuestra mirada a los costados o giramos discretamente la cabeza para saber quién está a nuestras espaldas.


Y se vuelve una cadena infinita. Yo me cuido del de atrás y el de atrás se venía cuidando desde que salió de su casa. Luego las mujeres se cuidan las espaldas de los hombres. Los hombres de un grupo de hombres. Los estudiantes de no estudiantes. Los no estudiantes de los estudiantes.

La espalda no se le da a nadie por educación, pero por precaución, mucho menos a extraños. Cambiamos de paso si sentimos la cercanía de alguien: apretamos la velocidad de la marcha o paramos en seco a mirar un anaquel, esperando torear al sospechoso. También damos vueltas sobre nuestro propio eje para no tener a nadie a nuestras espaldas. Si vamos a esperar a alguien, protegemos la espalda recargándonos sobre un muro.

Miramos hacia atrás esperando que alguien no haya sacado algo de nuestra mochila en el metro o camión, también para asegurarnos que no estén leyendo nuestra conversación en el celular.

Y miramos para atrás, esperando que no haya un vehículo sospechoso desplazándose cerca de nosotros. Y aunque lo hagas, no te das cuenta hasta que ya están cerca. Por ejemplo, una vez estaba por el Río de los Remedios en los límites de Ecatepec y la Gustavo A. Madero, muy tranquilo caminando con un amigo, cuando de la nada sale un Neón negro. Un hombre desde el volante nos grita si conoces a un tal Pedro. Mi amigo y yo nos miramos y le decimos que no. El hombre estira más el cuello hacia nosotros y del asiento levanta una pistola con la que nos apunta. Nos pregunta que si estamos seguros. Le decimos que sí, que no conocemos a Pedro porque ni vivimos por ahí. El hombre se convence y nos adelanta. Se quita de nuestras espalda y continúa buscando la de alguien más.

¿Algún día dejaré de mirar hacía atrás? Espero que sí. Mi cuello se cansará tarde que temprano. Y también espero que dejemos de ser un país que se cuida las espaldas.