No importa mucho quién me lo dijo, pero hasta antes de sus palabras nunca me había fijado en mi rostro.
—Mira qué cara traes, te ves todo demacrado, te ves triste.
Primero pensé que era una interpretación exagerada, yo me sentía bien. No creí que mi cara tuviera algo de triste hasta que la frase llegó de nuevo mientras me bañaba.
Como siempre me quité la ropa y me asomé al espejo, examiné mis encías, giré un poco la cabeza y vi mi perfil, metí mis dedos entre el cuero cabelludo, me acerqué hasta ver los poros de mi piel y tocaba alguno de mis granos esperando que madurara. Pero esa esta vez escuché el "Mira qué cara traes, te ves todo demacrado, te ves triste". Vi la frase sobrevolando mi rostro, como si fuese un anuncio publicitario. En verdad mi cara lucía triste. Nunca la había visto de esa manera. Fue como asomarme más al fondo, muy por debajo del acné, las cicatrices, el sudor, la grasa y el polvo. Las letras pasaban por mis ojos lentamente y se curvaban cuando llegaban a los pómulos, giraban en torno a mi cabeza. La cabeza no me daba vueltas, sino la frase, la tristeza.
Las pequeñas letras iban destellando sobre mis ojos y así podía ver que mis párpados estaban más abajo de su lugar, casi entrecerrados, como venciéndose por el sueño y opacando mi mirada. Mis ojos no me parecieron nada penetrantes en el reflejo, más bien desolados, como yermos y cenizos. No me salían lágrimas, porque había constancia de que se habían acabado siglos atrás. Tenía una mirada árida. No sentí miedo, no sentí ira, no sentí sorpresa. Estaba revelándose ante mi una tristeza que nunca se había asomado para mi.
Y con los ojos se iban revelando asuntos pasados en mi piel: fracasos y condenas. Mi piel me iba contando todos los episodios de egoísmo y desdicha. Una piel erosionada por la indiferencia, de cuando daba la espalda a quienes me querían y cuando me sometía a falsas esperanzas. Pasaron frente a mi, otra vez en forma de letras, los nombres de aquellas personas a las que les fallé, a las que humillé. (No recuerdo haber arremetido contra esas personas, pero mi piel me lo mostraba tan nítido, en colores y texturas; una mancha de cuando mentí, una cicatriz de silencio y una protuberancia por los exabruptos.
Mi rostro estaba mostrando esa tristeza que nunca supe que guardé. Mi infancia, adolescencia y juventud se arremolinaban en pocos centímetros. No me parecía un rostro horrendo, no me quité del espejo, podía mirarlo durante horas, mi vida se presentaba en retrospectiva completa. Aquellos detalles que había olvidado estaban ahí presentes. No sólo cuando yo hice daño, también cuando recibí un par de golpes. Estaba ahí la vergüenza y el temor. Todas esas emociones mezclándose en un gran caldo de tristeza.
A pesar de todo eso, me sentía más energético que en cualquier otra ocasión. Recuperaba todo aquello que nunca pude sostener y enfrentarlo. Mi historia se precipitaba en el espejo del baño. Me golpeaba como sólo el pasado puede hacerlo.
Y así como la frase "Mira qué cara traes, te ves todo demacrado, te ves triste" me metió en este laberinto, una frase me regresó a mi lugar, una frase lapidaria durante toda mi vida:
—No llores, no soporto cuando lloras.
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