La vida es difícil, muy difícil. Caemos sobre duro cuando quisiéramos caer en blando. No se elige la cuna, mucho menos la mortaja. Todo sería más fácil si supiéramos a dónde vamos a vivir, cómo, con quién y durante cuánto. También se viviría fácil si supiéramos el modo, tiempo y lugar de nuestra muerte. Los más obtusos vivirían con miedo, los más dotados se lanzarían a tomar cada fruto de la desdicha y de la gloria como algo pasajero y disfrutable, porque sabrían que todo va a terminar tarde que temprano, pero no es así. La vida y la muerte son impredecibles.
Por fin salía del hospital después de largos meses sobre la porquería de colchón. Había abandonado la cama quince con la misma ayuda con la que llegó: su hija como muleta que le ayudaba a incorporarse, ya no sobre las dos piernas, sino sobre una, la que pudo salvar el doctor. Salió con menos fuerzas que cada mes
el hospital le iba arrebatando; salió con la espalda destrozada por las llagas de la espalda que le causó el coma que parecía no querer abandonar.
Cuando por fin se animó a abrir los ojos, su voluntad para vivir se había difuminado como la premonición incumplida, donde ella no viviría un instante más, donde se imaginó muerta, recostada sobre la fosa del cementerio a lado de su esposo.
Gritó -Me muero-. Segundos después de la sensación de su cabeza inflándose como un globo de cantoya.
Lavaba el piso. Su hija corrió desde la cocina y se arrodilló a su costado; tomó la cabeza gris de su madre entre las manos.
-Mamita no te mueras, mamita, por favor-. Gritó, mientra su madre no moría. Todavía logró llegar al hospital consciente en la ambulancia. Atenta a todos los detalles hasta que llegó la tarde.
Su azúcar se elevó por encima de cualquier nivel tolerable para su viejo y huesudo cuerpo. Frente a la histeria de su hija y desesperación de los médicos no paraba de repetir:
-Voy a morir, voy a morir-.
No murió, cayó en coma.
Bajo el escrutinio médico, una vez en la camilla, moribunda, los doctores daban cuenta de una uña del dedo pulgar del pie, enterrada, no atendida nunca por negligencia de la paciente, insistiendo en abrirse paso entre las comisuras del pie. Un pulgar negro, que desprendía un olor fétido y de muerte. Esa misma noche cortaron hasta donde la prudencia médica señalaba, de modo que doña Sara pudiera caminar sin perder el equilibrio. Sin embargo, ese misma semana se supo que el corte no detendría la podredumbre, su sangre seguía resistiendo a formar los coágulos necesarios.
Doña Sara había perdido mucha sangre, pero nunca la compañía de su única hija. Ella cedió toda la sangre necesaria, a pesar de la recomendación de los doctores, quienes la veían delgada y endeble. Laura terca se sometió a la transfusión y se recuperó junto a su madre que seguía perdida en ese gran sueño.
Al hospital llegaron familiares y amigos. Le lloraban en la cama los más cercanos, le oreaban con un movimiento discreto el hedor de la pierna los más indiferentes. Preguntaban cuándo se recuperaría, por qué está dormida, si los podría escuchar, si podría recordar, si la putrefacción se extendería. Todas las preguntas se respondían con evasivas, medias afirmaciones y medias negaciones. Laurita lloraba todas las noches por la desdicha, pero nunca cerca de su madre. Caminaba hasta la sala de espera y se descocía en maldiciones y súplicas. Dos meses de lamentos, de mensajes celestes.
-No te la lleves, por favor, diosito. No te la lleves. Déjame vivir un poquito más con ella, pero no te la lleves. Te prometo que seré una buena hija, te prometo que la llevaré con la virgencita. Te prometo que todas las noches te lo agradeceré, pero no te la lleves-.
Un día doña Sara despertó. Abrió los ojos con natural respuesta a un rayo de sol que entraba por la ventana. Levantó su brazo y tocó el rostro húmedo de lágrimas que tenía Laura.
-No me morí-. Dijo Sara confundida.
-Claro que no, mamá. Es un milagro. Se lo pedí a dios y aquí estás. Te quiero mamita-.
-Estaba seguro que había muerto. Fue como un gran sueño. Vi a tu padre. Te vi casada, te vi con hijos. Todo estaba muy tranquilo-.
-Pues no mamá. Aquí estamos-.
Las semanas siguientes para Sara fueron duras. Durante su sueño había observado una vida ajena. Un mundo luminoso, pero donde ella ya no estaba. Ahora, su habitación le parecía triste, aburrida: llena de medicamentos, de papelería sobre cómo sobrellevar la diabetes, de fotografías de su esposo recién muerto, de recibos que pagar, de una pensión qué cobrar, de cartas de amor juveniles, de papeles del testamento que firmar. Una vida que ya no quería vivir, ni tampoco compartir. Vio a su Laura sin esposo, sin hijos, vieja y sola.
Sara dejó de comer pese a la reprimenda de Laura. Sara dejó de asearse, Sara apestaba para que nadie permaneciera en la casa. Sara no hablaba, sólo gemía. Sara tenía que ser obligada a terminar su insulina. Sara no moría, se alejaba de aquel sueño de tranquilidad y permanecía oprimida en las manos de su hija. Luchaba para no olvidar los días que pasó en el hospital: Laura enamorada, gran ama de casa, con tiempo para trabajar, un hombre respetuoso, elegante y dadivoso. Sara se amargaba esperando que algo pasara, que un golpe de suerte la fulminara.
Laura no aguantó y menos empeñó dedico. Le gritaba a su madre que esto no podría seguir así, que si ella quería morir sola, fácil lo podría cumplir. Laura abandonó la casa y doña Sara no se inmutó. Un par de años pasaron hasta que Laura regresó.
Sara aprendió a estar sin su hija. El golpe de soledad la puso en su lugar. Comenzó a caminar por un vaso de agua, luego por dos. Luego por un poco de pan, luego para cagar. Levantó la ropa del suelo para transitar mejor. Limpió y desinfectó todo en la habitación. Sara empezó a vivir otra vez, con sus reglas con su forma de ser. Dejó de pensar en la vieja visión, en la vida que vivió mientras moría en el hospital. Hizo de la casa otra vez un buen lugar.
Entendió la molestia de su hija, no se preocupó por ella, ni quiso molestarla. Sabía que una mujer como Laura se abriría camino fácil en la vida. Doña Sara comenzó a vivir sola como nunca lo había hecho. Saboreó la dulzura de la libertad absoluta, de la responsabilidad que no es compartida. Las ventajas de eludir la habladuría ajena; el sabor exquisito de evadir la rendición de cuentas. La casa de doña Sara se convirtió en un espacio de vendimia, de intercambio de ropa como mercancía, un lugar de autosuficiencia. No había pena, pudor, obligación o remordimiento por cualquier asunto que deseara abordar. Doña Sara vivía de vuelta.
Llegaba a los setenta y por fin vivía feliz. Visitas a su casa llegaron con regalos: vecinos y nuevos amigos, principalmente. Los familiares se habían alejado, sólo dejaban mensajes en la contestadora o enviaban postales. Doña Sara vivía plena. Organizó una pequeña fiesta en su honor. Compró pastel, a pesar de la dieta rigurosa que ahora llevaba. Compró vino e hizo agua de jamaica. La mesa llena de viejos y viejas. Rieron, hablaron y hablaron.
Laura tocó a la puerta. Su madre abrió y sonrió y olvidó la pelea. Laura levantó con la mano derecha un regalo y con la izquierda la bolsa del mandado. Traía chicharrón para su madre, un taco que no podría negarse. Madre e hija se abrazaron y el chicharrón extendieron para todos los invitados.
Doña Sara, con una pierna falsa, muchos amigos y su hija, se puso a llorar. Todos las miraron sorprendidos, excepto Laura quien la abrazó como a un niño.
-Tranquila mamita, te amo-.
Doña Sara regresó el abrazo y entró con todo al chicharrón y al vino. Doña Sara no pudo tragar, a pesar de bien haber masticado. El chicharrón no resbalaba por su viejo cogote. Nadie sabía qué pasaba, todo era alarma. Laura gritaba muy alarmada. Doña Sara se desvanecía y por fin moría.
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