martes, 4 de noviembre de 2014

Se le fue de las manos

Empezó puntual el recital, a las ocho de la noche todo el público estaba rodeando la tarima donde se presentaría "el fabuloso". Antes de la hora en punto todos se habían arremolinado; el frío de afuera era insoportable esa noche, los cristales crepitaban conforme la masa de aire frío arropaba el auditorio. Al interior todos quedaron compactados, relajados por la temperatura un poco más tolerable. Se quedaron callados, nadie leía el programa, no importaba lo que fuera a tocar el maestro. Cada una de sus presentaciones había sido excepcional, su genio le había permitido tocar cualquier repertorio durante toda su carrera. En las críticas especializadas se hablaba de su técnica refinada, pero por encima de todo subrayaban su conexión con cada compositor, una sensibilidad "sobrehumana" que constituía un entendimiento "absoluto" de la época, del compositor, del público, de la música en sí misma. Críticas y exabruptos justificados o exagerados. De cualquier manera nadie dudaba de su calidad como pianista. Esa noche de frío mucho menos.

La calefacción no encendía, el concierto se retrasó un poco hasta que los conserjes lograron retener la perilla de la temperatura, con cinta evitaron que se girara hacia la zona fría. El maestro, al tanto de la situación, pidió que tuvieran sumo cuidado: si la madera se enfrentara a un juego tan brusco de temperatura, el concierto, y la resonancia del piano, podría arruinarse, les confesó personalmente a los conserjes. Nadie le quitó esa noche el ojo a la perilla, lamentablemente lo oídos estaban más allá de su control. 

Cuando el maestro salió todos lo recibieron de pie. Con el beneplácito del público tomó el banquillo, exhaló un segundo y no dijo nada. Inició con un Re bemol, después dos Mi naturales. Algunos regresaron la mirada al programa para cerciorarse, era la Sonata 2 Op. 35 (1839)  de Fréderic Chopin. El público quedó absorto con los primeros instantes de la obra. Una pieza intensa, nada común en los programas actuales. Así es el maestro, agota todas las emociones en un solo intento. Las recupera, las lanza de nuevo al fondo de la tristeza o ira. Casi nunca alegría. "No hay poder en la felicidad, hay creación en el dolor" es la cita que todos han reproducido a lo largo de biografías o semblanzas.

En el tercer movimiento de la sonata, la languidez de la marcha ha hipnotizado a todos. Una melodía popularizada. El maestro juega con ello. En el auditorio todos recuerdan un familiar muerto, un funeral lamentable, el día que todo se fue por un hoyo o a un horno. Las lágrimas salen y nublan la vista que tienen del pianista, pero a nadie le importa. No hay nada que ver solo qué escuchar.

Uno de los conserjes ha salido de la sala porque le han dicho por radio que el agua de los lavabos y retretes no fluye, se han escarchado las tuberías y qué harán en el intermedio sin el servicio.

Su compañero escucha las notas que viajan desde el ducto de ventilación. La marcha entra pisando firme el aluminio, desciende e impregna de melancolía al desdichado conserje. Apenas si se puede sostener, camina unos pasos hacia atrás y rompe la cinta adhesiva con la que la perilla mantiene la temperatura a punto. Se acuerda de su madre, cómo la metieron en el hoyo mal hecho, cómo se rayó la caja por la asimetría del excavado, cómo se precipitó el agua y e inundó el hoyo, cómo los trabajadores se motivaban así mismos con injurias y maldiciones.

El maestro se crispa un poco con la variación de temperatura, pero no puede simplemente interrumpir la apuesta programática. Continua hasta finalizar la sonata. Busca con la mirada a alguien que le auxilie, quiere comentar lo frío que se está poniendo la sala. Nadie se acerca. Continua, y desajusta ligeramente la tercera pieza al lugar de la segunda. Cambia el opus 48 por el opus 44, una Polonesa. Se lanza sin problemas, ignora la sensibilidad de las teclas que ha cambiado a culpa del termostato. Va consumiendo compases sin importar la cantidad de frío. Pronto se da cuenta que de su respiración salen figuras de vapor. Todo el auditorio lo ve, las nubes van creciendo como quien fuma un cigarrillo. La respiración del público es pausada, menos intensa, pero que se mezcla en una sola con la del maestro. La temperatura ha bajado tanto de pronto, pero nadie deja de atender el segundo movimiento. El maestro se concentra, acelera un poco más el tempo, pero no tanto, no quiere descuadrar el mosaico que había ensayado un día antes. Conoce la pieza, sabe dónde puede sacar calor para sus manos. Es insuficiente los movimientos, sus manos comienzan a contraerse, él estira un poco más, no se deja vencer por unos cuantos grados centígrados. Recuerda un lección bastante añeja "Sólo piensa en la música". Escucha y deja que sus manos se arreglen solas. El maestro es parte del público. Su manos van libremente por el piano, bailan al tempo de Mazurka hasta regresar al primer segmento nuevamente. El maestro cierra los ojos y disfruta el producto de horas de ensayo, estudio y disciplina. Piensa que él no es el genio, la genialidad está escrita en el papel y conformada por miles de factores: la época, Chopin, la ingeniería en acústica, el arquitecto de la sala, sus maestros del conservatorio, la dedicatoria a la Madame Princesse Charles de Beauvau... Sus manos pasan de lo espeluznante al huracán con el que finaliza la pieza. Las manos se han desprendido del antebrazo del maestro. Su cuerpo está congelado, pero no las manos que todavía suben y  bajan por toda la cromática de sonidos. El maestro está absorto ante semejante espectáculo. La música está saliendo por sí sola. No puedo moverse, su cuerpo está congelado, de la misma manera que todos en las butacas, excepto las manos. Diez dedos regordetes con manicura y un anillo de plata. Nunca pierden la posición ni la técnica. Se mueven con tanta liberta que regresarlas a su lugar podría arruinar la pieza. La pieza se va consumiendo y el maestro apenas puede moverse. Sus brazos permanecen apuntando como dos escopetas hacia la tapa del piano.Las manos por fin cesan de tocar. Se quedan postradas al centro con la yemas de los dedos pulgares sobre el Do central. El maestro ejerce toda la fuerza que tiene y logra mover el brazo derecho, un poco más fuerza y logra movilizar el izquierdo. Encorva su espalda y baja los muñones hasta el banquillo, se impulsa con ellos hasta quedar completamente de pie. Levanta ambos brazos y se inclina en reverencia. El auditorio estalla en aplausos, miles de manos ovacionan al maestro.

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