miércoles, 25 de noviembre de 2020

Una carta para mi

 En cinco días cumplo 31 años. 


¡Qué chingados!


Me imagino que decirlo es muy ridículo a mi edad, pero también creo que es lo que dicen todos los humanos que ingresan a la siguiente década de su vida: cómo vuela el tiempo. 

Dejar detrás diez años más es una huella implacable del tiempo. El inicio y fin de un ciclo. Un ciclo que no sabemos dónde terminará, pero que está andando y va a sumar buenas y malas experiencias. 

En mi caso creo que han sido más las buenas experiencias que los desazones. Suelo decirle a mi novia que me siento muy orgulloso porque he tenido una vida sumamente feliz. Muy plena y satisfactoria en todos los sentidos. Fui un niño feliz, un adolescente arrogante y orgulloso, un joven curioso y siempre feliz; pero también, por lo que llegaron a gritarme o decirme con la mirada otras personas, fui: egoísta, distraído, cínico, mustio, serio, desesperante, indolente, culero y otras más.

Todo eso aún lo conservo en mi memoria. Es una bolsa de buenos y malos recuerdos, pero que los valoro porque construyen la forma en la que pienso hoy y percibo el mundo. ¿Cómo sería yo si no me hubiera obsesionado con la electrónica a los 14 años y que tampoco hubiera aprendido a besar hasta los 17? Tal vez estar encerrado en mi habitación soldando circuitos y desarmando aparatos me impidió dar un primer beso antes, pero me ayudó a construir una computadora desde cero. 

¿O cómo hubiera sido mi vida sin la gastritis y el tedio que me provocan las tareas escolares, y en general el sistema escolarizado? Posiblemente hubiera sufrido de dolores de gastritis fuera de un aula y hubiera perdido la mirada franca y preocupada de un compañero que me dice: ¿Estás bien?

La escuela me llenó de amigos. Pocos amigos, pero muy valiosos. - Yo aún me pregunto por qué tenía relaciones tan intensas con sólo una persona-. Me hubiera gustado ser de esas personas que tienen un círculo más amplio, que caminan de un extremo, de un salón, u oficina, al otro para saludar e intercambiar palabras. Que tienen grandes fiestas y amigos para hacer todo tipo de excursiones o actividades. Pero el tener pocos amigos también fue producto de otra serie de hechos aparentemente aíslados y que hoy cobran más sentido: sólo tenía un amigo en la primaria porque, seguramente, era el único con el que podía aprender por aprender. Sí jugábamos en el recreo y todo eso, pero leer los libros, escribir un resumen o competir en los exámenes de matemáticas era mucho más estimulante en pareja. Los demás niños no se entusiasmaban mucho con eso. 

Luego en la secundaria otro amigo más. Algo que hoy llamaríamos un "bromance". Dos adolescentes con una comunicación demasiado estrecha. Desde la 1 de la tarde hasta las 12 de la noche cuchicheando, gritando, riendo y confesándonos cosas por teléfono. Sin ese amigo es probable que hoy me fuera más difícil tomarme las cosas a la ligera. Porque con él todo era risa, desmadre, incluso la humillación era poco importante como para tomarla en serio. Suena extraño decirlo y cruel, pero en retrospectiva fue algo bueno. Ese amigo fue el empujón que uno necesita para sacar valor. De hecho fue un empujón leve, pero que me tomó por sorpresa:

Yo tenía un amor secreto desde segundo de secundaria. Una niña rubia, muy flaquita y mucho más inteligente que yo, pues mes tras mes estaba en el cuadro de honor. Siempre la miraba a lo lejos para no hacerme notar y poder disfrutar más de ella sin atemorizarla, asquearla o que se cambiara de turno (eso pensaba yo). La veía cuando llegaba a la escuela, cuando nos formábamos, entre cambios de clases, en el descanso y cuando iban sus papás por ella. También la veía cuando me quedaba sentado en mi cama con cara de idiota. La veía en el microbús, pero nunca estaba ahí. 

Y así era bella para mi, en la imaginación. Hasta que mi amigo un día me dijo "ven". Caminé con él sin sospechas y directo al cadalso. Él dio un paso detrás de mi y me empujó hacia ese vértigo que no olvidaré. La chava frente a mi, completamente erguida, más alta que yo y con una postura que sólo me hizo sentir más chaparro, encorvado y despeinado (porque en ese entonces yo destacaba entre todos los demás por los litros de gel que usaba, que no dejaban pararse a ningún cabello). Feo.

No dije nada, creo que sólo un hola. Un hola ridículo en comparación al suyo: amable y seguro. Pasaron segundos y no salió otra palabra de mi. No recuerdo su expresión porque no pude mirarla ni a los ojos. Ella tampoco dijo nada y, al ser más consciente de la situación, se dio la vuelta y caminó fuera del centro del patio.  Por supuesto, la humillación habría sido más digerible en un lugar menos expuesto, no el patio a la hora del recreo, frente a toda la escuela y yo entre mi grupo de amigos, riendo a mis espaldas, y el de ella también soltando risitas. Me quedé ahí parado un minuto esperando hacer algo con mis emociones. Quería llorar, también quería golpear a mi amigo. Pero luego ahí descubrí el valor de enfrentar las cosas. Me tragué mi humillación y reí cuando volví con mis amigos. Las próximas veces que vi a mi novia imaginaria ya le podía sonreír un poquito más. 

No morí de humillación en la secundaria, pero tampoco mejoraron mis habilidades para ligar. 

Luego vino la preparatoria y continuaron brotando situaciones variadas que hicieron mutar aún más mi personalidad.  Las ganas de aprender crecieron de forma exponencial. No sólo me ocupé más en museos, escuchando música o incluso comenzando a escribir; surgió una urgencia por conocer todas las formas de emborracharme; me empeciné en fumar marihuana y de salir a fiestas para regresar hasta el otro día a mi casa. 

En esa época descubrí uno de los campos que hoy alimenta mi forma de ver el mundo. La ciencia se mostró como una fuente inagotable de certezas, dudas, imaginación y sorpresa. Afortunadamente tuve a Pancho, un amigo con el que compartí ese gusto de manera profunda. No sólo era entretenido hablar con él durante horas sobre psicología, historia, biología, física o filosofía, también nos divertimos con la escritura. Sí, con Pancho me di cuenta el placer que me causa escribir. 

Nos pasábamos horas en la computadora creando historias de personajes extravagantes y extraños. En retrospectiva, yo no sé por qué no creamos un podcast o cualquier cosa que ahora podría generar dinero. Recuerdo que escribíamos cartas de un hombre que le llamamos El Chico del Cairo. No sé qué sucedía con él, ni por qué lo llamamos así, pero todo el texto contenía situaciones inverosímiles, referencias religiosas, herejías, uso de conceptos que ni siquiera entedíamos a bien, pero que nos parecían chistosos. Supongo que no era gracioso, pero escribirlo sí lo era. 

Y creo que Pancho tenía ese efecto en mi. Las cosas son graciosas y así debemos tratarlas. Si en la secundaria abrí mi mente al disfrute de la vergüenza, en la preparatoria saboreé el cinismo. Uno puede decir lo que piensa y expresar lo que cree sin necesidad de pensar mucho en las consecuencias. 

Y, como en casi todas las etapas con mejores amigos, Pancho me dio la bienvenida a otros círculos de personas. Él me conectó con decenas más de personas. Yo introvertido y él como un guía que me llevaba por el pasillo de las relaciones sociales: mira te presento a tal; él es un amigo de tal y tal; ella se llama tal y la conocí en tal. Yo sólo decía hola. 

Hasta la fecha no es mi mejor habilidad la de hablarle a las personas. Ahora lo hago más que hace tres décadas, pero continúo disfrutando del silencio, la introspección y los momentos a solas. De hecho, ha sido una constante a lo largo de estos treinta años. 

Por ejemplo: de niño recuerdo muy bien que quería brincar en la cama elástica siempre a solas; me causaba ansiedad que los otros niños generaran estática y descargaran esa energía sobre mí. En la hora del desayuno, EN EL KINDER (no lo puedo creer), me gustaba estar a solas, disfrutar de mi melón y nada más (aunque, le debo mi vida a otro compañerito que en una ocasión me dio un golpe en la espalda para que arrojara la fruta con la que me estaba atragantando. Entonces, la soledad no es tan mala después de todo). 

En la prepa, aunque ya había desarrollado más habilidades sociales, impulsadas principalmente por el alcohol, la soledad seguía siendo mi hábitat. Comencé a ejercitarme un poco y pasé muchísimas horas aprendiendo sobre computadoras en mi cuarto. Me adrenté al mundo del software libre, empecé a tocar el piano y me obsesioné con este bello instrumento para siempre. Siempre elegí el aprendizaje en solitario que en grupo. Mis papás me decían que fuera a clases de tal o cual, pero siempre decía que podía aprenderlo por mi cuenta. Y sí, lo hacía a medias y deficientemente, por falta de método y guía, pero aprendí mucho sobre muchas cosas. 

Y a la fecha lo sostengo, cualquiera puede aprender a hacer lo que sea si así se lo propone. Hoy en día agradezco mucho haber desarrollado esa perspectiva sobre el aprendizaje, porque nada me puede detener cuando me propongo comprender algo. Obvio hay cosas complicadas y que he dejado en el olvido: temas de matemáticas, piezas para piano, destrezas físicas o deportivas, hábitos de lectura y escritura, libros, cuentos y novelas que intenté escribir, etc, etc...

Siempre he abandonado cosas a lo largo de estos treinta años. He dejado buenos hábitos y he adoptado otros no tan buenos. He dejado amistades y me he incomunicado de otras épocas de mi vida. ¿Está mal? No lo sé, supongo que impactará en mi vida de una manera que no puedo imaginarme ahora. Pero en general trato de conectar todas las enseñanzas de forma continúa. Lo que aprendí en las aulas, trato de aplicarlo en mi trabajo, lo que aprendí en oficinas lo quiero llevar a mi negocio. Lo que aprendí en otras relaciones amorosas y de amistad también lo aplico en mi vida diaria. 

Es bueno llevar a la práctica la experiencia, porque cuando la cagas, al menos te sientes menos mal pues hiciste todo lo que pudiste. Es como este texto, se supone que era para mi cumpleaños, y ya es noviembre. No cumplí con el objetivo, pero una vez que termine, ya no quedará esa sensación de fracaso. 

¿Qué más puedo decir en esta divagación? 

Que espero que los próximos nueve años sean buenos conmigo. Y si son malos, que sean lo suficientemente malos para aprender mucho. Tal vez, ya para los 40 esté en una etapa superior de mi vida. ¿Qué es lo que quisiera? Seguir siendo feliz, o tal vez, menos feliz, pero con la sabiduría para distinguir entre lo malo y lo bueno con mayor certeza. Así cuando sea momento de ser feliz, lo seré al triple. Y cuando algo malo suceda, sabré que es pasajero. 

También en esta década me gustaría retomar lo viejo para verlo con ojos nuevos. Espero, y sería un buen propósito, reconstruir lazos con viejas amistades. También espero seguir con mis grandes hobbies: el ejercicio, la música y la escritura. Espero ya publicar un libro con todas las cosas que por aquí he escrito (creo que podría rescatar 1 historia de cada diez). Me gustaría también ser más relajado, como más indiferente sobre las cosas, no como un nihilista, sino como un esteta o alguien que ve para aprender y disfrutar, no para querer cambiar, imponer o juzgar. 

Quedan bastantes años para leer esta carta de nuevo y verificar si cumplí. Y en caso de que no la lea, porque llegue a cerrar blogger o porque muero o desaparece el internet, trataré de recordar un poco el contenido de esta carta. 

P.D. Estamos viviendo un año bien cabrón como humanidad. Afortunadamente vivo en una situación cómoda y privilegiada, pero la vida no es siempre así. Si cuando llegue a la siguiente década, me veo apretado en una situación como la que hoy viven millones de personas, piensa en cómo todos las personas de hoy están aguantando y trabajando para cambiar su porvenir. Están siendo fuertes, pacientes y solidarios (otros no tanto) para recibir el futuro de mejor cara. 

También, César, no olvides ayudar a mucha gente. En lo que puedas comparte y se generoso. También sigue diciendo no y elige lo que a ti te conviene. Pero dar también es una póliza para recibir en el futuro. 

César Palma. 



 



 






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