miércoles, 9 de enero de 2013

Crónica costera I

Había regresado a las tres de la mañana de una fiesta improvisada, de esas que sacan lo mejor de un borracho porque hacen que dude de toda responsabilidad y moderación. La vista de aquel departamento era esplendorosa, urbana, con un volcán jubilado al sur y los puentes de cemento a la izquierda; una gasolinera a las faldas del edificio y el oxxo atestado de borrachos que eran atendidos por un travestido super falso.

El apartamento demasiado sencillo y austero para toda la exageración sobre seguridad que montaron en la entrada y el elevador. Seudo guardias cuchicheando frente a un panel repleto de imágenes de cámaras de seguridad; una tabla llena de tarjetas para visitantes e inquilinos, sólo con la tarjeta es posible activar el elevador, si no, tienes que ascender por las escaleras.

Definitivamente un sitio con otra atmósfera. No es un conglomerado donde se escuche el partido de futbol a todo volumen, la borrachera masiva de viernes por la noche o los jadeos de dos o más amantes. Es un edificio recatado de gente que abre toda la puerta para invitarte a tomar su destapa corchos que necesitábamos para beber el vino francés que hurtó mi novia. El dueño de adminiculo, un viejecillo arriba de los cincuenta con el humor calentado por el whisky.

Todos - 6 inicialmente, luego 7, luego 6 - sentados sobre la alfombra de cada reunión. Color verde. Mucha cerámica en el piso y en la habitación contigua: una mano que se extiende, cápsulas y esferas blancas, todos con la misma función, aguardar toda la noche la ceniza del tabaco. Todos fumando, soplando y resoplando las babas del grupo. Primero sentados dirigiendo miradas sostenidas, inquisitivas y prejuiciosas a falta de más alcohol. Luego la rotación de lugares. El flirteo intenso de un lado, besos de cefalópodo; sorpresa del otro lado; besitos de parejita añeja y risotadas con chistes sobre anorexia y obesidad. Un lugar cómodo y acomodado por la confianza y amistad de entre todos. Luego habría de partir la primer persona. Se sumó otra más minutos después. La única forma de restablecer el equilibrio era comprando más cerveza.

!No mames¡ Apenas habían pasado cuatro horas y ya no me quería ir. Me justifiqué, aclaré y sopesé las razones para quedarme a sabiendas del viaje al otro día. Nunca gana la razón, gana la improvisación. Dejé que pasara mi plan, lo miré de reojo, pensé en perseguirle y retormarle: regresar a casa a la hora  establecida, con las copas necesarias, dormir un poco más, alistar mi equipaje, organizarlo para que no faltara nada, colaborar con algunos kilómetros - el camino aunque corto, pero sensible para la espina de mi padre -. No hice nada. Me quedé parado observando el contoneo de caderas de mi novia, vi sus piernas; después vi fuera de la ventana, la propaganda mártir del PRD; regresé la mirada, ya estaba sobre el piso una mujer flexible como un caramelo en verano, escurriéndose por toda la habitación y pidiendo enfáticamente que mordieran su lonja. La misma que se calzó dos tangas: una hecha con la red de plástico que sostiene a las cervezas de lata, la otra de cartón que abriga al six de botellas de vidrio. Sobrevino un toqueteo entre hombres y mujeres, hetero y homosexuales. Todo en medio de una plática enmarañada que inicié con un extraño sobre Ciudad Nezahualcoyotl, el fracaso panista en el gobierno y la pelea Márquez-Pacquiao. 

Desde luego la velocidad de todo dejó de ser constante, los planes de beber cambiaron abruptamente por largarse a comer unos tacos o quesadillas. No todos comieron del pulpo en su tinta que salió del refrigerador . Sencillamente ya no podíamos seguir la fiesta mi novia y yo. Caminamos al Oxxo cuando ellos se alejaban en un taxi. Armamos una cena chatarra. Sus papás venían en camino para llevarnos a dormir. Compré un chocolate de ofrenda para el señor. !Qué molestia acarrear borrachos¡ pensé. La camioneta me pareció una montaña rusa, los sonidos de la madrugada eran más estruendosos que de costumbre, toda la cerveza y vino rezumaba por mi boca, mejor me callé. Llegamos a mi callejón ahí donde el puesto de tacos espera siempre que hay hambre, poco dinero y mucha embriaguez. Balbucee despedidas para enseguida interrumpirme !QUIEREN UN TACO... SEÑOR.... SEÑORA.... MI AMOR¡ Todos comieron un taco, yo tres. Hice sumas de precaución y dieron sesenta pesos. Pagué con uno de cien. Me despedí con sonrisa, ligero choque contra la puerta de la camioneta y una seña de mano. 

Ya se había ido mi hermosura, pensé, no la vería hasta el próximo año.   

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