domingo, 8 de febrero de 2015

Cuando la conocí...

Es un hecho que todo mi gusto musical fue formado a través de su enseñanza indirecta. Toda la escuela del blues estaba detrás de ella. La primer época en que la conocí supe que su carácter oscilaba entre la tristeza y la ansiedad, ello nunca me alejó, estaba realmente atraído. Fuera de esos momentos era una mujer con una felicidad gigantesca. Reía a cada rato. La primer semana que pudimos estar juntos fue un tanto extraño, pero recuerdo todo el ánimo que desde el primer día dedicó a nuestra relación. Yo estaba asustado, indeciso, impulsado por la irreflexión; al contrario, ella se mantuvo razonable ante mi duda. Me decía que si no era el momento para iniciar algo juntos no habría ningún problema. En algún punto se desesperó, porque a la primer semana decidí alejarme de ella sin dar explicaciones salvo evasivas. Años después no puedo explicar qué es lo que quería. Ahora sé que la quería a ella, pero tenía miedo. Ella no, por lo menos no durante las primeras semanas donde fuimos más que novios, amigos.

Entre clases nos sentábamos sobre la banca con las piernas abiertas, frente a frente, y nuestros pechos entregados en la misma dirección. Para esos días yo estaba absolutamente perdido. Algunas tardes antes nos besábamos durante los espacios de tiempo que teníamos. No hablábamos, sólo nos rozábamos con los labios y decíamos la misma frase que habría de durar varios años: Te amo. Después se volvió más difícil controlar la distribución del tiempo, comenzamos a ocuparnos de nuestra relación más de lo planeado. Hicimos de las bancas el espacio para compartir nuestro cuerpo y anécdotas. Ahí le dije que la amaba, le dije que no sabía besar, (a decir verdad era una burda y falsa autoafirmación) cuando en realidad yo nunca había besado a ninguna mujer. Ella me enseñó lo básico del beso. Se acercaba hasta que faltaran pocos milímetros y proyectaba sus labios suavemente, me llenaba de microbesos, después se apartaba y sonreía. Mi cara hormigueaba de placer. Lo único con lo que contestaba era un violento abalanzamiento, apretaba mi cuerpo sobre el de ella, tomaba con mis manos su rostro y escurría mi lengua por toda su boca. Quedaba desconcertada, pero podía ver emoción en ella, reía por mi exagerada forma de besar. Metía mi lengua en todo momento, primero como síntoma de la inexperiencia, después los besos lengua se convirtieron en un sello de pasión y deseo. Aprendí a modular los míos y ella aprendió lo contrario. 

Ocupamos cientos de horas sólo en besos. No recuerdo mucho de lo que hablábamos, pero recuerdo las escenas: nos besábamos en la noche, en zonas obscuras, a plena luz en las mismas calles que recorrimos durante años; nos besamos en los puentes peatonales; la besé entre lágrimas; nos besamos a la orilla de su puerta; frente a sus amigos; en las afueras de un restaurante vegetariano; en el caos inmenso de una avenida transitada; la besé a ella y a un vidrio que se interponía entre nosotros; mientras estaba recostada en una unidad dental la besé; la besé con el aliento a cerveza; la besé después de vomitar; la besé cuando hacíamos el amor; la besé agripada; nos besamos en el trópicos; nos besamos desnudos; nos besamos los pies; besamos el conjunto de cosas que amábamos, los perros, los gatos; la besé después de un concierto; besó mis manos; besé ambos ojos; besó mi pene; besó mi abdomen; besé sus piernas; besé sus fotos...


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