viernes, 31 de mayo de 2019

La Jefa

La Jefa había llegado hace pocos meses al puesto. Las primeras semanas nadie las olvidará por su actitud recta y disciplinada, que llevó durante todas las horas de entrada y salida. Antes de ella pocos cubrían la posición con semejante puntualidad. Su turno comenzaba a la hora en punto del cambio de turno y terminaba con la misma precisión. Sin mediar palabra con su relevo, abandonaba el lugar sin esperarlo. La falta de responsabilidad sería de él, solía decir. Aunque no tenía ningún tipo de autoridad sobre los cobradores, pero las miradas que soltaba, a quienes llegaban tarde, bastaron para sincronizar a toda el área. Pronto, esos accesos fueron los más eficientes y rápidos.

Aunque aquella puntualidad era admirable, su capacidad de observación era todavía superior. Siempre permanecía alerta y mirando de reojo a los autos que entraban y salían por la garita. Caminaba de un extremo a otro como una pantera que acechaba a sus presas. Los conductores la miraban con un gesto serio ante el andar firme y la mirada penetrante. Algunos intentaban coquetear a través de guiños o pequeños besos al aire, pero su gesto serio terminaba con cualquier iniciativa. No se molestaba, no se sonrojaba, no rebaja su estatus de guardián. Si alguien hubiera insistido más allá de las miradas o murmullos, habría caminado hasta el conductor y su autoridad se habría ejercido sin piedad. De esta forma fue construyendo una atmósfera de orden y respeto entre quienes cruzaban de un lado a otro y entre quienes cobraban el peaje.

 Nadie sabía mucho de ella, pero el respeto que le tenían por su desempeño en el trabajo creó un especie de vínculo entre quienes trabajan ahí. La admiración creció y un especie de amistad fue cultivándose entre el vaivén de autos. Jefa le comenzaron a decir y ella suavizó un poco más su trato. Fue como si el apodo representara lo que había buscado desde que cubrió la vacante. Jefa venga, Jefa le traje esto; Jefa, muchas gracias; Jefa, qué piensa de tal o cual asunto, le preguntaban. La Jefa comenzó a ser la jera no oficial de todos ellos. Era la líder que daba consejo y dirección en la jornada.
A pesar de todas las invitaciones que le hicieron los compañeros de trabajo para ir a comer, para salir de fiesta o como madrina de bautizo, siempre dijo que no. Muy respetuosa explicaba sus razones y todos las aceptaban sin contradecirla. Sin embargo, la Jefa retribuía las invitaciones que rechazaba. A los más jóvenes les enseñó a disparar en un terreno baldío de su casa. La Jefa les enseñó cómo empuñar un arma y perfeccionar la puntería sin necesidad de estar disparando diario, con un tipo de ejercicios mentales y de coordinación. Se trata de enfoque, decía la Jefa.

A los más grandes los escuchó también en momentos difíciles y fue súmamente empática. En una ocasión, uno de los cobradores había regresado después de una semana de luto que le permitió la empresa. La esposa del hombre había muerto repentinamente, fulminada por un paro cardiaco. El cobrador no logró recuperar el ánimo durante esa semana; cobraba lento, daba mal el cambio, perdía la concentración y las ganas de hacer bien su trabajo. La Jefa no lo presionó, le dio más espacio y ella asumió los gritos y el golpeteo al claxon de los conductores. Espérate, cálmate, ahorita te atienden, solía gritarle a los desesperados choferes. Levantaba la mano y dirigía el tránsito a otra caseta de la garita. Iba y venía hasta que el trabajo disminuye a un nivel manejable por el pobre hombre deprimido.

 Ese tipo de gestos se le reconocían. Jefa, eres bien chingona. Jefa, ya no trabaje tanto. Jefa, ojalá tuviera a alguien como usted a mi lado. Todos agradecen cada uno de los favores. La Jefa sólo asentía y sonreía. Regresaba a sus actividades sin ningún tipo de afectación, sin soberbia, sin sentimiento superioridad, pero con un orgullo oculto que trataba de reprimir para continuar sin que le afectara su desempeño. Siempre debía estar alerta, consciente del riesgo que implica estar en un punto muy concurrido.

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 La Jefa no solía hablar mucho durante su turno. Era buena conversadora cuando alguien se la encontraba en el camión. Tenía el don de escuchar, de esperar a que la otra persona plantea la situación y luego ella opinaba o profundizar la conversación. Siempre con preguntas curiosas y rara vez morbosas. Con las otras mujeres cuchicheaban durante el trabajo, pero cuando bajaba ligeramente el tránsito. Con los hombres hablaba de futbol y escuchaba las penas del matrimonio. Se concentraba para darle sentido a las contradicciones de la vida en pareja. Caminaba y regresaba con otra pregunta, que puntualizar exactamente a qué se referían con "la magia", "el amor de mi vida", "si me deja, no seré capaz de volverme a enamorar". La Jefa no comprendía del todo los acertijos del amor, pero siempre curioseaba en los relatos de sus compañeros.

Con quien menos compartía cosas en común era con un cobrador que ocupaba la última parte de la garita. El joven sólo le sonreía cortesmente y después dirigía su mirada hacia la fila de coches o a la pintura del pavimento. No era grosero, ni irrespetuoso, pero tampoco mostraba interés en La Jefa. Ella no se sentía molesta por aquella actitud, pero siempre le hacía pensar sobre lo que el joven pensaba de ella.

Los demás cobradores tampoco hablaban mucho con el joven. Iba y venía al trabajo por alguna ruta que nadie conocía. Nunca lo encontraban en el camión y se percataron de él cuando ya estaba instalado en el banco.

¿Si tiene piernas?, bromeó uno de los cobradores cuando conversaba con la Jefa.

Conforme pasaba el tiempo y todo el personal de la garita sembraba un ambiente de confianza, la Jefa se esforzó más en integrar al joven. No sólo parecía lejano en su lugar de trabajo, sino parecía indiferente a todo lo que sucedía alrededor. Algunos cobradores lo tomaron como una grosería: la falta de comunicación, la seriedad y el gesto seco. Si no está agusto aquí, a qué viene, solían repetirle a la Jefa cuando volteaba la mirada hacia el joven. Me pone de malas, decía otra de las cobradoras. 

En todas las caminatas que la Jefa realizaba trataba de echar un lazo de comunicación más fuerte. Le decía hola y él repetía con un hola más. ¿Cómo estás?, le decía. Bien, respondía. Siempre respuestas escuetas, en las que no encontraba una brecha para ir más lejos. ¿Qué vas a comer hoy?, intentaba de nuevo. Traje comida, decía. Le hablaba sobre asuntos triviales: la cantidad de autos rojos que ha contado en un día; sobre las detenciones que ha hecho en el tiempo que lleva en el puesto. En lo común que son los billetes falsos. En cómo los perros van y vienen por la garita. También en cómo los sentidos se agudizan para encontrar sospechosos y que esa habilidad es un tanto intuición y otra observación de patrones. Pero nada, el joven a todo le respondía con frases que frenaban la conversación: no me imagino; no sabía; está bien; no me había fijado; gracias.

La Jefa finalmente desistió. Se convenció que simplemente había personas que no necesitaban platicar mucho; gente que viene, realiza su trabajo y listo. Tal vez tenía una vida más emocionante fuera de la garita, pero no estaba dispuesto a compartirla con los demás, pensó.

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En una ocasión, durante la noche, cuando la garita bajaba su intensidad, la Jefa fue a su caseta por un viejo radio. Lo compartió entre los cobradores durante ratos. La música variaba, a veces acordeón, a veces timbales, luego sintetizadores. Música de todos los géneros. Las canciones iban y venían con la pequeña radio. La Jefa pasaba el aparato de un lado a otro en sus caminatas. A veces ella lo dejaba en la banqueta y ponía en su turno alguna canción. La tarareaba y aguantándose la risa por su chiflido desafinado, y fuera de cada nota, apagaba la radio.

Con el aparato bajo el hombro, la Jefa caminó hasta el joven cobrador del fondo. Le dijo que si no quería escuchar una canción. Él dijo que sí. Tomó el radio y lo metió a su caseta. La Jefa dio media vuelta y continuó su vigilia en toda la zona. Escuchó como la radio comenzó a sonar y su sonido se perdía a medida que se alejaba del joven.

Los insectos chirriaban y el viento silbaba. A lo lejos el sonido de los autos corriendo sobre la carretera paralela a la garita.

La Jefa recorrió todo el frente de la garita y regresó nuevamente. Caminó mirando sus botas y se hincó para limpiar una mancha de polvo con la manga de su camisa. Se incorporó y siguió el mismo camino. Llegó hasta el joven y le preguntó que qué escuchaba. El cobrador parecía ignorarla, no le respondió y siguió cantando. La Jefa se irritó un poco, pero al mismo tiempo era claro que el joven le cantaba a ella. Tenía los ojos cerrados, pero la voz salía estaba perfectamente dirigida hacia a ella. No sabía cuál era la canción de la radio, pero el canto del joven sí. Cada nota estaba puesta en su lugar. Era como se le silbaran al oído la melodía. Quiso alejarse de ahí, reírse y tal vez molestarse, pero no pudo. Estaba conociendo al joven sin ese gesto adusto y pálido; vio un rostro rojo y unas manos temblorosas.

Qué bonito cantas, le dijo la Jefa al joven nervioso. Él no dejaba de temblar y era claro el esfuerzo por sostener la mirada y articular un frase. Gracias, dijo, esta vez sin la frialdad de otras ocasiones. ¿Desde cuándo cantas?, le preguntó la Jefa. Desde hace varios años, dijo inseguro. Qué padre, de verdad lo haces muy bien, volvió a felicitarlo la Jefa. El joven asintió con la cabeza y le dijo: la canción es para ti. Me gustas.

La Jefa se sonrojó y lo miró con extrañeza. No encontró una respuesta y dio la media vuelta para continuar vigilando. Se molestó un poco, se sintió ofendida de alguna manera, pero no de manera irremediable. Todo el tiempo intenté hablarle y de pronto sale con una frase de estas, pensó. Estaba avergonzada por todas las advertencias que los cobradores de le habían hecho. En cada paso que avanzaba, tres o cuatro recuerdos le venían: cuando respondía secamente, cuando no le contestaba una cortesía, cuando parecía ignorar a todos. Apretó el paso hasta llegar al final del camino. Dio otra media vuelta y se apresuró hasta el lugar del joven cobrador.

Por qué me dijiste eso. No está bien. Tú no me gustas.

El joven bajó la mirada y no dijo nada. La Jefa caminó una vez más.

Recorrió tres veces más el camino, pensando en toda la situación. Fuera de sí. Ignoraba a los demás cobradores y por ratos a los autos que pasaban. Trató de calmarse, pero cuando regresaba al puesto del joven cobrador, se encendía dentro de sí un horno lleno de burla y embuste.

No está bien lo que me dijiste. No puedes tomarte esa confianza. Somos compañeros de trabajo y nunca te he dado esa confianza.

El joven seguía sin decir nada, sin responder con un gesto o mirada. La Jefa se molestaba aún más. Dejó de cubrir la zona del joven y redujo la distancia del camino que vigilaba. Sólo veía la caseta desde lejos y daba la media vuelta. El joven no la buscaba, continuaba con la mirada de frente.

La Jefa, con un poco de calama ganada, caminó hasta esa caseta y le pidió el radio. El joven lo tomó y se lo entregó con ambas manos. Volvió a temblar y le dijo con voz entrecortada: no quería que te molestaras. Sólo quería decirte que me gustas. Me pareces muy bonita. Pareces buena persona. Todos aquí te quieren y te admiran. Eso me gusta mucho, que te respetan. Discúlpame. Pude hablar con todos, pude haber platicado contigo, pero no lo logré. No pude. No hablo mucho, en general. Sólo quería hablarte a ti, pero tenía pena, tenía vergüenza. Me hubiera gustado aprovechar las veces que intentaste hablar conmigo, pero me congelaba. Perdón. No quise ofenderte. Espera...

Un auto se acercó a la caseta. La Jefa retrocedió para que el cobrador hiciera su trabajo. Dio la vuelta y comenzó a caminar en la otra dirección. Un acelerón se escuchó y desde la ventanilla un hombre sacaba la mitad de su torso. Empuñaba una pistola directo a la cara del joven cobrador. Sacudiendola y gritando. Apuntó hacia el fondo de la caseta y soltó un tiro.

El sonido hizo que La Jefa volteara en seguida y sacó su pistola. Disparó: falló el primer tiro, impactó el techo del auto; el segundo voló entre los cristales del copiloto y piloto; el tercero impactó en la espalda del conductor. La Jefa tomó su radio, solicitó apoyo y una ambulancia. Corrió hasta el vehículo y vio en el piso la pistola del conductor. El hombre colgaba sobre la ventana del auto. Escurría sangre sobre toda la puerta y algunas manchas sobre la caseta de policía. La Jefa se acercó al cobrador y le preguntó si estaba bien. El joven estaba sentado en la silla de siempre, con el mismo gesto seco, pálido. Sin hablar, sin responder, sin comunicar nada. Había muerto.

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