Y ahora que estoy un poco más lejos, de tiempo y lugar, cómo extraño comer con mi madre. A veces solo extraño la comida, a veces el silencio y a veces la compañía. A veces extraño las tres: una comida deliciosa, una plática larga sobre cualquier tema o un enorme silencio que tranquiliza y ayuda a sopesar mejor las ideas. Mi madre nunca fue una gran conversadora, en el sentido de abrir la charla, profundizarla, narrar grandes historias o acompañar la sopa con hazañas imborrables. A veces solo nos mirábamos, y ella tan silenciosa como yo. Solo el sonido de las cucharas chocando la porcelana y el gorgoteo de la jarra sirviendo agua de fruta. Las burbujas del agua hirviendo para el café o el té de manzanilla. Y también el canto de los pajaritos que nos espiaban desde la ventana, como queriendo escuchar lo que decíamos. Pero no decíamos nada. Solo estábamos concentrados en saborear la comida, y tal vez en planear nuestro día. Porque, aunque mi madre no decía mucho, yo sabía que pensa...
Desde la óptica de sus padres, se le dio todo. O más exactamente, se le dieron todas las convenciones sobre la "buena" y "mala" crianza. A veces mezclada, a veces con un compromiso que solo surge del amor: apoyo, acompañamiento, diálogo, esquematización, horarios, mano dura, empatía, guía profesional, psicólogos, terapias, cinturonazos, trapazos, paciencia, dedicación, escucha, libertad, normas, libros de autoayuda, actividades al aire libre, espacio personal, integración familiar, experimentación individual o en familia. Se le ofreció todo con el único objetivo de hacerlo sentir apoyado y amado. Se le preguntó y escuchó sobre todas sus inquietudes, desde niño hasta cuando ya era mayor y plenamente consciente de todas sus decisiones. Nunca se le retiró el apoyo directo o parcial, porque simplemente no podían hacerlo sus padres. Era su primogénito, primera y última razón para seguir adelante. Algunas veces intentaron renunciar a él. Guardaron la distancia, fingiero...