lunes, 21 de enero de 2013

Crónica costera II

Abrí los ojos cuando ya estábamos inmersos en la sierra de Guerrero. El sol estaba preparándose para caer perpendicular; apreté los párpados buscando que se esfumara la resaca tan sólo un poco. Recuerdé haber dormido una hora en mi cama, al instante, mi mamá pidiéndome arreglar todo en mi maleta. Me bañé con tanta agua caliente esperando diluir un poco el efecto del alcohol, no sucedió y tuve que dejar caer un chorro helado. Cerré los ojos cuando el sol ni siquiera sonreía; me acomodé en una posición suficientemente incómoda para la nalga izquierda. El dolor fue lo que me despertó cuando cruzábamos la soberbia zona de cerros. Imperecederos, todos. Metáfora y refrán son los cerros; la misma piel milenaria desde que era niño, pero más vieja la de mi padre y madre. En el auto faltaba mi hermano mayor. El pequeño con cara de hartazgo. 

El dejo de alcohol seguía por toda mi boca, deseaba cambiar de sabor, hidratarme un poco, mirar mi cabello y orinar algunas gotas. Paramos en una tienda de carretera. El estacionamiento ocupado por citadinos del D.F.; todos con la facha delatora, la piel defeña que no se puede dejar en casa. Lo mismo ricos que pobres. El camionetón de ocho cilindros con la abuela de copiloto, el jefe de familia tipo sport desayunando tabaco y bebiendo cerveza con imprudencia sin antes llegar al destino. La familia de cinco en el auto de la compañía, taxi o carcachita. Maletas, bolsas de plástico guardando más bolsas de plástico y todos los adminículos necesarios para obtener el mayor ahorro. Todos con distintas intenciones, pero inspirados por la superstición de terminar un año. Un fenómeno tan antiguo como la historia de la humanidad. Las resbúscadas y disímiles tradiciones entre familia y clan. Sigamos el camino. Mejor andar sobre el asfalto y bajo el sol que soportar cien orines regados por todo el piso.

Es difícil dejar de pensar lo que fue este camino cuando era niño, además del trayecto que se acorta con un cuatro cilindros más veloz comparado con el bocho, y lo que es hoy en día. Antaño los túneles me parecían dos gigantes fosas nasales, supuraban automóviles. Los cerros no parecían tan peligrosos como hoy; eran paneles gigantes para escalar; ahora pienso en el peligro de viajar con lluvia. Y si se cae una roca gigantesca. Si choca con el auto la muerte es inminente. Brazos fracturados, la columna comprimida y las cervicales escupiendo dolor, mi mamá prensada entre el aluminio del auto alemán ensamblado en brasil. Mi hermano retorciéndose como su intestino desecho, perforado por las costillas; cuando llegan los paramédicos por él, le han rasgado un pulmón, se para su respiración.... Cualquier cosa podría pasar, pero la adrenalina evita esos pensamientos; las motocicletas van arriba de los 180 KM/H. Un BMW Z8 se siente metros atrás, un zumbido de engranes, pistones y combustible; nos ha rebasado en instantes y la gorra del conductor sale disparada por la ventana. Se pierde en la siguiente curva, el sonido de una tira de velcro kilométrica.

Salir del D.F es un ejercicio que debería ser obligado para todos aquellos que nacimos y hemos vivido ahí por siempre y para siempre. La cápsula que representa es nociva, nos engulle la vida diaria, los alrededores se llevan lo mejor de nosotros cuando no tomamos lo mejor de ello. Hay vida en la ciudad como en provincia; el cielo es de fantasía, un azul que solamente vemos en el fondo de la computadora; el territorio es una gran falda con olanes. Las aves, reptiles y mamíferos disfrutando de todo lo que no gozamos y que algunos defienden desde el celular. La historia también se hace aquí afuera. El mito del centralismo en México es comprobable y a veces no.

La gran autopista no deja ver, pero la monotonía del paisaje espectacular permite pensar en lo hombres  que formaron una guerrilla casera oculta en el follaje. Donde profesores de antaño se colgaron un rifle oxidado para demandar lo que fuera y unas escuelas. ¿Dónde se habrán escondido durante el invierno sin hojas? Revueltas y movimientos, engendros de la pobreza. Crimen, engendro de la pobreza. Sembradíos de amapola para la subsistencia familiar. Reformistas, libertadores, monstruos y excepcionales trozos de historia. Un estado con fiebre, casi moribundo. Nada de eso importa porque la meta es llegar al Pacífico, subir la última pendiente para descender y enfrentarse a la inmensidad del océano.

La entonación cambia, el acento picoso de la costa comienza a hacerse visible. Regordetes, macizos y bonachones entregados al turismo, pero sanguinarios, quema coches, cuelga cuerpos. Este puerto es una emulación de la Ciudad de México, tal vez por coincidencia e infección, salvo con playa. Sucio, desordenado, estruendoso, caótico. De un lado el Acapulco popular con su zócalo, mercado de artesanías, la avenida costera Miguel Alemán, los barcos piratas, caguamas, antros y todo lo necesario para permanecer en la solana con el abdomen al descubierto, esperar a que el globo le de la espalda al sol. Al oriente del puerto una serie de condominios se han vendido a quien pueda pagar más de tres o cuatro millones de pesos, la mayoría de los habitantes son extranjeros, también algunos nacionales. Un poco más alejados de la playa más casas de interés social. Armadas en poco tiempo, decoradas vistosamente con pastos gruesos, albercas más azules que las playas de ahí, camastros, palmeras, seguridad las veinticuatro horas, bardas por encima de los cuatro metros.

Hace unas semanas los habitantes no temporales escucharon un choque sobre el portón de su unidad habitacional. El estruendo fue tan grande como el impacto, una camioneta se llevó la puerta reforzada de metal. Bajaron tres o cuatro personas, algunos dicen que seis o siete. Corrieron por todas las calles de maqueta, no alcanzaron a esconderse cuando entró un automóvil más. Se hizo el encontronazo de plomo. No hubo más que hacer, sólo mirar cómo llegaba el ejército horas después.


No hay comentarios:

Publicar un comentario