miércoles, 25 de noviembre de 2020

Una carta para mi

 En cinco días cumplo 31 años. 


¡Qué chingados!


Me imagino que decirlo es muy ridículo a mi edad, pero también creo que es lo que dicen todos los humanos que ingresan a la siguiente década de su vida: cómo vuela el tiempo. 

Dejar detrás diez años más es una huella implacable del tiempo. El inicio y fin de un ciclo. Un ciclo que no sabemos dónde terminará, pero que está andando y va a sumar buenas y malas experiencias. 

En mi caso creo que han sido más las buenas experiencias que los desazones. Suelo decirle a mi novia que me siento muy orgulloso porque he tenido una vida sumamente feliz. Muy plena y satisfactoria en todos los sentidos. Fui un niño feliz, un adolescente arrogante y orgulloso, un joven curioso y siempre feliz; pero también, por lo que llegaron a gritarme o decirme con la mirada otras personas, fui: egoísta, distraído, cínico, mustio, serio, desesperante, indolente, culero y otras más.

Todo eso aún lo conservo en mi memoria. Es una bolsa de buenos y malos recuerdos, pero que los valoro porque construyen la forma en la que pienso hoy y percibo el mundo. ¿Cómo sería yo si no me hubiera obsesionado con la electrónica a los 14 años y que tampoco hubiera aprendido a besar hasta los 17? Tal vez estar encerrado en mi habitación soldando circuitos y desarmando aparatos me impidió dar un primer beso antes, pero me ayudó a construir una computadora desde cero. 

¿O cómo hubiera sido mi vida sin la gastritis y el tedio que me provocan las tareas escolares, y en general el sistema escolarizado? Posiblemente hubiera sufrido de dolores de gastritis fuera de un aula y hubiera perdido la mirada franca y preocupada de un compañero que me dice: ¿Estás bien?

La escuela me llenó de amigos. Pocos amigos, pero muy valiosos. - Yo aún me pregunto por qué tenía relaciones tan intensas con sólo una persona-. Me hubiera gustado ser de esas personas que tienen un círculo más amplio, que caminan de un extremo, de un salón, u oficina, al otro para saludar e intercambiar palabras. Que tienen grandes fiestas y amigos para hacer todo tipo de excursiones o actividades. Pero el tener pocos amigos también fue producto de otra serie de hechos aparentemente aíslados y que hoy cobran más sentido: sólo tenía un amigo en la primaria porque, seguramente, era el único con el que podía aprender por aprender. Sí jugábamos en el recreo y todo eso, pero leer los libros, escribir un resumen o competir en los exámenes de matemáticas era mucho más estimulante en pareja. Los demás niños no se entusiasmaban mucho con eso. 

Luego en la secundaria otro amigo más. Algo que hoy llamaríamos un "bromance". Dos adolescentes con una comunicación demasiado estrecha. Desde la 1 de la tarde hasta las 12 de la noche cuchicheando, gritando, riendo y confesándonos cosas por teléfono. Sin ese amigo es probable que hoy me fuera más difícil tomarme las cosas a la ligera. Porque con él todo era risa, desmadre, incluso la humillación era poco importante como para tomarla en serio. Suena extraño decirlo y cruel, pero en retrospectiva fue algo bueno. Ese amigo fue el empujón que uno necesita para sacar valor. De hecho fue un empujón leve, pero que me tomó por sorpresa:

Yo tenía un amor secreto desde segundo de secundaria. Una niña rubia, muy flaquita y mucho más inteligente que yo, pues mes tras mes estaba en el cuadro de honor. Siempre la miraba a lo lejos para no hacerme notar y poder disfrutar más de ella sin atemorizarla, asquearla o que se cambiara de turno (eso pensaba yo). La veía cuando llegaba a la escuela, cuando nos formábamos, entre cambios de clases, en el descanso y cuando iban sus papás por ella. También la veía cuando me quedaba sentado en mi cama con cara de idiota. La veía en el microbús, pero nunca estaba ahí. 

Y así era bella para mi, en la imaginación. Hasta que mi amigo un día me dijo "ven". Caminé con él sin sospechas y directo al cadalso. Él dio un paso detrás de mi y me empujó hacia ese vértigo que no olvidaré. La chava frente a mi, completamente erguida, más alta que yo y con una postura que sólo me hizo sentir más chaparro, encorvado y despeinado (porque en ese entonces yo destacaba entre todos los demás por los litros de gel que usaba, que no dejaban pararse a ningún cabello). Feo.

No dije nada, creo que sólo un hola. Un hola ridículo en comparación al suyo: amable y seguro. Pasaron segundos y no salió otra palabra de mi. No recuerdo su expresión porque no pude mirarla ni a los ojos. Ella tampoco dijo nada y, al ser más consciente de la situación, se dio la vuelta y caminó fuera del centro del patio.  Por supuesto, la humillación habría sido más digerible en un lugar menos expuesto, no el patio a la hora del recreo, frente a toda la escuela y yo entre mi grupo de amigos, riendo a mis espaldas, y el de ella también soltando risitas. Me quedé ahí parado un minuto esperando hacer algo con mis emociones. Quería llorar, también quería golpear a mi amigo. Pero luego ahí descubrí el valor de enfrentar las cosas. Me tragué mi humillación y reí cuando volví con mis amigos. Las próximas veces que vi a mi novia imaginaria ya le podía sonreír un poquito más. 

No morí de humillación en la secundaria, pero tampoco mejoraron mis habilidades para ligar. 

Luego vino la preparatoria y continuaron brotando situaciones variadas que hicieron mutar aún más mi personalidad.  Las ganas de aprender crecieron de forma exponencial. No sólo me ocupé más en museos, escuchando música o incluso comenzando a escribir; surgió una urgencia por conocer todas las formas de emborracharme; me empeciné en fumar marihuana y de salir a fiestas para regresar hasta el otro día a mi casa. 

En esa época descubrí uno de los campos que hoy alimenta mi forma de ver el mundo. La ciencia se mostró como una fuente inagotable de certezas, dudas, imaginación y sorpresa. Afortunadamente tuve a Pancho, un amigo con el que compartí ese gusto de manera profunda. No sólo era entretenido hablar con él durante horas sobre psicología, historia, biología, física o filosofía, también nos divertimos con la escritura. Sí, con Pancho me di cuenta el placer que me causa escribir. 

Nos pasábamos horas en la computadora creando historias de personajes extravagantes y extraños. En retrospectiva, yo no sé por qué no creamos un podcast o cualquier cosa que ahora podría generar dinero. Recuerdo que escribíamos cartas de un hombre que le llamamos El Chico del Cairo. No sé qué sucedía con él, ni por qué lo llamamos así, pero todo el texto contenía situaciones inverosímiles, referencias religiosas, herejías, uso de conceptos que ni siquiera entedíamos a bien, pero que nos parecían chistosos. Supongo que no era gracioso, pero escribirlo sí lo era. 

Y creo que Pancho tenía ese efecto en mi. Las cosas son graciosas y así debemos tratarlas. Si en la secundaria abrí mi mente al disfrute de la vergüenza, en la preparatoria saboreé el cinismo. Uno puede decir lo que piensa y expresar lo que cree sin necesidad de pensar mucho en las consecuencias. 

Y, como en casi todas las etapas con mejores amigos, Pancho me dio la bienvenida a otros círculos de personas. Él me conectó con decenas más de personas. Yo introvertido y él como un guía que me llevaba por el pasillo de las relaciones sociales: mira te presento a tal; él es un amigo de tal y tal; ella se llama tal y la conocí en tal. Yo sólo decía hola. 

Hasta la fecha no es mi mejor habilidad la de hablarle a las personas. Ahora lo hago más que hace tres décadas, pero continúo disfrutando del silencio, la introspección y los momentos a solas. De hecho, ha sido una constante a lo largo de estos treinta años. 

Por ejemplo: de niño recuerdo muy bien que quería brincar en la cama elástica siempre a solas; me causaba ansiedad que los otros niños generaran estática y descargaran esa energía sobre mí. En la hora del desayuno, EN EL KINDER (no lo puedo creer), me gustaba estar a solas, disfrutar de mi melón y nada más (aunque, le debo mi vida a otro compañerito que en una ocasión me dio un golpe en la espalda para que arrojara la fruta con la que me estaba atragantando. Entonces, la soledad no es tan mala después de todo). 

En la prepa, aunque ya había desarrollado más habilidades sociales, impulsadas principalmente por el alcohol, la soledad seguía siendo mi hábitat. Comencé a ejercitarme un poco y pasé muchísimas horas aprendiendo sobre computadoras en mi cuarto. Me adrenté al mundo del software libre, empecé a tocar el piano y me obsesioné con este bello instrumento para siempre. Siempre elegí el aprendizaje en solitario que en grupo. Mis papás me decían que fuera a clases de tal o cual, pero siempre decía que podía aprenderlo por mi cuenta. Y sí, lo hacía a medias y deficientemente, por falta de método y guía, pero aprendí mucho sobre muchas cosas. 

Y a la fecha lo sostengo, cualquiera puede aprender a hacer lo que sea si así se lo propone. Hoy en día agradezco mucho haber desarrollado esa perspectiva sobre el aprendizaje, porque nada me puede detener cuando me propongo comprender algo. Obvio hay cosas complicadas y que he dejado en el olvido: temas de matemáticas, piezas para piano, destrezas físicas o deportivas, hábitos de lectura y escritura, libros, cuentos y novelas que intenté escribir, etc, etc...

Siempre he abandonado cosas a lo largo de estos treinta años. He dejado buenos hábitos y he adoptado otros no tan buenos. He dejado amistades y me he incomunicado de otras épocas de mi vida. ¿Está mal? No lo sé, supongo que impactará en mi vida de una manera que no puedo imaginarme ahora. Pero en general trato de conectar todas las enseñanzas de forma continúa. Lo que aprendí en las aulas, trato de aplicarlo en mi trabajo, lo que aprendí en oficinas lo quiero llevar a mi negocio. Lo que aprendí en otras relaciones amorosas y de amistad también lo aplico en mi vida diaria. 

Es bueno llevar a la práctica la experiencia, porque cuando la cagas, al menos te sientes menos mal pues hiciste todo lo que pudiste. Es como este texto, se supone que era para mi cumpleaños, y ya es noviembre. No cumplí con el objetivo, pero una vez que termine, ya no quedará esa sensación de fracaso. 

¿Qué más puedo decir en esta divagación? 

Que espero que los próximos nueve años sean buenos conmigo. Y si son malos, que sean lo suficientemente malos para aprender mucho. Tal vez, ya para los 40 esté en una etapa superior de mi vida. ¿Qué es lo que quisiera? Seguir siendo feliz, o tal vez, menos feliz, pero con la sabiduría para distinguir entre lo malo y lo bueno con mayor certeza. Así cuando sea momento de ser feliz, lo seré al triple. Y cuando algo malo suceda, sabré que es pasajero. 

También en esta década me gustaría retomar lo viejo para verlo con ojos nuevos. Espero, y sería un buen propósito, reconstruir lazos con viejas amistades. También espero seguir con mis grandes hobbies: el ejercicio, la música y la escritura. Espero ya publicar un libro con todas las cosas que por aquí he escrito (creo que podría rescatar 1 historia de cada diez). Me gustaría también ser más relajado, como más indiferente sobre las cosas, no como un nihilista, sino como un esteta o alguien que ve para aprender y disfrutar, no para querer cambiar, imponer o juzgar. 

Quedan bastantes años para leer esta carta de nuevo y verificar si cumplí. Y en caso de que no la lea, porque llegue a cerrar blogger o porque muero o desaparece el internet, trataré de recordar un poco el contenido de esta carta. 

P.D. Estamos viviendo un año bien cabrón como humanidad. Afortunadamente vivo en una situación cómoda y privilegiada, pero la vida no es siempre así. Si cuando llegue a la siguiente década, me veo apretado en una situación como la que hoy viven millones de personas, piensa en cómo todos las personas de hoy están aguantando y trabajando para cambiar su porvenir. Están siendo fuertes, pacientes y solidarios (otros no tanto) para recibir el futuro de mejor cara. 

También, César, no olvides ayudar a mucha gente. En lo que puedas comparte y se generoso. También sigue diciendo no y elige lo que a ti te conviene. Pero dar también es una póliza para recibir en el futuro. 

César Palma. 



 



 






jueves, 20 de agosto de 2020

Vivo en las estrellas

No es algo que sólo suceda en las películas o en los libros. Realmente dan ganas de salir y mirar las estrellas en el cielo. Es terapéutico. Yo lo hago cuando me entra la soledad. A veces sí me siento abandonado, pero mirando el cielo, me pregunto por qué me siento abandonado si yo fui quien abandonó todo. Tuve una familia, un empleo, una esposa, un auto, un seguro de vida y todas esas cosas que deseamos y por las cuales trabajamos. Y preferí dejar todo eso a un lado, le digo al cielo. Ni el cielo y las estrellas me responden. Tal vez es eso lo que me hace sentir abandonado, que no hay ningún eco de lo que pienso, maldigo o recuerdo. En el cielo, tan inmenso, todo se disuelve y se pierde en la oscuridad. 

Al cosmos no le importa si paso hambre, si el agua moja mi colchón o si los moscos sobrevuelan dentro de mi casa toda la noche. Y ni a los moscos o a mi estómago les interesa lo que sucede en Alpha Centauri; unos quieren beber sangre y el otro quiere un poco de lo que sea. Estas ideas me han ayudado a sobrellevar la desolación, el hambre y ese abandono auto inducido. Sigo teniendo hambre, pero las ideas sobre las estrellas me quitan el malestar por unos minutos. Es realmente terapéutico, como digo, mirar o pensar en el cielo. 

Siempre lo he hecho, desde que era niño, cuando mi papá nos llevaba a la playa y dormíamos en hamacas escuchando el rugido de las olas del Pacífico. Veía cómo cientos de puntitos parpadeaban sin ningún ritmo aparente. Algunos lo hacían más rápido que otros. Y otros se quedaban estáticos como sonriendo para nosotros. Y mi padre me desconcertaba cuando afirmaba que el Sol también es una estrella. ¿Cómo?, le decía, si las estrellas son tan pequeñitas y con una luz débil. Él me decía que era por la distancia y el tamaño que tienen. Que hay estrellas masivas, otras muy pequeñas que están a punto de morir. Otras estrellas se esconden detrás del brillo más intenso de una protagonista y no se logran ver a simple vista. Hay tantas estrellas como granos del mar, solía mentir mi papá. 

Ahora me parecen muchas estrellas más, que las que recuerdo de niño. Debería de distinguir menos, por la contaminación lumínica, pero por alguna trampa mental o de mis ojos veo más. Veo el cielo estrellado como en una de esas fotografías del Hubble. ¿Son reales o las estoy imaginando? No lo sé. A veces veo cosas que son muy reales, pero que no deberían pasar. Me explicaré:

Hace unos meses estaba sentado fuera de mi casa. Todo estaba muy silencioso, sólo estaba mi respiración y el aullido de un perro a lo lejos. Tomé la botella que estaba bebiendo desde la tarde y le di el último trago. Sentí ese sorbo desde mi lengua hasta lo más profundo de mi estómago. Sentí un calor más intenso que con el resto de los tragos, pero bastante agradable. Intenté levantarme e ir a dormir, pero no pude. Un vértigo intenso me tomó por sorpresa. Sentí que mi cabeza se había desprendido de mi cuerpo y rodaba por todo el piso. El piso y el cielo se confundían, lo mismo que las paredes. Intenté equilibrarme con mis manos y piernas, pero cuando me apoyaba en alguna, sólo empeoraba la sensación. 

Cerré los ojos y me recuperé por un instante. El mundo comenzó a estabilizarse y tomar forma. Me pude levantar por completo, pero frente a mi vi cómo un pequeño punto negro se expandía desde el piso. Esa mancha en el piso crecía de forma simétrica e iba tragando todo a su paso. Primero succionó a un poste de luz, luego a un auto que estaba estacionado; la banqueta, como si fuera un espagueti también fue tragada por ese círculo negro. Veía entrar a ese abismo bolsas de basura, piedras, botellas de plástico, todo lo que la gente tira en la calle. El agujero pronto tomó más fuerza y succionó cosas más distantes y grandes. Yo seguía de pie, extrañamente, ahora que lo pienso, pero muy atemorizado en ese momento. Tomé la botella que estaba bebiendo y la lancé a las fauces de esa bestia interestelar que crecía sobre mi calle. La botella no fue devorada, pero sí rompió el hechizo. El hoyo desapareció y todas las cosas que engulló seguían en el mismo sitio, sólo que ahora con habían pequeños cristales regados por todo la calle. 

El perro aulló más fuerte y algunas luces de los edificios que rodeaban mi casa se encendieron. Alguien me gritó algo, pero no distinguí las palabras. El perro aulló aún más fuerte. Las luces volvieron a apagarse y volví a mi casa. Cerré todo muy bien, me aseguré que nadie pudiera verme desde fuera. Bajé los cierres de cada ventana y me aseguré que el velcro sellara muy bien los mosquiteros. Puse candado al cierre de la entrada principal. Sentí miedo de las visiones, pero sentía más miedo de los vecinos. La última vez llamaron a la policía y quisieron arrastrarme de mi casa. Uno de los vecinos gritaba que iban a quemar mi casa si no me buscaba otro lugar. Otros vecinos me defendieron y no lograron echarme a otra calle; me dejaron dormir esa noche y también me regalaron algunos panes y té de canela. 

Dentro de la casa comencé a temblar, a imaginar que los vecinos venían y cómo desde fuera lanzaban piedras y golpeaban mi casa. Traté de respirar profundo y calmar mis nervios. Funcionó y pude concentrarme en el silencio. El perro se había callado y ni el ruido de los mosquitos se escuchaba. La calle se había quedado completamente en silencio. Tomé mi cobija y me acosté como un bebé sobre el colchón. Nunca había sentido tantas ganas de tener una casa, otra casa, no como esta; no haber abandonado todo. Recordé mi antigua casa, un domicilio si nada de especial, pero de muros reales, de muebles reales, de una cocina, de tres baños, de tres recámaras y una cochera. También recordé a mi familia y sus voces. Pensé que estaría durmiendo mejor en una casa real y no en una casa de campaña, en medio de la calle. 

Esa misma noche o madrugada, comenzó a llover, el agua escurría a través de las partes más desgastadas de mi casa, pero no me molestó del todo. Pensé que imaginar cosas te puede atemorizar y también consolar. Como mirar a las estrellas. Desde que vivo en la calle puedo ver un cielo tan estrellado como quiero o ser atemorizado por un agujero negro durante las noches. Y también cuando llueve, no es agua la que me moja, es polvo interestelar. 

jueves, 16 de enero de 2020

Está en los detalles

El diablo está en los detalles, dice un dicho. No creo que sólo el diablo, más bien todas las personas. Ahí encontramos una manera de expresarnos y de comunicarle sutilmente al mundo que estamos aquí. Los detalles creo que son el eslabón que nos va atando a una comunidad, a un movimiento o a un estado colectivo. Sin los detalles no habría manera de contar nuestra historia y nuestro presente. Me explico: Hay gente que se reconoce con otros por un tipo muy específico de tatuaje, por una marca de zapatos, la mochila de moda o el símbolo de un músico en común. Los detalles también revelan de dónde venimos y lo que sufrimos o hemos llorado. Como la cicatriz de una cirujía, la deformación de una parte de nuestro cuerpo o la manera de caminar y desgastar los zapatos. También se revela nuestra obsesión por la belleza, como un corte de cabello hiper-simétrico o unas pestañas muy erguidas y obscuras que nadie más se atrevería a usar. Sin detalles podríamos extraviarnos en la generalidad. Esa puede ser la razón por la que no toleramos estar desnudos o callados sin expresar lo que pensamos. Hay una necesidad de subrayar lo que creemos y consideramos importante. Detalles. Una forma de hablar, un color favorito, un tipo de cigarrillos, un libro, una canción favorita. De otro modo, somos muy similares. Humanos al fin, sí con detalles en la altura, tamaño de los homóplatos, extensión de partes del cuerpo, pero detalles no realmente importantes como los que sí elegimos mostrar u ocultar para personas especiales. Los detalles son el motivo de crítica y la búsqueda de identidad. Nos irrita y no logramos comprender, porque el gusto por un tipo de comida es motivo de orgullo, mientras que a nosotros nos parece repulsivo. Señalamos y nos burlamos por cómo se viste una persona o cómo se comporta. Y al mismo tiempo pasamos horas refinando nuestros gustos y obsesiones. Hay personas que dicen ser tolerantes y abiertas a todo tipo de personas, pero los detalles arruinan todo: una palabra, un tipo de humor, una idea o costumbre. También hay detalles que pasan inadvertidos, pero que en conjunto construyen una comunidad inmensa: - Los que no toleran la velocidad - Los que traen pelo de gato en la ropa - Los que no soportan el contacto físico en el metro - Quienes saludan de mano a todos sus conocidos - Los que hablan con la boca llena - Los que no paran de hablar de sí mismos - Los que creen en el amor - Los que nunca han lavado sus tenis - Las personas que escuchan la música muy fuerte - Quienes se bañan con agua muy caliente - Aquellos que viven de pensar en el pasado - Los que sólo viven el presente Detalles que va uniéndonos y causando conflicto con las personas. Bueno, hasta hay una canción llamada Detalles de Roberto Carlos. Ahí dice que los detalles son "tan pequeños de los dos, son cosas muy grandes para olvidar". Y tiene razón, pues nadie olvida el ruido que hace alguien a entrar a nuestra casa: nuestro hermano, papá, mamá o pareja. Nadie olvida esa pequeña palabra que nos hizo explotar y nunca reconciliarnos con alguien.

Las palabras son detalles para decirle a alguien que la amamos o que no nos importa. La mirada que soltamos a alguien que extrañamos también es sutil, pero realmente importante. O también dejamos de apreciar los detalles cuando ya estamos enganchados en otro estado mental: un "te extraño", un "qué buen trabajo", dejan de importar.

Los detalles transforman todo. Disfrutemos de esas pequeñas accidentes.

miércoles, 15 de enero de 2020

La costumbre de mirar atrás

Hoy mientras venía caminando a mi casa, me di cuenta, o mejor dicho, volví a pensar en un hecho que a la luz de los años será una curiosidad o síntoma de nuestros tiempos, pero que hoy en día es algo tan natural y tan penoso a la vez: voltear hacía atrás, mirar de reojo para cerciorarnos que nadie nos sigue.

Hoy por ejemplo, bajé del camión y volteé con el reflejo que he desarrollado desde quién sabe qué época de mi vida. Esto lo hacía, según recuerdo, cuando iba a la secundaria. Al salir de noche, caminaba a la avenida, acompañado de mis amigos, y giraba levemente mi cuello para saber que nadie andaba detrás de nosotros.

Había historias de que los ladrones de la colonia contigua se ocultaban entre los árboles del parque y camellones para salir y quitarnos todo lo poco que podríamos traer. Con esa idea anduve varios kilómetros hasta llegar a la prepa. Y ahí tampoco dejé de mirar hacia atrás.

Caminaba tal como le indican NO HACERLO a quien sufre de vértigo y asciende alguna cima: no mires hacia atrás (abajo). Yo sí miraba, sin importar el miedo de que alguien estuviera cerca de mi, a punto de hacerme
no sé qué cosas. Mejor tener la certeza de que no hay nadie, a continuar la marcha y escuchando pasos imaginarios.

Y así miro para atrás a donde sea que voy, en cualquier condición, hora del día o acompañado de quien sea. Miro en el metro, por las mañanas cuando voy a correr, cuando salgo del trabajo, cuando cruzo un puente peatonal, cuando entro al banco, al salir ebrio de algún bar, antes de entrar a mi casa, al salir de ella, al entrar a la casa de algún amigo.

¿Paranoia? Tal vez. ¿Táctica estratégica? Sí. Un comportamiento parecido al que desarrollan los expertos en protección civil; esas personas que entran a un lugar y enseguida ubican la salida de emergencia. O como un policía de investigación que peina a toda la gente de un lugar en busca de algún indicio sospechoso, aún cuando esté en un jardín de niños. Ellos siguen su vida y yo la mía. Pero nunca dejamos de mirar (en mi casa hacía atrás).

Lo más triste es que no solo soy yo. Si nos detenemos a observar a los demás, pronto nos damos cuenta que todo mundo se cuida las espaldas. No echamos las orejas hacia atrás como los gatos o paramos las orejas como un canino, pero concentramos toda la atención de nuestra mirada a los costados o giramos discretamente la cabeza para saber quién está a nuestras espaldas.


Y se vuelve una cadena infinita. Yo me cuido del de atrás y el de atrás se venía cuidando desde que salió de su casa. Luego las mujeres se cuidan las espaldas de los hombres. Los hombres de un grupo de hombres. Los estudiantes de no estudiantes. Los no estudiantes de los estudiantes.

La espalda no se le da a nadie por educación, pero por precaución, mucho menos a extraños. Cambiamos de paso si sentimos la cercanía de alguien: apretamos la velocidad de la marcha o paramos en seco a mirar un anaquel, esperando torear al sospechoso. También damos vueltas sobre nuestro propio eje para no tener a nadie a nuestras espaldas. Si vamos a esperar a alguien, protegemos la espalda recargándonos sobre un muro.

Miramos hacia atrás esperando que alguien no haya sacado algo de nuestra mochila en el metro o camión, también para asegurarnos que no estén leyendo nuestra conversación en el celular.

Y miramos para atrás, esperando que no haya un vehículo sospechoso desplazándose cerca de nosotros. Y aunque lo hagas, no te das cuenta hasta que ya están cerca. Por ejemplo, una vez estaba por el Río de los Remedios en los límites de Ecatepec y la Gustavo A. Madero, muy tranquilo caminando con un amigo, cuando de la nada sale un Neón negro. Un hombre desde el volante nos grita si conoces a un tal Pedro. Mi amigo y yo nos miramos y le decimos que no. El hombre estira más el cuello hacia nosotros y del asiento levanta una pistola con la que nos apunta. Nos pregunta que si estamos seguros. Le decimos que sí, que no conocemos a Pedro porque ni vivimos por ahí. El hombre se convence y nos adelanta. Se quita de nuestras espalda y continúa buscando la de alguien más.

¿Algún día dejaré de mirar hacía atrás? Espero que sí. Mi cuello se cansará tarde que temprano. Y también espero que dejemos de ser un país que se cuida las espaldas.