jueves, 28 de agosto de 2014

Arvo Pärt

No lo escuches con el estómago vacio, no de comida, de amor. Punza y rasga hasta el esófago. Tabula Rasa es la pieza del vacío. Antes hubo algo escrito, ya sé borró. No lo escuches con el estómago vacío.


jueves, 21 de agosto de 2014

Limbo

Una mañana se despertó sin ella más que su recuerdo, no tenía absolutamente nada. Ella tomó todas sus pertenencias sin decir a dónde iba, las fotografías desaparecieron junto con el collage, las sábanas, los juguetes, calcetines, limpia pipas, todo se llevó o desapareció con ella. Trató de localizarla, pero no obtenía ningún tipo de respuesta. No había rastro de ella por ninguna parte. Donde vivía no hay casa, un solar nada más; las casas de sus amigos están ocupadas por extraños, gente que se negó a abrir la puerta, sólo hablaron por el interfón pidiendo no ser molestados, no repartir propaganda o no tocar el timbre otra vez. No hay nada, se fue con todo, ni siquiera pudo saber con certeza si se fue o nunca existió.

"Cómo sé si estuvo conmigo la última noche, tal vez estaba ausente ya" se preguntó durante varios días.

Al final no pudo aceptar un fantasma, habían detalles tan específicos que sólo podrían tener origen en el mundo físico, la fantasía es una generalidad, no la experiencia.

"!Ella existe¡"

Pensó que en la imaginación uno puede manipular el dolor, hacerlo inmenso o compacto, pero al final es fluctuante a capricho, la realidad es tangible, fortuita, azarosa, en un mundo inventado podría hacerla regresar, ahora no. No importa las vías que intentara para hallar algún indicio, siempre se topaba con un mundo desconocido. Nadie había escuchado de ella, en el trabajo no había registros de aquella persona, pero sí una severa amenaza con llamar a la policía si seguía marcando con tanta insistencia.  Fue a la parada del autobús, revisó en el pliegue de la lámina del asiento si estaban las envolturas de dulce amontonadas, ni un rastro, todo limpio. Esperó durante un día entero con la esperanza de verla pasando sobre la avenida, la única opción para llegar a su trabajo. No había nada, nunca. Sí muchos recuerdos, cabezas que a lo lejos le parecían la de ella, sonreía, pero al acercarse no se encontraba con aquel rostro que buscaba.

Pasaron los días sin que dejara de darle vueltas al asunto, sólo existía tiempo y energía para preguntarse "a dónde fue".  Sin más, su ánimo fue disipándose, comenzó la etapa de resignación. "Hay que doblar la esquina", siempre fue su frase cuando estaban juntos, peleaban o se divertían. Era una cláusula de lo finito, nada va a durar para siempre, ni una pelea, ni hacer el amor... hay que doblar la esquina.  Así fue como lo entendió, todo había terminado, sin últimas palabras, ni hasta luego. Sólo quedaban recuerdos, una red inmensa de asociaciones: la comida con su sonrisa, el clima con sus manos, la voz con la noche, el mar con su piel, el tráfico con sus lágrimas, la música con el humor, el sexo con sus mejillas, los libros con su ojos, el cine, la televisión, la computadora, todo estaba incluido en el mismo sistema. Sin que ella estuviera podía construir su existencia sólo con recordar. Ella se expresaba simultáneamente no importa lo que estuviera haciendo. Convivían una vez más. Cuando salía a tirar la basura giraba la cabeza sólo para ver su rostro asomado por la ventana, como una invitación a lo inevitable, a tirarse sobre el piso para acariciarse el vientre hasta dormir un par de horas más.

Al poco tiempo ya no se sentía solo, por las mañanas la otra silla estaba ocupada, un plato de cereal, un jugo de naranja y dos trozos de jamón. Ambos platicaban de todo durante un buen rato, hasta que el sol se proyectaba directo en la sala, sabían que era hora de salir al trabajo. Ella corría hasta el sillón por su bolso, ajustaba el cordón de las botas, colgaba el abrigo rojo sobre su antebrazo; él sólo se arreglaba el fleco, tomaba las llaves del auto y esperaba sentando mientras el motor tomaba temperatura. La dejaba en la entrada del corporativo, le lanzaba un beso y observaba desde ahí el tiempo que fuera necesario.  Retomaba la ruta a su trabajo, se comunicaba con ella en los descansos, enviaban mensajes de texto, escribían e-mails breves con fotografías de los cubículos, de la comida, de los compañeros.  Cuando llegaba la hora de la comida discutían sobre la conveniencia de la grasa, embutidos o vegetales para saciar el hambre. La jornada terminaba y mantenían la comunicación hasta que el coche estaba fuera del corporativo. Ella subía, se besaban en cada semáforo, cambiaban de velocidad juntos, en un exceso de imprudencia se miraban sin atender el camino hasta que el otro no resistiera. Nunca chocaron, pero cuando llegaban a la casa se decepcionaban de sí mismos, después pensaban en lo siguiente, qué ver o qué escuchar. Dejaban repetir las Jazz Suites de Shostakovich, interpretaban cualquier escena que se les ocurriera. Al poco rato estaban exhaustos, que sólo tenían fuerzas para mirarse. Se tendían en el piso como siempre, le tocaba la nuca hasta los cabellos más delgados de la frente, observaba el color de su piel y revisaba todas las imperfecciones, acercaba su oído para escuchar cada latido del corazón, reconoció el ritmo, estaba durmiendo ya. Un silbido salía de su boca cuando dormía relajada. Levantó su cuerpo y subió las escaleras hasta la habitación. Tendió su cuerpo evitando interrumpir el sueño. Observó una vez más el ritmo de su respiración, tan real, mentolado. Caminó hasta la ventana y miró la calle desierta. Las dos de la madrugada o tres, no sabía. Corrió un poco la ventana, lo suficiente para refrescarse sin molestarla. En el extremo de la calle vio una persona caminando con las manos en los bolsillos del pantalón. Siguió con la mirada todo el trayecto, no podía distinguir el rostro encapuchado. Estaba más cerca, pero con la cabeza gacha. Un pequeño miedo recorrió su cuerpo cuando la persona se acercó a la casa, luego a la puerta. Tocó tres veces secamente. Quedó estremecido, decidió no abrir. Cerró la ventana, corrió la cortina y esperó sentado en la cama. Sacó su celular del bolsillo y marcaría a la policía. Otra vez tocaron la puerta, tres veces. Guardó el celular, caminó en puntillas hasta las escaleras, desde ahí observó cómo se filtraba la luz por debajo de la puerta. Una vez más tocaron la puerta. Caminó hasta la mirilla, cuando asomó el ojo volvieron a tocar justo sobre la mirilla, imposible ver. Con violencia jaló la puerta y grito "quién es chingada madre". Era una mujer, era ella.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Erika

Ella es un alga en el fondo del mar, tambalea su peso de un lado a otro y por ratos se mantiene petrificada con la mano derecha adherida a la nariz. Muchas veces lo que intimida a las personas no es la extrañeza de sus movimientos, tampoco su voz aglutinada y explosiva, es aquella mirada inamovible, casi poliangular; estos ojos amarillentos persiguen e indagan con intenciones desconocidas. Son escrupulosos porque son esenciales para la vida en la calle, sin ellos no podría advertir el peligro y huir o enfrentar la dureza de la calle. Antes de salir de casa desliza sobre cada pestaña un rimel festivo y coqueto que sólo subraya la intoxicada mirada. A ratos pierde la pose que guarda en la esquina, los músculos aflojan, deambula por aquí y por allá aspirando de su algodón para llevar toda la humedad del tolueano hasta el sistema nervioso central. Estará durante varias horas parada sobre Avenida Paseo de la Reforma y Magnolia.

Erika a primera vista no despierta sospechas, ninguna prenda entallada, mucho menos un escote, incluso porta un pantalón holgado. Todo el atuendo combina, pantalón púrpura, sudadera del mismo color; el mismo tono para las cejas y diamantina en los párpados; no tiene poses ensayadas, no contonea las caderas. Mucho menos es una profesional; no hay implantes o prendas glamurosas. Erika es seducción reducida por el activo. El ser novata en la prostitución le permite ser menos rígida y protocolaria. Risueña cuando algún hombre se detiene frente a ella. Desde la acera manda saludos a los de la camioneta del cascajo. Es cordial con los taxistas, saluda a los patrulleros y no escatima en ademanes amistosos para atraer algún cliente potencial.


Su lugar de trabajo es más bien austero, le otorga un contraste dramático a la avenida Paseo de la Reforma. La esquina de Magnolia no coincide con la imagen de aquella sutil flor, ni armoniza con el extremo sur de Reforma. En esa pequeña calle donde se batió a tiros un sujeto que asesinó al dueño de un lote de autos en la misma colonia; aquí permanece inmune al paisaje. Algunos transeúntes prefieren no hacer contacto visual con las trabajadoras, dirigen la mirada al piso con la mayor indiferencia, aprietan el bolso y el paso para reducir la estancia en un lugar que no es la otra Reforma. Mucho menos de noche. El brillo que caracteriza a la zona turística pierde intensidad a cada metro. El estilo francés con el que soñó Maximiliano es absorbido por un protagonismo no deseado en lo político y en lo moral: la pobreza, la prostitución, la indigencia y el crimen. Todo un combo; sin embargo, lo que sucede ahí transcurre con naturalidad. Ella es una más. 


Erika sobresale de las demás chicas por su vestimenta, aunque eso probablemente le resta trabajo. Las demás utilizan minifaldas y vestidos ceñidos; prendas de regalo o herencias de otras chicas. También se distingue de las otras prostitutas por la ausencia de cicatrices sobre su cuerpo. Tiene un cutis limpio, marrón, maquillado con una suave cantidad de polvo. Su cabello está cepillado y colocado hacia atrás con una diadema negra. Además no es tan joven como la mayoría; 24 años, apenas unos meses en la prostitución. Lo más parecido fue cuando trabajó en un club como edecán y animadora. Llevaba tragos de la barra a la mesa. Acariciaba las mejillas, platicaba con los comensales y regalaba besos. Antaño hubo mejores tiempos porque se dedicó a la enfermería, actividad que hoy agradece porque sabe inyectar, vendar y medir los signos vitales. De ahí un conocimiento o conciencia poco frecuente en los chicos de la calle: conoce las consecuencias de consumir drogas, por ello compra vitaminas y calcio; a lado de la botella de tolueno tiene un frasco de medicamento similar.  Desde luego carga con los condones que se incluyen en el precio del servicio. Con los clientes el uso del anticonceptivo es indispensable, las enfermedades están a la orden del día, independientemente de los embarazos no planeados. Aún cuando la mayoría de las chicas están libres de una enfermedad, no logran reconocer al padre de sus hijos. Son cosas que suceden abruptamente como una violación.



Desde luego que el sexo es trabajo y también una adición en las relaciones interpersonales. Ni siquiera puede hacer una cuenta exacta de los novios que tuvo, pero sí recuerda dos grandes amores. Uno de ellos es el padre de sus dos hijos. El otro es inolvidable porque festejó su cumpleaños, fecha que nadie recuerda y nadie le importa, porque muchas personas de la calle ni siquiera recuerdan cuándo nacieron. Aquel novio la llevó una tarde a las orillas del canal Bordo de Xochiaca; en un cuadro romántico se sentaron con el sol a sus espaldas, se besaron hasta el hartazgo, bebieron las dos botellas de vodka que él compró para ella, agotaron el galón de jugo y se enamoró aún más con el peluche de regalo. A la suma de hombres importantes en su vida agrega a su abuelo, quien realmente ocupa el primerísimo lugar. Una persona incomparable, quien le ha enseñado todo. El abuelo logró transmitirle conocimiento que en momentos la ha sacado de apuros: instalar el cableado eléctrico, poner ladrillos, cambiar un tanque de gas. Probablemente no son habilidades sorprendentes, pero en la calle son valiosas, la mayoría de sus compañeros salieron de sus hogares a temprana edad y hoy es difícil emplearse en algún lugar por falta de habilidades para realizar algunas tareas como sumar, multiplicar, incluso leer. Experiencia: la calle.  Mi abuelito es la persona a la que más quiero, el me enseñó mucho; es la persona más importante en mi vida. Él me comprende. Es muy tranquilo, todo lo contrario a mi abuelita que una vez le aventó las tortas de papa porque no le quedaron.


La mona

La mayoría de los chavos de la calle tienen mucho qué decir. Son libro abierto para aquellos que quieran saber un poco de sus experiencias; en ocasiones es un desahogo ir por ahí relatando sus aventuras sufridas, las desazones. También hay quienes ven un espacio de publicidad personal en su vida: los periodistas se acercan y ellos van hilvanando historias dignas de varias cuartillas; posan frente a la cámara de una forma tan natural como si fuese una sesión más. Por supuesto, otros jóvenes ni siquiera han sido fotografiados alguna vez en su vida. 


Es una ironía la exclusión en la que viven, desplazados a parajes, plazuelas y parques, y al mismo tiempo siempre buscados para elaborar una gran tesis antropológica sobre la pobreza o reportaje de galardón. En todo caso también son extraordinarios por el modo de vida que llevan, la forma en la que llevan al extremo la salud, sin comida diaria, con mucha droga y poco dinero. Erika es una gran conversadora, elocuente con una memoria todavía ágil. Recorre los episodios más tristes y felices de su vida en una cadena de eventos: habla de su abuelo, salta a su familia, primas, los juguetes que tiene, la colección de muñecas que ha construido desde hace varios años (60 muñecas) o sobre la conmoción que sintió cuando se acercó al homenaje por la muerte de Chavela Vargas. Siempre está en movimiento su dedo índice; es el menos erosionado, pues así como el meñique se eleva al beber un expresso, el índice apunta al cielo para colocar la mona en su lugar, sin mojarse, sin resecarse, haciendo una “L” con el pulgar. Pues ya sabes, me drogo para olvidar, para sentirme bien, para no sentir tristeza o soledad. Es el dedo guía para las interminables lecturas. Ya deboró toda la obra de Paulo Coelho, de Anne Rice, la saga de Stephenie Meyer y otros más. La misma literatura que se esfuma y se exhibe en las tiendas-restaurante. La lectura le lleva varias horas al día, se sumerge en cada novela para buscar un poco de romanticismo. El grupo de quince personas que est




Es una enamorada. 

La lista de novios que ha tenido es prolongada, pero sólo tres hombres han conmovido su vida, le han ofrendado felicidad. Con la última pareja logró dos hijos: una niña de ocho años y siete meses de edad; el niño, seis años y nueve meses. La mayoría de las veces omite mencionarlos: “Se los robó, me los robó”, pero no deja de amarlo. Vivieron en unión libre con al menos media docena de familiares: la tía Araceli, la súper prima Noemí, Conchis que estudia el quinto de prepa, abuela y abuelo, entre otros más. 


El abuelo, quien ha sido decisivo durante sus 24 años de vida es uno de los tres hombres más significativos. Sin él sería imposible cambiar un tanque de gas, montar una pared de ladrillos, instalar cableado eléctrico, hacer mezcla y jugar baraja; ya murió, pero la enseñanza es intacta, de igual forma los sentimientos. Probablemente es el hombre que ama sobre todas las cosas. Termina de pensar o enunciar algo sobre su abuelo y aspira profundo para absorber el vaho del tolueno.Afuera de un club


Se mueve con la lógica del “efecto cucaracha”, concepto con el que denominan las instancias de seguridad pública del D.F a las prostituras que se desplazan de un lugar a otro para evitar ser subidas a una patrulla. Porque resulta un tanto más simple llevarse a una prostituta que al homicida escurridizo, al vendedor de drogas de drogas o al asaltante común y corriente. Algunos crímenes se pierden durante la noche, pero “monear” no es gran problema, sólo una falta administrativa que ni siquiera motiva a los policías para subir a alguien. Pasan una o dos patrullas cada quince minutos sin que Erika se inmute. En la bolsa de mano carga la botella de refresco, todavía está llena, es muy temprano. Aún con el poco tiempo que lleva inhalando es suficiente para sosegar un poco el cuerpo y los pensamientos. En ese estado permanecerá durante horas, cada jalón le consume minutos de los cuales desea escapar para poder trabajar sin recordar los malos ratos; también su cuerpo lo exigirá. Lo mejor de la mona es el borrón de memoria. El recuerdo más intenso de hace poco tiempo fue cuando la privaron de su libertad. Estuvo encerrada por seis meses en Santa Martha. Ahí pasó el tiempo más infeliz de su vida, aguantó el trago amargo de la injusticia. Estuvo en el lugar equivocado en el momento más inapropiado. Una banda de chavos merodeaba las calles de la colonia Guerrero, dispusieron bien afilados los sentidos para hallar una víctima nocturnal; un travestido pasó frente a ellos, se le abalanzaron todos sobre la presa, le quitaron el bolso y quinientos pesos, según la parte ofendida. Llegó la patrulla minutos después del auxilio. Subieron a Erika y la procesaron por pandillerismo y robo, además Erika era acusada de haber “ponchado una chichi” al travestido. Hoy recuerda con coraje el suceso y reflexiona sobre la misma suerte que han corrido sus dos hermanos: uno de ellos encerrado por robar un celular. 


La libertad es lo más sabroso. La libertad de imitar prodigiosamente, sentada en la banqueta, el repertorio de Alejandra Guzman, soñar con cantar en un palenque, recitar las de Enrique Bunbury; embriagarse con unas cervezas, curarse la cruda con activo. Para andar por la vida “Sólo se necesita un libro en la mano, un peso en la bolsa y un perro a lado”. Esa libertad no está en ningún lado más que en la calle. Probablemente Erika carece de un techo, alimento balanceado, un empleo o educación, pero tiene una libertad a la cual no pretende renunciar pronto, ni muchos de sus compañeros de acera. No le deben nada a nadie, no responden ante nadie, viven su vida con el mínimo de reglas y protocolos. Fuman, beben, cojen, cantan, ríen como cualquiera, pero lo hacen cuando quieren con quien quieren y donde quieren.