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Comida de recuerdo

Y ahora que estoy un poco más lejos, de tiempo y lugar, cómo extraño comer con mi madre. A veces solo extraño la comida, a veces el silencio y a veces la compañía. A veces extraño las tres: una comida deliciosa, una plática larga sobre cualquier tema o un enorme silencio que tranquiliza y ayuda a sopesar mejor las ideas.

Mi madre nunca fue una gran conversadora, en el sentido de abrir la charla, profundizarla, narrar grandes historias o acompañar la sopa con hazañas imborrables. A veces solo nos mirábamos, y ella tan silenciosa como yo. Solo el sonido de las cucharas chocando la porcelana y el gorgoteo de la jarra sirviendo agua de fruta. Las burbujas del agua hirviendo para el café o el té de manzanilla. Y también el canto de los pajaritos que nos espiaban desde la ventana, como queriendo escuchar lo que decíamos. Pero no decíamos nada. Solo estábamos concentrados en saborear la comida, y tal vez en planear nuestro día.

Porque, aunque mi madre no decía mucho, yo sabía que pensaba demasiado. Lo notaba en su mirada, en el gesto que hacen las personas absortas en tareas apasionantes o en preocupaciones que nos desbordan. Veía en su expresión palabras claras de angustia, emoción o recuerdo. Después, cuando terminaba de pensar, y sus ojos volvían a este mundo, me contaba lo que pasaba por su cabeza. A veces me hacía preguntas, sobre las cuales ya había meditado mi respuesta. Otras veces eran respuestas a preguntas que todavía no había hecho.

A veces no lograba encontrar el hilo de lo que decía sino hasta el día siguiente, cuando retomaba la charla y la conectaba tan vívidamente con la de ayer. Un día hablaba sobre el primer perro que tuvimos y al siguiente continuaba donde se había quedado, hablando de la cola pinta del perro, su comida favorita y las veces que tuvo que perseguirlo cuando abría la puerta para recibir a una vecina. 

Ahora que lo pienso, las charlas de mi madre estaban ancladas en el pasado. La historia la perseguía permanentemente. Siempre evocaba un recuerdo con una nitidez que asombraba. Podía traer de vuelta los sonidos del pasado apoyándose en algún ruido presente. Me hacía escuchar otra vez la voz de mi padre, comparándola con dos ladrillos frotándose entre sí: esa era su voz en las mañanas frías. Luego me recordaba la mirada de nuestro perro como dos capulines a punto de madurar. Mi hermana y su cabello inmenso, como una espuma espesa. También traía de vuelta a la abuela en sus diferentes edades, ya viejecita como yo la recuerdo con su piel corrugada, pero con un apetito que nunca perdió en ningún desayuno. Y también la abuela estaba en la mesa cuando mi madre me contó cómo era de joven, más enérgica y seria, con un gesto amargo que se fue endulzando mientras la familia crecía con nietos, bisnietos, sobrinos y más primos. Pero que todos y cada uno de ellos los perdió en la memoria en los últimos años antes de morir. Pero aquí estaba de nuevo la abuela, sentada al lado de mi hermana, con el perro debajo de la mesa, con mi padre de pie mirando cómo comíamos tortillas y bebíamos té. 

Mi madre, en cada comida, traía a todos de vuelta con su recuerdo. Los platos se apilaban en el fregadero, se vaciaba el canasto de tortillas y el calor llenaba toda la casa. Y como en toda comida familiar, todos hablaban al mismo tiempo y nadie se escuchaba: dos tíos discutiendo una cosa y un trío de primas discutiendo otra. Mi madre no decía mucho mientras todos platicaban. Dejaba que el ruido familiar alimentara el fuego de esas memorias. Solo se encargaba de servir más salsa, picar más fruta o seguir apilando trastes sucios.

Cuando la energía cambiaba, y los recuerdos comenzaban a debilitarse como todo recuerdo, mi madre rescataba otro detalle: una canción, una comida favorita, una broma o un momento triste. Todos miraban el recuerdo tomar forma y hablaban más en torno a él. Las memorias se multiplicaban y el desayuno continuaba. Pero incluso ese fuego se consumía. Eventualmente, todos se iban.

Mi hermana, con su cabello espumoso, se levantaba de la mesa. Mi padre la seguía, su voz ahora más aliviada, más fresca. La abuela se quedaba con su taza de té. cuando la terminaba, le sonreía a mi madre y también se iba. Así se marchaban los primos, los tíos, sus hermanos y tantos otros.

Mi madre se quedaba ahí, sentada, sola, con varias decenas de platos, cucharas y tenedores. La tetera vacía, el tortillero frío. Barría debajo de la mesa, donde el perro ya había atrapado cualquier migaja. Lavaba y secaba perfectamente cada uno de los trastes. Bebía un poco de agua. No decía nada.

Recogía las sobras y las acomodaba en platos más pequeños. Las cubría con una servilleta o las sellaba dentro de recipientes. Ordenaba todo con precisión. Trapeaba el piso, limpiaba la estufa, acomodaba los chiles secos y las especias. Formaba una a una las ollas y las metía a la alacena. Todo con la misma calma.

Se sentaba, descansaba y a ratos se dormía un poco. Al despertar, encontraba algo nuevo qué hacer en la cocina. Día tras día, desayuno tras desayuno. comida y cena. Siempre en la cocina. En ocasiones yo le ofrecía mi ayuda: a picar un poco de cebolla, a lavar chiles, a vigilar el pollo en la estufa. Pero siempre me decía que no. Que prefería seguir sola. Nunca me dejaba ayudar.

Ella permanecía atada a esa cocina, y cada vez que la visitaba siempre estaba ahí. Me preocupaba que no saliera . Le preguntaba qué quería, por qué no me dejaba ayudarla.

Con desesperación, tuve que preguntarle:
—¿Por qué no me dejas hacer nada?¿Estás molesta conmigo? Vengo todos los días a comer contigo, vengo con todos,con los primos y los tíos. Vengo cuando no viene nadie, cuando estás sola, enferma, triste, feliz o enojada. Siempre vengo. A veces pienso que ya no debería venir. Quieres más a esta cocina que a tu propia vida. Me preocupa, vives en la cocina. Ya no quiero verte aquí, dejaré de venir. Es desesperante. La paso muy bien contigo y con todos. Pero te estás haciendo daño. Si no quieres mi ayuda, está bien. No volveré.



Mi madre sin quitar la mirada de la sal y la pimienta tiró una pequeña lágrima y me dijo:

—No te puedes ir. No puedes. Quisiera que te fueras, pero no te puedo olvidar.



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