Las noches ya no van a ser iguales porque no se puede recorrer el mismo tiempo, donde todo parecía ligero como las pisadas de los gatos que me rondaban hasta abandonar el sitio. Eran noches profundas y tranquilas. Podía sentirme calmado después de un largo día; la caminata corta, pero apacible. Nunca recuerdo acelerar el paso, nunca escapé en ruinas de tu lugar, y aunque comenzaba a marchar apesadumbrado, en pocos metros me revitalizaba. La frescura de los árboles me alimentaba, me hacía sentirme pleno. Las hojas me dieron consejo más de una vez, ellas caían ligeras para frenar mis pensamientos. Las noches ya nunca serán como antes.
Y ahora que estoy un poco más lejos, de tiempo y lugar, cómo extraño comer con mi madre. A veces solo extraño la comida, a veces el silencio y a veces la compañía. A veces extraño las tres: una comida deliciosa, una plática larga sobre cualquier tema o un enorme silencio que tranquiliza y ayuda a sopesar mejor las ideas. Mi madre nunca fue una gran conversadora, en el sentido de abrir la charla, profundizarla, narrar grandes historias o acompañar la sopa con hazañas imborrables. A veces solo nos mirábamos, y ella tan silenciosa como yo. Solo el sonido de las cucharas chocando la porcelana y el gorgoteo de la jarra sirviendo agua de fruta. Las burbujas del agua hirviendo para el café o el té de manzanilla. Y también el canto de los pajaritos que nos espiaban desde la ventana, como queriendo escuchar lo que decíamos. Pero no decíamos nada. Solo estábamos concentrados en saborear la comida, y tal vez en planear nuestro día. Porque, aunque mi madre no decía mucho, yo sabía que pensa...
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