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La vieja, la primera.

Es difícil aceptar que un día están las cosas y en un instante ya no. Hoy salí del metro y mi bici ya no estaba, alguien la tomó, rompió el candado, tal vez, y huyó entre la muchedumbre, que yo creí tontamente, le daría más posibilidades de no ser hurtada. No tardé en darme cuenta lo que había perdido; fue la primera, lo digo en femenino, porque era de mujer. Era una chica. Con ella realmente me solté al mundo, al salvajismo urbano. Me dio seguridad (en un post anterior hablé de ello). Con ella aprendí a ver la ciudad y la noche de otra manera. Incluso temí por ella porque era única, si hubiera desaparecido ya no tendría cómo avanzar. No pasó afortunadamente, siempre estuvo ahí dando de sí con toda fuerza, recorrió mucho tramo conmigo. A veces me fallaba, pero siempre se reponía y quedaba lista para seguir rodando indefinidamente. Me encariñé tanto con ella que no pude aceptar lo inevitable: necesitaba otra bici nueva, ideal para mis nuevas exigencias. Temía que la nueva fuera robada, o en realidad era mero pretexto para no deshacerme de mi viejo cariño. 

Siempre me respondió, estaba dispuesta a comerse el asfalto, sin importar si era subida, bajada, terracería o en baches. Su carácter me fortaleció; sabía que si necesitaba velocidad, la daría sin chistar; si necesitaba confort, su contextura lo permitía. Tenía todo, aunque al final comenzó a menguar su estado. Le cambié cadena, pedales, manubrio, desviador, frenos... Seguro su tiempo había pasado. Fue muy breve, pero la exploté como nunca. Tal vez fui injusto con ella, no debí exponerla tanto, ni confiarme de esta manera, al grado de dejarla solitaria en un entorno hostil. Dejé de preocuparme, de no exponerla a las miradas curiosas. Como sea, hay cosas que no se pueden evitar. Quisiera tenerla aquí como siempre, pero es imposible. Ya está en algún lugar lejano. Sólo espero que la cuiden.


No compres bicis robadas. 

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