domingo, 30 de noviembre de 2014

Episodio personal 1

"¿Qué tienes? Te queremos mucho". Recuerdo esas palabras con mucha nitidez. Estaba sentado en la orilla de la cama y mi mamá a un lado, abrazándome - un gesto inusitado dado el carácter y comportamiento normal de mi mamá -. Podía leer su angustia y confusión. 

Yo no podía dejar de rascarme. Todo mi abdomen estaba invadido por pequeños granos irregulares, algunos parecidos a manchas de pintura se extendían por todo mi vientre, alcanzaban mi espalda, eran rojos. Y aunque no daban mucha comezón, sí me incomodaban, sobre todo a mis papás.  Fiel a mi exhibicionismo, levantaba mi playera y les pedía que miraran.  "¿Qué te pasó? ¿Qué comiste?" me decían con sorpresa más que alarma. Mi mamá preparaba una base hecha de Maizena y agua. Observaban mi panza, revisaban y formulaban hipótesis. Me pedían que me quedara con ellos un momento más para ver si evolucionaba de manera favorable. Acariciaban mi estómago, en alguna ocasión con un trapo húmedo trataron de controlar la comezón. Yo no sentía un comezón incontrolable, simplemente observaba los granos. No me preocupaba, ni tenía miedo, ni dudas. Simplemente pasaba y ya. Finalmente quedaba vencido por el sueño, los tres dormíamos juntos. 

Los granitos regresaban sin un orden aparente. En definitiva no era la comida. Me tuvieron que llevar al hospital un par de veces, primero con un doctor privado, luego al IMSS. En la sala de urgencias esperábamos durante un rato, en ese entonces mucho menos tiempo que ahora. En la cama el doctor me hacía las preguntas de rutina mientras obstruía cualquier contacto visual que pudiera tener con mi mamá. Me hacía preguntas de todo tipo, quería saber la verdad. También mi mamá. Después me enteré que los doctores hacían esa inquisición sin considerar a los papás para hallar posibles casos de maltrato infantil. El doctor no encontraba una explicación plausible, todo en mi marchaba bien. Tuvimos que pasar algunas horas en observación. De pronto, cuando el sueño estaba apropiándose de mi voluntad, los granos desaparecían, mi piel morena se limpiaba: lisa y pulcra como la de cualquier niño de siete años. 

Los doctores no pudieron encontrar la causa o no les importaba, pero a mis padres sí. Me imagino que en alguna de esas charlas que tenían antes de dormir encontraron la solución. Siempre había sido evidente mi respuesta física frente a una situación. Los domingos por la noche no dejaban de pedirme que dejara de jalarme el cabello; tomaba entre mis dedos un mechón y lo retorcía durante horas. Los desesperaba, pero sólo estaba ansioso por iniciar la semana de clases. De la misma manera que los granitos, no era un comportamiento o reacción desagradable, sólo pasaba y ya. 

Los granitos por lo tanto eran producto de la misma ansiedad. Por eso mi madre me tomaba en sus brazos y me preguntaba si no me sentía querido, si algo me hacía falta. Después vino lo más inteligente: Si ella me veía acercándome con la playera arriba, sólo decía: "Ya... no friegues (o chingues), cálmate, ponte a hacer algo".  Los granos no han aparecido otra vez.



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