jueves, 21 de agosto de 2014

Limbo

Una mañana se despertó sin ella más que su recuerdo, no tenía absolutamente nada. Ella tomó todas sus pertenencias sin decir a dónde iba, las fotografías desaparecieron junto con el collage, las sábanas, los juguetes, calcetines, limpia pipas, todo se llevó o desapareció con ella. Trató de localizarla, pero no obtenía ningún tipo de respuesta. No había rastro de ella por ninguna parte. Donde vivía no hay casa, un solar nada más; las casas de sus amigos están ocupadas por extraños, gente que se negó a abrir la puerta, sólo hablaron por el interfón pidiendo no ser molestados, no repartir propaganda o no tocar el timbre otra vez. No hay nada, se fue con todo, ni siquiera pudo saber con certeza si se fue o nunca existió.

"Cómo sé si estuvo conmigo la última noche, tal vez estaba ausente ya" se preguntó durante varios días.

Al final no pudo aceptar un fantasma, habían detalles tan específicos que sólo podrían tener origen en el mundo físico, la fantasía es una generalidad, no la experiencia.

"!Ella existe¡"

Pensó que en la imaginación uno puede manipular el dolor, hacerlo inmenso o compacto, pero al final es fluctuante a capricho, la realidad es tangible, fortuita, azarosa, en un mundo inventado podría hacerla regresar, ahora no. No importa las vías que intentara para hallar algún indicio, siempre se topaba con un mundo desconocido. Nadie había escuchado de ella, en el trabajo no había registros de aquella persona, pero sí una severa amenaza con llamar a la policía si seguía marcando con tanta insistencia.  Fue a la parada del autobús, revisó en el pliegue de la lámina del asiento si estaban las envolturas de dulce amontonadas, ni un rastro, todo limpio. Esperó durante un día entero con la esperanza de verla pasando sobre la avenida, la única opción para llegar a su trabajo. No había nada, nunca. Sí muchos recuerdos, cabezas que a lo lejos le parecían la de ella, sonreía, pero al acercarse no se encontraba con aquel rostro que buscaba.

Pasaron los días sin que dejara de darle vueltas al asunto, sólo existía tiempo y energía para preguntarse "a dónde fue".  Sin más, su ánimo fue disipándose, comenzó la etapa de resignación. "Hay que doblar la esquina", siempre fue su frase cuando estaban juntos, peleaban o se divertían. Era una cláusula de lo finito, nada va a durar para siempre, ni una pelea, ni hacer el amor... hay que doblar la esquina.  Así fue como lo entendió, todo había terminado, sin últimas palabras, ni hasta luego. Sólo quedaban recuerdos, una red inmensa de asociaciones: la comida con su sonrisa, el clima con sus manos, la voz con la noche, el mar con su piel, el tráfico con sus lágrimas, la música con el humor, el sexo con sus mejillas, los libros con su ojos, el cine, la televisión, la computadora, todo estaba incluido en el mismo sistema. Sin que ella estuviera podía construir su existencia sólo con recordar. Ella se expresaba simultáneamente no importa lo que estuviera haciendo. Convivían una vez más. Cuando salía a tirar la basura giraba la cabeza sólo para ver su rostro asomado por la ventana, como una invitación a lo inevitable, a tirarse sobre el piso para acariciarse el vientre hasta dormir un par de horas más.

Al poco tiempo ya no se sentía solo, por las mañanas la otra silla estaba ocupada, un plato de cereal, un jugo de naranja y dos trozos de jamón. Ambos platicaban de todo durante un buen rato, hasta que el sol se proyectaba directo en la sala, sabían que era hora de salir al trabajo. Ella corría hasta el sillón por su bolso, ajustaba el cordón de las botas, colgaba el abrigo rojo sobre su antebrazo; él sólo se arreglaba el fleco, tomaba las llaves del auto y esperaba sentando mientras el motor tomaba temperatura. La dejaba en la entrada del corporativo, le lanzaba un beso y observaba desde ahí el tiempo que fuera necesario.  Retomaba la ruta a su trabajo, se comunicaba con ella en los descansos, enviaban mensajes de texto, escribían e-mails breves con fotografías de los cubículos, de la comida, de los compañeros.  Cuando llegaba la hora de la comida discutían sobre la conveniencia de la grasa, embutidos o vegetales para saciar el hambre. La jornada terminaba y mantenían la comunicación hasta que el coche estaba fuera del corporativo. Ella subía, se besaban en cada semáforo, cambiaban de velocidad juntos, en un exceso de imprudencia se miraban sin atender el camino hasta que el otro no resistiera. Nunca chocaron, pero cuando llegaban a la casa se decepcionaban de sí mismos, después pensaban en lo siguiente, qué ver o qué escuchar. Dejaban repetir las Jazz Suites de Shostakovich, interpretaban cualquier escena que se les ocurriera. Al poco rato estaban exhaustos, que sólo tenían fuerzas para mirarse. Se tendían en el piso como siempre, le tocaba la nuca hasta los cabellos más delgados de la frente, observaba el color de su piel y revisaba todas las imperfecciones, acercaba su oído para escuchar cada latido del corazón, reconoció el ritmo, estaba durmiendo ya. Un silbido salía de su boca cuando dormía relajada. Levantó su cuerpo y subió las escaleras hasta la habitación. Tendió su cuerpo evitando interrumpir el sueño. Observó una vez más el ritmo de su respiración, tan real, mentolado. Caminó hasta la ventana y miró la calle desierta. Las dos de la madrugada o tres, no sabía. Corrió un poco la ventana, lo suficiente para refrescarse sin molestarla. En el extremo de la calle vio una persona caminando con las manos en los bolsillos del pantalón. Siguió con la mirada todo el trayecto, no podía distinguir el rostro encapuchado. Estaba más cerca, pero con la cabeza gacha. Un pequeño miedo recorrió su cuerpo cuando la persona se acercó a la casa, luego a la puerta. Tocó tres veces secamente. Quedó estremecido, decidió no abrir. Cerró la ventana, corrió la cortina y esperó sentado en la cama. Sacó su celular del bolsillo y marcaría a la policía. Otra vez tocaron la puerta, tres veces. Guardó el celular, caminó en puntillas hasta las escaleras, desde ahí observó cómo se filtraba la luz por debajo de la puerta. Una vez más tocaron la puerta. Caminó hasta la mirilla, cuando asomó el ojo volvieron a tocar justo sobre la mirilla, imposible ver. Con violencia jaló la puerta y grito "quién es chingada madre". Era una mujer, era ella.

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