miércoles, 11 de febrero de 2015

Curso de verano

Esa tarde cambió toda mi perspectiva del mundo, la presión de las miradas sobre mi funcionaron como una especie de cura. Como si mi personalidad hubiera sido aplastada como un tubo de dentífrico; se fue la vergüenza, o mejor dicho, se escurrió por las escaleras del edificio Francisco Márquez. Después de ese día no volví a temerle a las personas, comencé a ver sus ojos, a escuchar cada palabra que me dirigían, a mantener mis manos temblorosas firmes y sin sudor ante mi presentación o exposición de dudas. Aprendí a pedir dónde está el baño.

Apenas duré una semana, ni siquiera tuve tiempo para recordar algún rostro, un nombre o una voz. Sé que los monitores usaban playeras polo, verde botella; shorts caqui y cachuchas con el nombre de la empresa bordado. Todos eran jóvenes, aunque en ese entonces me parecían cuasi adultos, pero puedo calcular que no pasaban los veinticinco años. Los monitores iban y venían corriendo, tomando de la mano en forma de cadena a todos los niños. Me pareció la idea más absurda, yo no quería tomar de la mano a nadie, sólo quería que no me hablaran. Sólo esperaba que llegara el momento de entrar a la alberca. Como si el monitor hubiera leído mi pensamiento, enseguida nos comentó las actividades de la semana, no recuerdo el orden, pero natación sería hasta el viernes. Después de eso corrimos a la cancha de basket ball. Me solté de la mano de los niños que me flanqueaban y esperé a que todos pasaran, caminé a mi paso hasta las canchas.

Jugamos durante media hora. Cuando se hicieron los equipos, los más extrovertidos se apuraron a escoger personas. Fui elegido entre los últimos, me dieron instrucciones para colocarme cerca de la canasta. Pasaron varios balones frente a mi sin que pudiera hacer nada. Estaba pensando en la vergonzoso que sería recibir un balonazo en la cara; nunca pasó realmente, más bien un balón en el aire se acercó directo a mi, no pude controlar la fuerza ni la velocidad, mis dedos se doblaron en noventa grados hacia atrás cuando intenté cacharlo en el aire. Un gemido de dolor salió, pero pronto se apagó al reconocer decenas de ojos en mi dirección. El balón se fue hasta la cancha de futbol rápido, todos esperaban a que fuera por ella. Me quedé parado ahí hasta que alguien más se apresuró.

Para la hora del almuerzo estaba completamente solo. Por fin podía concentrarme en mis asuntos sin tener que dirigirme a los demás. Observé todo el panorama desde las escaleras, conté los escalones, miré a los demás niños mientras corrían en competencia. Pensé que mi mamá tenía razón al decirme que no tenía sentido llevar el traje de baño, pues no sabía cómo se ordenarían las actividades. Después pensé en cómo le haría para cambiarme el viernes, no quería que nadie me viera, busqué con la vista algún lugar que pareciera adecuado para cambiarme. Después mientras trataba de resolver todo ello llegó el monitor, me preguntó algunas cosas que no recuerdo, seguramente no le puse mucha atención. Seguramente me sudaron las manos y seguramente contesté con monosílabos. Después de un rato se fue, se unió a los demás niños en una cascarita. Antes de que terminara su partida yo había acabado con la torta de jamón, la gelatina y un termo de agua de limón. Desde hace un mes no había probado ni una gota de bebidas embotelladas, por regla estricta del doctor y por iniciativa propia. Antes de iniciar el curso de verano había sufrido mucho, mi uretra había sido como un alambre galvanizado por el que escurrían gotitas de sangre al orinar, según recuerdo "por alto consumo de edulcorantes, azúcar, pintura y muy poca agua", dijo el doctor a mi madre.

Cuando terminó el descanso regresamos a las actividades. En esta ocasión entramos a un gimnasio que me pareció espléndido. No dejé de rechinar mis tenis contra la duela por un buen rato, todos los niños lo hacían y reímos mientras nos retábamos para ver quién lo hacía con más estruendo. El monitor esperó a que saliera el otro grupo para podernos organizar. Nos pidió que atendiéramos las instrucciones si no no habría tiempo suficiente para jugar. Nos acomodamos en una rueda, después nos sentamos. Yo no aguantaba mucho tiempo estar en la misma posición, mis tobillos comenzaban a doler después de un rato si estaba en flor de loto y cuando me hincaba mis rodillas se lastimaban aún más contra la duela. Vi que los demás niños estaban más cómodos con pants. Otra vez me equivoqué, mi mamá me dijo que estaría más cómodo con un pants, sobre todo si hacía frío por la gigantesca estructura de concreto que es el gimnasio Juan de la Barrera. "Si te enfermas ya no vas a ir las dos semanas" me dijo a modo de advertencia. Mi madre pensaba hasta en esos detalles porque durante años habíamos pasado tanto tiempo en hospitales, a causa de mi asma, que no quería enfrentarse otra vez a la misma situación.

"Pato, pato, pato, pato, pato, ganzo". Empezó el juego con mucho entusiasmo, durante una larga ronda ni una vez me tocó correr alrededor. Observé con paciencia a cada uno de los participantes, unos me parecían increíblemente veloces, otros muy torpes. Había una niña a la que le costó mucho tiempo y esfuerzo llegar a su lugar, todos se reían de ella mientras corría, o intentaba correr. El monitor sólo aplaudía y gritaba "vamos, vamos". 

Cuando parecía que ya nadie parecía disfrutar el juego y se comenzaban a empujar con los hombros de un lado a otro, el monitor colocó una red de extremo a extremo en el gimnasio, puso en el centro una pelota de voleibol y nuevamente jugamos por equipos. Mi equipo fue derrotado rápidamente, no me movía en toda la jugada, sólo estiraba los brazos y una vez la pierna. No me dejaban hacer los saques y parecía que mi figura se iba difuminando con el alboroto. Al finalizar la ronda de equipos el monitor dijo que teníamos tiempo libre, todos podían jugar a lo que desearan. Todos jugaron futbol. Yo decidí sentarme encima de los colchones para gimnasia, ahí estuve mirando todo el tiempo. De vez en vez tomaba una pelota y hacía dominadas con ella para que el monitor no se acercara a hablar otra vez. Así estuve una media hora.

Cuando me senté en los colchones por última vez, apareció un pequeño dolor en mi estómago. Encorvé mi cuerpo y esperé a que cediera el espasmo. Tragué saliva y no me preocupé más.

El monitor una vez más nos reunió a todos y pidió que nos tomáramos de la mano, era la hora de salida. Nos dio instrucciones de cómo sería todo, dónde colocarnos y qué hacer cuando viéramos a nuestros papás: no griten, no empujen, no se van a ir sin sus papás.

Una vez más me acomodé hasta el final de la línea. En esta ocasión no corrimos, caminamos muy lento por los pasillos. Mientras nos acercábamos a las escaleras principales el dolor volvió. Apreté todos los músculos y caminé un poco más rápido, me adelanté a algunos niños hasta que el monitor volteó y dijo que "todo en orden". Regresé al final de la cola y sólo podía pensar en ir al baño. No veía ningún baño, miré cada puerta esperando ver el dibujo de un hombre, no lo encontré. Faltaba muy poco para llegar a las escaleras cuando de pronto mi cuerpo se estremeció, pude sentir vibraciones hasta las primera vértebras, sentía cómo mi estómago se plegaba sobre sí mismo y el líquido caliente descendía por todas mis piernas. Caminé más lento, ya sólo guiado por la fuerza del niño de adelante. Volteó se cabeza y miró mis ojos llenos de lágrimas, después miró con mayor detenimiento y vio todas mis calcetas llenas de excremento. No dijo nada, siguió sujetándome hasta que llegamos a las escaleras principales. Una vez ahí, soltó mi mano y no lo volví a ver.

Esperé a que todos los niños se sentaran en las escaleras para esperar a los papás. Dejé pasar a otros grupos. Algunos me veían, otros no notaban nada. Estuve parado ahí sin saber que hacer. Me sequé las lágrimas y esperé alguna instrucción. El monitor se acercó a mi y dijo "Qué pas..." Tomó mi mano y  buscó un lugar para mi, me preguntó si me sentía bien, le dije que sí, que sólo no sabía dónde estaba el baño. Me pidió que esperara sentado un instante. En esos pocos minutos sólo vi cómo el rastro café iba descendiendo entre mis piernas hasta dos escalones más abajo.

Después de hablar con otros monitores y señalarme desde la parte más baja de las escaleras, el monitor me acompañó hasta las regaderas y me dijo que me quitara toda la ropa, que la metiera en una bolsa y me colocara una playera gigante que consiguió. Mis zapatos también estaban sucios, los metí en la misma bolsa y caminé descalzo con la playera hasta las rodillas. Pasamos por detrás de todos los niños y me senté hasta el final. Todos volteaban a mirarme, nadie reía, creo que estaban curiosos. No sentía nada, no sentía vergüenza, no sentía miedo, podía mirarlos a los ojos y sentir que no estaban ahí. Nada me importaba, metí todo mi cuerpo a la playera y esperé hasta que llegaran por mi.

Mi madre no pude llegar, en cambio, mi primo fue por mi, por suerte su aquel día traía un short extra en su mochila, con el que patinaba. Me compró una paleta de hielo cuando le expliqué y nunca regresé a un curso de verano.




 


domingo, 8 de febrero de 2015

Cuando la conocí...

Es un hecho que todo mi gusto musical fue formado a través de su enseñanza indirecta. Toda la escuela del blues estaba detrás de ella. La primer época en que la conocí supe que su carácter oscilaba entre la tristeza y la ansiedad, ello nunca me alejó, estaba realmente atraído. Fuera de esos momentos era una mujer con una felicidad gigantesca. Reía a cada rato. La primer semana que pudimos estar juntos fue un tanto extraño, pero recuerdo todo el ánimo que desde el primer día dedicó a nuestra relación. Yo estaba asustado, indeciso, impulsado por la irreflexión; al contrario, ella se mantuvo razonable ante mi duda. Me decía que si no era el momento para iniciar algo juntos no habría ningún problema. En algún punto se desesperó, porque a la primer semana decidí alejarme de ella sin dar explicaciones salvo evasivas. Años después no puedo explicar qué es lo que quería. Ahora sé que la quería a ella, pero tenía miedo. Ella no, por lo menos no durante las primeras semanas donde fuimos más que novios, amigos.

Entre clases nos sentábamos sobre la banca con las piernas abiertas, frente a frente, y nuestros pechos entregados en la misma dirección. Para esos días yo estaba absolutamente perdido. Algunas tardes antes nos besábamos durante los espacios de tiempo que teníamos. No hablábamos, sólo nos rozábamos con los labios y decíamos la misma frase que habría de durar varios años: Te amo. Después se volvió más difícil controlar la distribución del tiempo, comenzamos a ocuparnos de nuestra relación más de lo planeado. Hicimos de las bancas el espacio para compartir nuestro cuerpo y anécdotas. Ahí le dije que la amaba, le dije que no sabía besar, (a decir verdad era una burda y falsa autoafirmación) cuando en realidad yo nunca había besado a ninguna mujer. Ella me enseñó lo básico del beso. Se acercaba hasta que faltaran pocos milímetros y proyectaba sus labios suavemente, me llenaba de microbesos, después se apartaba y sonreía. Mi cara hormigueaba de placer. Lo único con lo que contestaba era un violento abalanzamiento, apretaba mi cuerpo sobre el de ella, tomaba con mis manos su rostro y escurría mi lengua por toda su boca. Quedaba desconcertada, pero podía ver emoción en ella, reía por mi exagerada forma de besar. Metía mi lengua en todo momento, primero como síntoma de la inexperiencia, después los besos lengua se convirtieron en un sello de pasión y deseo. Aprendí a modular los míos y ella aprendió lo contrario. 

Ocupamos cientos de horas sólo en besos. No recuerdo mucho de lo que hablábamos, pero recuerdo las escenas: nos besábamos en la noche, en zonas obscuras, a plena luz en las mismas calles que recorrimos durante años; nos besamos en los puentes peatonales; la besé entre lágrimas; nos besamos a la orilla de su puerta; frente a sus amigos; en las afueras de un restaurante vegetariano; en el caos inmenso de una avenida transitada; la besé a ella y a un vidrio que se interponía entre nosotros; mientras estaba recostada en una unidad dental la besé; la besé con el aliento a cerveza; la besé después de vomitar; la besé cuando hacíamos el amor; la besé agripada; nos besamos en el trópicos; nos besamos desnudos; nos besamos los pies; besamos el conjunto de cosas que amábamos, los perros, los gatos; la besé después de un concierto; besó mis manos; besé ambos ojos; besó mi pene; besó mi abdomen; besé sus piernas; besé sus fotos...


martes, 3 de febrero de 2015

Cuando la conocí...

Lo primero que se viene a mi mente es esa melena ondulada, desaliñada, deshidratada, una enredadera que se podía ver desde bastante metros a la distancia; un cabello castaño, que por aquellos años estaba pintado de negro. No podía imaginar otro peinado que no fuera aquel despreocupado aspecto. No sólo se reflejaba en el cabello, sino en los pies, en las manos... pero todo era a propósito, era evidente que todo aquello era una imagen perfectamente planeada. Nadie tiene el cabello tan desarreglado, si no es a través del meticuloso ejercicio de lucir diferente; porque lo era, tenía un brillo que la convirtió en la excepcional cantante que es hoy. Ya era actriz antes de que lo pensara. Tenía un carisma desbordante para abordar a las personas y entablar conversaciones. No conmigo, debo ser honesto, pero iba por aquí y para allá repartiendo sonrisas y buenos deseos. Por supuesto que estaba la parte irascible que no buscaba ocultar. Se largaba de una reunión o sin más meditación dirigía insultos para aclarar un punto en discordia. Esa era la manera en la que hacía las cosas, en la que cuidaba su aspecto: Natural y espontánea.

Yo no conocí alguna persona que no tuviera una buena impresión de ella. Era una mujer leal, que sabía escuchar y opinaba al respecto. A más de uno le levantó el semblante del piso para hacerlo volver a la realidad, a esa realidad feliz a la que se asía o pretendía abrazar, pero que en realidad le parecía desdichada. Nadie sabía eso, muy pocas personas, los más cercanos, muy cercanos, un puñado de personas apenas. Nadie sabía que por las noches lloraba hasta que sus ojos no podían inflamarse más por circunstancias sumamente privadas, que socavaban la energía que encontraba en el refresco de cola y el tabaco. Era completamente natural que los recuerdos la atormentaran así, su carácter era de seda y algunas rasgaduras jamas lograron difuminarse, sin embargo, urdieron con más resistencia su carácter benefactor. Una filosofía positiva de la vida surgió en ella. Gran parte del tiempo pensaba en cómo obrar bien, ayudar al prójimo, al desvalido. Janis fue una gran equilibrista para no caer en el desánimo que constantemente le atacaba y el impulso lógico de alguien empático, de quien entiende las circunstancias y se apropia la desdicha de los demás. 

No puedo dejar de recordar su sonrisa; la primera vez que la vi de cerca me pareció divertida, una expresión infantil, que casi no veía en las personas de mi edad. Hablar de la risa, es hablar de un tema todavía más grande. El sonido que salía de su boca podía escucharse muy a lo lejos, era agudo y repiqueteaba en pausas, porque energía se liberaba en forma de sonido y energía se comprimía en su estómago. A veces reía tanto que pedía parar, si no la dejaban parar pasaba al enojo. Con Janis no se jugaba con la risa, como no se jugaba con sus ideas. Siempre estaba decidida a defender un punto hasta el cansancio, pero había límites en ella. Se desesperaba con facilidad si no lograba cambiar de opinión a la otra persona. En aquella época idealizaba las perspectivas que hay del mundo, todas le parecían seductoras e interesantes. Podía hablar de temas polémicos sin ninguna censura, si alguna idea no dejaba de manifestarse en sus actividades diarias, se obsesionaba con ella, leía y leía hasta lograr una comprensión total. Devoraba biografías, memorizaba discografías completas, absorbía horas y horas de películas. Aquel sentido de control se hacía presente en las más amplias formas de su vida.

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La primera vez que la escuché cantar quedé sorprendido, no tanto como ahora cuando la escucho en retrospectiva para atender todo su progreso. La única constante en toda su carrera ha sido la verdad que sale en forma de notas; en el sonido de su voz potente se desprendía la fineza de su carácter, se iba esa tosquedad de la que siempre se quejaba, la que aparecía cuando quería pasar por un lugar reducido, cuando quería caminar aprisa sin tropezar, la que le rompió un vestido elegante y fino que esperó ponerse por tanto tiempo. El canto brotaba de ella como las lágrimas prístinas que le descendían por sus pómulos cuando recordaba a algo antaño en una canción. Todas las memorias estaban acumuladas en canciones. Ella podía reconstruir el anhelo, el odio, el amor, el miedo y la euforia en canciones. En esa constelación lírica encontró espacio para hablar de ella sin censura. Jamás decía si algo andaba mal en casa o con sus amigos, simplemente ponía sus audífonos, elegía una lista de reproducción y dejaba que la música armonizara su sentir.

La primer canción fue  "Mercedes Benz". Quedé pasmado cuando terminó la canción, con una doble sensación en mi, sonriente y sorprendido, probablemente una se derivó de la otra. La canción quedó impresa en mi mente como un sello único. En todos los años que pude estar cerca de ella fueron contadas las ocasiones que escuché nuevamente la canción, tal vez diez veces, sobre todo los primeros años. Para todos los que la rodeábamos era una interpretación soberbia, para ella no tenía sentido la petición, decía que era la que siempre cantaba. Así fue hasta los últimos momentos.

Continuará...