—¡Apúrale, niña! ¡Vamos tarde!—
—¡No quiero, no quiero!—
Algunas mañanas habían bofetadas ante la negativa de Sofía, otras veces había jalones de pelo y, otras más, muchos gritos e insultos. De lunes a viernes la batalla matutina de Carmela por llevar a su hija a la escuela era una rutina inevitable. Ella solía decirse que pondría toda su energía para que Sofía estudiara y llegara hasta la prepa. Ese era la meta que fijaba en su cabeza antes de irse a trabajar al mercado a vender nopales, hierbas y fruta de temporada.
La pelea también se extendía los fines de semana, pero con menor intensidad. Esos días Sofía tenía la misma pesadumbre para levantarse, pero pronto la dejaba a un lado cuando recordaba que si se portaba bien y le ayudaba a vender a su mamá le comprarían un tamal, un taco de chorizo o algo igual de rico.
En ocasiones, la pelea se reanudaba de regreso a la casa. Carmela no vendía lo suficiente y Sofía se quedaba el antojo. La madre iba todo el camino gruñendo por las malas ventas y descargaba su furia contra Sofía. La niña cual espejo, reflejaba la frustración de su madre con más berrinche y llanto.
La ventas solían interrumpirse por las lluvias o la extorsión de los policías que sin más pedían el doble de dinero para permitirles vender. Pero cada vez más frecuente durante el último año tenían que abandonar el mercado más temprano, porque la gente del pueblo simplemente no salía a comprar nada. No había dinero. Primero compraban menos fruta, que es lo más caro, hasta luego sólo llevarse un producto y después ninguno. A veces pedían fiado los clientes, a veces cambiaban algunos huevos por un kilo de tortillas o nopal.
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Sofía llegó al tercer año muy feliz, al menos los primeros meses. Una de las cosas que más disfrutaba era ver a sus amigas en la escuela. Ahí podían jugar a otras cosas, había algunas pelotas, ligas para saltar, un bote de gises de colores, un piso más regular y sin tanta empinación.
Cuando comenzaron las clases Sofía conoció a una nueva maestra. Por primera vez no se sentía tan asustada como los dos años anteriores. Esta maestra era mucho más paciente con ella y en general con todos sus compañeros. Le contaba a su mamá que lo mejor era que el borrador se mantenía toda la clase pegado al pizarrón y sólo lo despegaba la maestra para borrar y poder anotar la tarea. El metro estaba guardado en el estante y no le pegaba a ningún niño con él.
—Pues qué bueno, pero falta le va a hacer falta a la maestra. Son como animales ustedes.— Le respondía amargamente Carmela a su hija.
Y como si fueran revelaciones del futuro, las palabras de Carmela se cumplieron. Sofía comenzó a ver a su maestra cada vez más irritada con ella con el paso del tiempo. Primero se paraba a su lado y con el dedo índice le iba indicando qué partes leer; después le pedía que volteara la cabeza hacia ella y le respondiera preguntas sobre el párrafo que recién había leído. Sofía no podía dirigirle la mirada, agachaba la cabeza y quedaba silenciada por la vergüenza.
La maestra, en un intento más de contener su desesperación, le pedía que releyera en casa y mañana regresara con más ganas.
Una y otra clase comenzó a ser más difícil para Sofía. Sus compañeros pasaban a la siguiente lección y ella estaba más perdida sin saber por qué. La maestra ya no se acercaba, únicamente desde lejos la señalaba como ejemplo para los demás:
—Si no se ponen a practicar en la casa, van a terminar como Sofía. Es muy seguro que repruebe el año. No entiende lo que lee, no entiende los números, no entiende nada.—
Sofía sin levantar la mirada se guardaba cada una de las palabras y las llevaba hasta su casa durante todo el día y la noche.
Un día su madre le preguntó cómo le había ido en la escuela y Sofía decía que bien. No pudo ocultarlo más y le confesó a su madre lo difícil que era para ella ir a la escuela.
—Ya no me gusta mamá. Ya no quiero regresar. No me entiendo.
—¡Cómo! Sí vas a ir, hasta que yo diga lo contrario. ¿Por qué chingados no vas a ir?
—No entiendo. No le entiendo a la maestra. Me da sueño.
—¡Qué la chingada! Vas a ir. Eres una niña apenas, tú no decides eso.
—¡Mamita, ya no quiero ir!
—Que sí, chingada escuincla. Te vas a dormir y mañana te levantas y directo a la escuela.
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Después de asegurarse que Sofía estaba despierta, Carmela continuaba preparando las cosas de la venta. Apagó la parrila de los nopales recién hervidos y los vació en una coladera para escurrirles la baba; los mezcló con cilantro y terminó de picar sobre ellos algunas cebolla. Acomodó todo en huacales y lo montó sobre un carrito. Se aseguró que nada faltara y que el freno del carrito, hecho con una trozo de llanta, estuviera bien sujeto a una cadena de metal. No se permitiría ese error de nuevo; no dejaría que el carrito se fuera por toda la calle hasta abajo. La vez que sucedió por suerte no había nadie al final del camino, pero toda la mercancía quedó tirada en el piso. Desde ese día no pudieron recuperar el ritmo del negocio, el dinero tardaba más en acumularse y apenas juntaron lo necesario para reparar el carrito y regularizar un poco las ventas.
Carmela tenía que ir y venir cargando las cosas sobre la espalda, mucha menos mercancia y mucho menos dinero de regreso a la casa. Lloraba y se enojaba consigo por dejar que el carrito se fuera por la bajada. No volvería a pasar, no se rompería el freno otra vez. Se culpaba todo el tiempo sobre esa distracción. Le amargaba el día la idea de tener que recorrer esa bajada para llegar al pueblo. Lloraba porque pensaba que había "jodido" su negocio, que la comida no se debía tirar, que no se debía ser tan distraída en el trabajo. Se quedaba sin ganas de seguir viviendo cuando veía que apenas si tenían para comer. Eran tantos los pensamientos malos, pero ella seguía.
Sofía sabía que no podía distraer a su madre mientras preparaba las cosas de la venta. Sin alegar, se cambió, lavó su cara y metió sus cosas a la mochila. Como se había hecho común, no había comida en la mesa para desayunar como antes. Caminó a la mesita que estaba junto a la parrilla y sacó la jarra que estaba debajo. Se sirvió un vaso de "leche". Así le decía su mamá.
—Leche es lo único que hay, mami. Tómatela, para que no vayas con el estómago vacío.— Es lo que Carmela le decía a su Sofía todos los días en los que no había qué desayunar.
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Cuando Sofía llegó al salón estaba acalorada por la caminata y con la cara roja como las granadas que llegó a vender su mamá algunas temporadas. Se sentó en su lugar y ahí esperó a que los demás niños fueran llegando poco a poco. Ella siempre era la primera, pues salía con Carmela desde temprano para que ganara un buen lugar en el mercado, sino tendría que vender hasta el fondo, junto a los tiraderos.
Sus compañeros llegaron de uno en uno, o de dos en dos, o más. Ella siempre elegía el lugar de hasta atrás, el de la esquina para tener sólo un compañero delante y otro, aunque muy pocas veces, a su izquierda. De ese modo nadie tenía que verle la cara roja, el sudor y tampoco le podían ver los ojos cuando le daban vueltas al seguir las lecturas en voz alta, a coro, de todo el grupo.
Esa mañana, para Sofía los números y las letras se habían hecho muy difíciles de leer, pensaba que era porque seguía todavía llena de chiguiñas o amodorrada. Todo era borroso, se encimaban las vocales con las consonantes. También se duplicaban las palabras y bailaban de atrás hacia adelante y saltaban de un párrafo a otro.
Levantó la mano y murmuró que si podía ir al baño, todo en una voz muy bajita para que nadie le prestara atención. Caminó entre todas las bancas y corrió al baño. Fue tropezando en los desniveles, pero por fin se refrescó en la pileta. Enjuagó su rostro y resopló aire caliente por la boca.
Regresó a su lugar, intentó una vez más leer, pero sin resultados. Su cabeza le daba vueltas y las palabras no se enganchaban unas con otras, sólo las veía y reconocía, pero no sabía qué decían en conjunto. Repetía las palabras en la lectura grupal por inercia. Anotaba en automático, pero no tenía idea de lo que sucedía. Perdió la paciencia, pero también la motivación. Se imaginaba una y otra vez las palabras que diría la maestra si la ponía a leer: que reprobaría el año.
Prefirió no hacer ruido para evitar que la maestra se acercara. No quería sentir la mirada de todos los niños sobre ella. Mucho menos quería que le recordaran que reprobaría el año. Se hizo más pequeñita en su lugar y se aguantó cualquier emoción.
Se quedó mirando fijamente un punto del salón. Se tranquilizó, respiró más lento y la energía se le fue. Todo se hizo negro.
De pronto, un estruendo la despertó, era todo el grupo girando y riéndose de ella. Luego vino el regaño de la maestra.
—Si vas a venirte a dormir mejor no vengas. ¡Chamaca burra! —
Sofía no sabía qué pasó, no supo en qué momento se durmió, se le olvidó que estaba en clase. Tenía vergüenza.
Tomó sus cosas, las metió a la mochila, corrió y burló a la maestra que quiso tomarla por el hombro.
Se escabulló sólo algunos metros, porque luego el vértigo se adueñó de ella y cayó sobre el patio central de la escuela.
Sofía, en el piso dijo:
— No quiero estudiar. —
La maestra se acercó a ella, se puso de rodillas y le dijo:
—Pues no, porque estás bien borracha.—
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