martes, 20 de enero de 2015

20 minutos

En veinte minutos puedo morir, eso se piensa cuando vienes dando todo de ti en la bicicleta. Piensas que si te metes en un hoyito todo se va a cabar, dejarás de ver el camino por un instante y pensarás en el automóvil que viene detrás de ti, qué tan cerca está, cuán rápido viene y si el conductor está atento y podrá frenar, o si simplemente dejará ir el auto sobre todo tu cuerpo. Piensas que no vienen atentos, que su atención está cruzando el carril, en la acera, en las esquinas y paradas de la avenida Tlalpan. Las prostitutas deambulan en los cuadrantes en que han dividido la calle, por momentos son más visibles que yo, pienso. Los conductores saben cuándo frenar y cuándo acelerar, si una vale la pena mirar o si no vale nada y mejor pasar a la siguiente. Si acaso son prudentes, me rebasan con un metro de distancia entre su puerta y mi pierna izquierda; si les urge observarlas más de cerca, aceleran lo más pegado posible a mi, para rápido encontrarse con unas piernas morenas y unos senos inmensos. Frenan en seco, prenden las intermitentes y no me queda más que salir al paso.

Vuelvo a pensar que voy a morir, la velocidad es demasiada, o es engañosa la luz, porque sólo veo cómo se pierden en el horizonte las luces rojas. No es como en la tarde que el auto se pierde entre una estación del metro y otra. En la noche las distancias se vuelven más cortas, tanto para frenar como para acelerar. Se tiene que decidir entre aprovechar cuarenta centímetros y fugarse entre la facia del Mercedez y la lámina del microbús, o mejor parar y esperar que el orden se restablezca. Es cuestión de segundos, no hay tiempo para pensar mucho. Cada kilómetro que se van consumiendo queda atrás junto con todas las posibilidades de morir. Se sobrevive a cada calle, donde se incorporan autos sin mirar a ambos lados, y cuando lo hacen no hay cálculo, se meten al carril esperando que la bicicleta frene en dos metros. Si salen con precaución, se detienen a la mitad del carril, ahí estacionado y temerosos de incluirse al torrente de autos, dejan la trompa del coche casi tocando el segundo carril. Pienso que voy a morir si no lo hago bien: ¿Me meto por el espacio, entre la trompa del coche y el flujo del segundo carril? ¿Si alguien me embiste, cómo quedaría? ¿atrapado entre los dos autos o levitando varios metros en el aire? Me pregunto todo esto cuando ya crucé.

Pienso que voy a morir si alguien se le ocurre rebasar por la derecha (la extrema derecha por la que voy). Si alguien lo hace, adiós. No me habré despedido de nadie. Se enterarán, probablemente, hasta horas después que fui arrollado por un taxi - porque son ellos quienes cometen cotidianamente tal imprudencia-. Me imagino que todos los que me conocen van a llorar, y eso me acelera el corazón. Doble trabajo para el corazón, bombear sangre para cada músculo de las piernas, también bombear sangre por la adrenalina que causa la idea de morir. No es que quiera morir, pero no es que me quiera mantener sin montar la bici. Tampoco pienso todo el tiempo que voy a morir. A veces pienso que voy rápido y que tengo el control absoluto. Esta vez no, pienso que voy a morir.

Pienso que la probabilidad de fenecer desciende como una cortina frente a mi. Puedo ver que cada auto es un golpe inminente o no. No sé cuál coche me golpeará, qué modelo, a qué velocidad, desde qué dirección. Sólo se que el río incontrolable de autos pasa y que son un guiño que me dicen cuán frágil soy. No hay manera de saber quién me pegará, quién habrá de matarme, todo es tan incierto: Pasa un taxista con la mirada gacha hacia el celular, y no me pasa nada. Siguen pasando una decena de hombres con los ojos puestos en unas nalgas, y no me pasa nada. Tengo un auto pisándome los talones mientras intentamos rebasar un autobús, y no me pasa nada. Sigo en línea recta desde la extrema derecha,  en una intersección donde autos se quieren incorporar desde el segundo hasta la salida próxima, y no me pasa nada. Subo un puente con cuesta pronunciada, con la presión de moverme del camino porque valen más sus decenas de caballos de fuerza que lo que doy con el estómago vacio, y no pasa nada. De pronto, bajando el puente, el embotellamiento me acurruca con su tranquilidad, su inmovilidad me borra la idea, pienso que no voy a morir, pienso que en veinte minutos he llegado a mi casa.

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