Toda la mañana se la pasó sobre el andamio para aventar la mezcla. La marquesina le estaba quedando excelente. El trabajo estaba casi concluido. Sólo quedaban detalles que el patrón le rogó concluyeran con toda pulcritud. Él nunca había dicho que no al trabajo, por pequeño que fuera lo iniciaba hasta entregarlo como si fuera una obra de arte. Lo que más disfrutaba era levantar paredes, había algo relajante en esa actividad. En su banquito pasaba horas aplicando la mezcla con fuerza para luego quitar las imperfecciones con manos de alfarero. Sus callos le permitían trabajar holgadamente sin quejas: el índice quitaba los restos de mezcla, con una sacudida de muñeca regresaba el exceso que colgaba sobre el dedo a la montaña de cemento; con el pulgar empujaba ligeramente un ladrillo salido; con el meñique chiflaba, lo acomodaba en forma de gancho entre los labios para llamar al patrón o a quien fuera. Nunca fue grosero ni déspota como muchos del gremio, nunca se robó material, de hecho, lo pedía rara vez, si es que sobraba algo (porque tenía un cálculo ingenieril para levantar una casa de cuatro pisos o una modesta barda) lo juntaba para emplearlo en otra obra menor como regalo. Así fue como se forjó una reputación de constructor. Más de la mitad del barrio fue hecho al estilo y modo de él. El barrio da la sensación de encontrarse en un mundo de casilleros, todos cuadrados con hendiduras sombrías y estériles sin ninguna imaginación, como la casa que dibuja un niño, pero que desde lejos es un monumento a la resistencia. Ninguna casa se ha cuarteado, los cimientos todavía aguantan uno o hasta dos pisos más, según palabras de él. Las paredes han permanecido lisas durante décadas sin ningún resquebrajamiento del aplanado. En época de lluvias la humedad e inundaciones no logran nada contra la calidad de los materiales que eligió. Al contrario, se hace un bonito espectáculo con el riachuelo formado por la pendiente perfecta que tienen todas las casas; el agua serpentea hasta el final de la calle, sin encharcamientos, como una alfombra diminuta de agua para los vecinos. Todos le agradecieron aquella contribución infinitamente después de ver las ruinas en las que se convirtió la colonia contigua. Fue hace como dos años; tuuvo que sumarse a las labores de rescate para demoler unas paredes y permitir que el agua fluyera, de otro modo, los vecinos tendrían que esperar un mes a que llegaran las bombas para sacar el agua. Con la cara llena de barro y la piel infectada por las aguas negras celebraron con unas carnes asadas patrocinadas por el taquero de la esquina. Todos llevaron algo, se improvisó la fiesta de la mejor manera, y por supuesto, todos le agradecieron aquella forma desproporcionada de preocuparse por el prójimo. Él resulta extraño si pensamos en todos los albañiles como seres religiosos, pues no se inclinaba con fervor hacia ninguna idea o persona en particular. Sí festejaba el día de la cruz, pero como un asunto de convivencia, porque no asistía a la misa, no se persignaba si subía al andamio, tampoco invocaba a dios como es bastante común entre los vecinos. Nunca le preocupó la bendición tradicional a una casa recién erigida. Acaso alguien podría reclamarle semejante desdén, nadie lo hizo nunca. Aunque hay quienes le atribuyen su desenlace esa misma falta de fe. No se puede vivir sin dios en el mundo de dios, o algo así enunciaron cuando llegaron los peritos. Como haya sido, su falta de creencia no hicieron ríspidas sus relaciones. En todo momento se dirigía con respeto, atención y sobre todo pertinencia. Esta última cualidad podría ser el sello característico de él. Nunca hablaba de más ni menos, en la medida justa intervenía sobre una obra civil, la estética que cada cliente buscaba o simplemente para cerrar un trato. No enjuiciaba, ni valoraba a simple vista. Se esperaba lo suficiente para lanzar un chicotazo crítico o una queja bien fundada. Y se defendía con firmeza. Más de una vez lo llevaron al ministerio publico acusado de robo. Ahí se aferraba, pedía pruebas contundentes, no dichos ni supuestos, al contrario, él describía todo lo que había hecho durante el día para reforzar su defensa. Al final le pedían una disculpa. Con el coraje en el pecho aceptaba, pero jamás volvía a dirigir palabra alguna a aquel calumniador. La comunidad se replegaba de la misma manera, una ley del hielo generalizada. Más de uno le gritó que era el diablo vestido de oveja después de la ley del hielo que le aplicaban al acusador. Sí parecía injusto, pero nadie podía ir contra la corriente. Aliarse con el otro bando sería inmolación. No se convertían en un enemigo directo del constructor, pero sí de buena parte de la comunidad. Al poco tiempo no te hablaban, después te vendían en la tienda a mayor precio o te pagaban con leche agria, huevos podridos; carne de hule, taxímetro alterado... nadie quería eso. Reclamarle una tregua parecía una posibilidad, pero nadie se animó a una querella con quien levantó su hogar. Todos le debían tanto, no sólo en especie si no en honores. Nadie lo toleraba aunque lo amaban. Era desesperante su carácter dócil. Incluso, cuando ella murió se escucharon cuchicheos sobre su frialdad. No lloró el día del fallecimiento ni en el sepelio. Aquel día recibió a todos con un abrazo, como si los afectados fueran los asistentes; ofreció café y silla en toda la noche. No se quejó ni tenía aquella mirada de desconsuelo que hay en todos los hombres abatidos. Se supone que tenía que estar así, siempre demostró mucho afecto con su mujer, la cantaba desde la obra cuando pasaba cerca; en los colados presumía las rajas de habanero que preparaba; hablaba de ella cuando evocaba lo más valioso de su vida... por eso fue raro verlo tan distante del ataúd. No se acercó a besarle la frente, fue uno de los peores momentos, todo mundo lo miró con cierta furia. Seguramente fue uno de esos días donde las personas dan asco, pero no tiene caso ahora, lo hecho, hecho está. Ya descansa con su esposa, ya dejó de partirse el lomo. Sólo queda esperar una explicación a todo esto. ¿Cómo se cayó del andamio?
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