Entró al cuarto abriendo la puerta con delicadeza, tratando de achicar con la mirada el rechinido de las bisagras. Estaba dormida, tomaba la siesta que desde hace tres años comenzó a afianzarse como un hábito nuevo. No importaba el día, siempre la encontraba reposando el entrenamiento que la dejaba molida. Las primeras veces cerraba la puerta con seguro para evitar que alguien la despertara, pero en los últimos meses permanecía entreabierta; los pocos centímetros que había de abertura eran los justos para admirar todo el panorama, el ángulo de visión trazaba una línea recta desde el iris hasta un trozo de carne que asomaba húmedo por un resquicio que el calzón no lograba cubrir. Uno de sus labios le saludaba, “Hola” imaginó que decía. Caminó sobre la alfombra y cuando llegó a la cama presionó con el índice el colchón para ver si alguna vibración llegaba hasta ella y le despertaba. No pasó nada, la habitación, la casa, y seguramente el barrio, permanecían inmutables. Después puso el puño, todo igual. Se sentó con más confianza hasta quedar completamente integrado en el colchón, con los pies flotando. Aventó los tenis procurando impactar el mueble del televisor "a ver si escucha". Nada. Se acomodó en flor de loto sobre la cama para observar con detenimiento la habitación.
Cuánto no sabía de ella, se preguntó. Tantos elementos compartidos y otros incompatibles, los gustos por la música no convergían en ningún punto, por ejemplo. La música instrumental en un lado y la lírica siempre presente por el otro. Distancias políticas, abismos filosóficos y rupturas teológicas. Un dios omnipresente para ella, aún tendida en la cama; un mundo ateo, material y finito para él. Sólo hasta los últimos años fue cuando puso toda atención en ella. Habían compartido el preescolar, la primaria, la secundaria y ahora el bachillerato, pero sólo en esta última etapa encontró la felicidad que jamás había buscado en ninguna otra mujer. Y sabía que era amor porque era algo crepitante las veinticuatro horas; en un principio trató de resistirse a la sensación; evitaba encontrarla en los pasillos, y cuando era necesario entablar una conversación, lo hacía con tono amable sin evidenciar interés. En el transporte recargaba la cabeza sobre el vidrio con los audífonos puestos. A veces eso era peor, pues pensaba en sus piernas, cómo se veían en shorts; en las reuniones familiares trataba con todos para ocultar cualquier chispazo, algo que lo delatara. En varias ocasiones sintió vergüenza frente a sus amigos, pues él mismo había forjado una imagen de insensible, pregonaba: "Para qué una mujer, te quitan el tiempo de otras cosas más importantes". No era ninguna actitud compuesta de misoginia ni mucho menos, era una creencia firme, porque hasta entonces las mujeres carecían de cualquier atractivo, pero ella no. Y con el tiempo creció hasta volverse incontrolable. Ya no sólo desbordaba felicidad, se sentía corrompido por los celos; sin duda ella salía con otras personas, algo que él no podía tolerar.
Miró sus piernas, siempre le habían fascinado; en la superficie había una capa fina de bello, apenas visible a contraluz, pero sensible al tacto, ligera como talco, muy estimulante. Sobrevoló con el índice varios segundos hasta presionar puntos específicos: la pelvis, la cadera, las nalgas... Subió la falda y ahí estaba de nuevo la sonrisa que tantas veces le había invitado a entrar a la habitación en horas de siesta. Tantos meses habían pasado sin aburrirse del mismo juego, entrar a hurtadillas con todas las concesiones para mirar y tocar. Reglas bien definidas. Todo sincronizado, las pantis, la sonrisa, las ilusiones, las fantasías, el amor. Sólo que cada vez ella resistía más, dormía con mayor profundidad, no despertaba hasta que hubiera un movimiento más que la semana anterior. Hoy no despertaría simplemente con caricias, pensó. Se extendió sobre ella, después recogió todo su cuerpo hasta quedar de rodillas sobre la cama y frente a ella; tomó una de sus piernas, bajó la media y la tiró al piso, después la siguiente. Soltó breves lengüetazos al labio que asomaba, cada una de sus papilas recogía el sabor agrio; disfrutó durante algunos minutos la aspereza, antes de escuchar un ruido. Alguien había llegado. Giró la cabeza hacía la puerta semi abierta, palideció, pero caminó lentamente hasta ella y cerró con seguro. Levantó los tenis, se sentó nuevamente sobre la cama; antes de ponerse el primero,sintió unas piernas como tenazas que apretaban su cuello. Cayó tendido con la espalda hacia el colchón y ella con el pubis sobre la coronilla, reptó hasta los pantaloncillos, sacó el miembro y en una maniobra muda dejó su vulva disponible. Ambos mamaron tanto del otro en un reto de silencio y placer. No terminó ninguno, los cuerpos se desprendieron. Ella caminó casi flotando hasta el buró, desde ahí gritó mientras sacaba un condón. "¿Eres tú, ma?". Una voz respondió casi inaudible. "Sí, mi amor. Ya va a estar la comida". Regresó con una pisada firme sin importar el ruido, pidiendo con el dedo índice que se acercara; él caminó obediente, acomodó los brazos detrás de la nuca, adelantó su miembro hasta ella y guiñó el ojo.
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La primera vez que se propuso ir contra toda convención se sintió aterrorizado. Lo hizo porque percibía cierta correspondencia. Varios días pensó sobre la ambigüedad de los mensajes, para él era obvio aquel comportamiento, toda una vida juntos, tal vez no somos tan cercanos, pero nos queremos, se decía. No sabía si tendría futuro esa determinación, podría burlarse o reírse complacientemente y no dirigirle la palabra nunca más por semejante atrevimiento. Un día con las piernas temblando y las manos empapadas tocó hasta su puerta, pidió permiso, entró, la miró a los ojos:
—Te quiero decir algo...
—¿Qué pasó?
—Nada, nada malo, en realidad. Bueno, no sé. ¿Cómo te lo puedo decir?
—Diciéndolo...
—Sí, pero sin que te molestes o peor...
—Sólo dime y ya. ¿Ok?
—Te amo...
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Terminó de poner el condón con la boca, tal y como él lo disfrutaba. La cargó hasta el escritorio, ahí entró más de setenta veces en silencio, fueron tantos minutos de revancha, nunca nadie cedía hasta el último minuto, un juego viejo: quién quedaba suspendido en el limbo del placer más tiempo. Él supo de pronto cómo ganaría. Regresaron hasta la cama (con el ruido de la licuadora de fondo), recostó a su amada sobre la cama con las nalgas al borde. En cuclillas lamió (mientras la salsa iba tomando cuerpo) dibujando el abecedario en los centímetros que una vez ella le confesó para lograr el mejor resultado: dónde, cómo, con qué fuerza (con queso, brócoli y champiñones la ensalada estaba terminada). Era cuestión de minutos para que terminara, es infalible la técnica frente al gasto inútil de energía, llegó a concluir tantas veces en esta habitación. Tronó un beso en el último instante cuando sabía que ya no había manera de perder. Ella dejó ir un gemido que rápido tapó con la almohada. Observó su cuerpo estremecerse, se sintió feliz por estar en ese sitio con la persona que amaba, con la mujer de sus sueños. Quisiera nunca salir de ahí, pasar más tiempo, porque una vida juntos parecía tan insignificante. Muchas veces había compartido esos pensamientos; en cambio, ella no estaba segura, lo quería, pero no deseaba lastimarlo, no a él, quien le enseñó tanto.
Recogieron la ropa, acomodaron la cama y se tomaron de la mano, se besaron apenas con fuerza. Miraron al interior de cada uno, veían lo mismo, eran un espejo de emociones.
Alguien subía las escaleras, a la mitad del trayecto se escuchó la misma voz:
—Ya está la comida, baja, por favor...
—Sí, ya vamos... -gritaron ambos para después darse cuenta de aquel error.
—¿Está tu hermano allá arriba? ¿A qué hora llegó?
—Sí, aquí estoy.
—Ah bueno ¡A comer, niños!
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