miércoles, 15 de octubre de 2014

Léeme


Por Arlen Cabello y César Palma

Léeme” decía el papel que encontré debajo de mi puerta y detrás de él no había nada. Me sentí como Alicia en el país de las maravillas, pero esos eran frascos y había que tomarlos. Miré detrás del papel y no había nada más que leer, supuse que se trataba de un error. De todas formas ya era tarde y con la prisa cotidiana últimamente no da tiempo de pensar en nada. Tomé mis llaves y cerré la puerta tras de mí.
Comencé a bajar las escaleras y de nuevo apareció en mi mente la hoja con la instrucción “Léeme”, ¿De qué se trataría? 
La vecina me dio los buenos días lo cual distrajo mi atención, le contesté y seguí bajando apresuradamente. Eran ya casi cuarto para la hora, si me tardaba cinco minutos más, con el tráfico de la ciudad, llegaría media hora tarde.
El auto seguía en el taller debido a un desperfecto provocado por dos baches sin tapar, mi continua distracción al volante y en general en la vida. Por lo tanto, tenía que tomar un taxi. Después de tres intentos fallidos conseguí detener al cuarto. ¿A dónde va joven? Me preguntó y le di la dirección, acto seguido me informó que el tráfico estaría pesado, para variar había manifestantes en la ruta y no sabía cuánto tiempo iban a estar ahí. De todas formas ya había perdido los 5 minutos.
En mi teléfono sonó el timbre que indicaba que acababa de recibir un correo electrónico, decidí revisarlo, se trataba de mi trabajo: me estaban cancelando la reunión programada una semana atrás, ¡y una mierda con ellos!, me hicieron perder una semana, y media mañana. Le indiqué al chofer que me llevara a mi oficina, para no perder todo el día, y compensar el tiempo revisando los documentos que, según Ema, mi secretaria, son urgentes.
Al tomar el retorno miré de reojo el anunció de una de tantas películas que dejé pasar, decía: “ESTRENO EN MAYO”. El año ya va a acabar. Así que se me pasaron esa y otras diez más. Seguí pensando en qué otras cosas me habré perdido este año: la graduación de mi hermana, el aniversario de mis padres y el nacimiento del hijo de quien alguna vez fue mi mejor amigo. Ahora no puedo recordar cuando fue la última vez que hablé con él. 

Debí distraerme demasiado tiempo porque no reconocí la ruta que tomaba el conductor. Regularmente reviso los datos del taxista en cuanto abordo pero en esta ocasión estaba más distraído de lo usual. Busqué con la mirada el indicio de alguna identificación en el automóvil pero no encontré nada a la vista. Le pregunté al conductor por dónde me llevaba y me comentó que esta vía era más rápida, que así salíamos mejor. No sentí un tono agresivo. Aunque mi pulso se aceleró, intenté concentrarme en los pendientes que tenía programados para ese día, con la finalidad de no parecer paranoico, pero sin quitar la vista del camino.
Mariana me llamó anoche diciendo cosas como: “nos alejamos poco a poco”, “hace tiempo no me siento igual” y hasta “te extraño menos”, le dije que era otro de sus ataques histéricos que le dan frecuentemente, aunque siento que tal vez tenga razón. Creo, en primer lugar, que nunca hemos estado cerca.
La conocí en la cena de año nuevo de la compañía hace casi dos años, trabajaba en el departamento de contaduría haciendo… la verdad es que no lo sé. Cada vez que hablábamos sobre su trabajo yo me concentraba en la línea de su escote que dejaba ver sus enormes y quirúrgicos senos e imaginaba todas las posibles combinaciones que podía hacer con ellos.
Por una parte pensaba en lamerle la aureola del pezón tan lentamente como me fuera posible o succionarlos con mucha fuerza. Quizá podría mordisquearlos suavecito o, por qué no, morderlos con voracidad hasta hacerla gritar de dolor, luego me quedaba pensando si la cirugía afectaría su sensibilidad.
Eran todas estas cosas las que me distraían constantemente en nuestras primeras conversaciones, después me distraía la televisión, el radio, la ventana o la mosca que iba pasando. Sus senos dejaron de ser una incógnita y no había mucho más que preguntar sobre ella y ellos.
El chofer me dijo que habíamos llegado, miré hacia afuera, y sin entender cómo, me percaté que ya había anochecido. No pudo pasar tanto tiempo, no sin haberme dado cuenta. El taxista me señala el taxímetro y no pasa de 70 pesos. Busqué mi cartera confundido y le extendí un billete de 100. Le dije que se quedara con el cambio, bajé del auto y lo vi avanzar hasta alejarse.
En ese momento percibí el inmenso silencio que acompaña la calle, a mi alrededor no había nadie. Las luces del edificio donde trabajo parpadearon y de pronto hubo un apagón. El único edificio que recuperó la luz fue justamente donde trabajo, sentí las manos pegajosas y caminé hasta la entrada.
La sustancia pegajosa que tenían mis manos ahora se encontraba seca al parecer se trataba de sangre…Caminé absortó hasta la entrada, le hice señas al policía, extrañado se acercó y me preguntó qué deseaba. En seguida notó la sangre de mis manos, me rodeó con su brazo derecho y me pidió que ocupara su silla. Telefoneó, charló ininteligiblemente. Mis oídos se debilitaban a la par de mi pulso. De pronto sólo escuchaba aquel silbido de un tímpano roto, la vista de la recepción me parecía insostenible, se difuminaba poco a poco, el hedor de la sangre subía o bajaba, no estaba seguro de dónde provenía, pues no tenía dolor. Experimenté tremenda debilidad, pero no podía desmayarme ahí como si nada. Acompasé mi respiración a un ritmo más lento, aguanté el aire algunos segundos más y exhalaba suavemente, por un instante me funcionó para no perder la conciencia. Hubiera deseado perderla ahí.
El policía regresó, mejor dicho, su voz. No me habló, sólo me tomó por el cabello, levantó mi rostro, acercó su oreja hacia mi boca y atendió la velocidad con la que respiraba desacompasado. Caminó alrededor de mí con suma paciencia que ponía evidenciaba lo horrible de mi situación. Estaba seguro que nunca llamó a la ambulancia. Se marchó hasta el módulo de la recepcionista, abrió un cajón. Regresó hasta mí y sentí frío en mi pecho, después un chorro de energía que me hizo sacudir todo mi cuerpo, pero sin propósito ni ventaja. Las piernas me brincaban espasmódicas, manoteé como un gato cayendo por los aires. Sentía cómo lanzaba su puño contra mi abdomen y pecho, no eran nudillos, sé cómo son, era un cuchillo. Cuando quedó satisfecho puso sobre mis piernas un pequeño libro, sostuvo mis manos y me hizo hojearlo. No podía ver nada. Lo último que escuché fue:

Sólo le pedí que me leyera, señor editor”.

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